Introducción al límite
Vandalia publica el nuevo libro de poemas de María Alcantarilla, donde la autora reflexiona sobre temas como el dolor, la muerte y la construcción de un lenguaje propio
Poeta, narradora, fotógrafa y directora del Aula de Escritura Autobiográfica de la Universidad de Cádiz, María Alcantarilla es una de las voces más poderosas y singulares de su generación, en cuya escritura lírica confluyen la mirada de la artista visual y una profunda veta reflexiva. Tras sus dos poemarios anteriores, Ella, invierno (2014) y La edad de la ignorancia (2017), Introducción al límite ahonda en las costuras incómodas que van tejiendo la manera en la que el hombre suele definirse, generalmente por negación de lo ajeno. Alternando los versos y los pasajes en prosa, el poemario se articula en cuatro partes a la contra de la propia naturaleza humana: de la muerte —física o mental— al nacimiento, una especie de viaje en el que el dolor ocupa un lugar preponderante, no como estado lastimero sino como estación de paso.El libro, cuenta la autora, nació de su necesidad de “reflexionar sobre los modos de enfrentarnos a determinados acontecimientos, como pueden ser la enfermedad o la muerte, entendidos ambos en su sentido más amplio. El hilo conductor es una suerte de sentimentalidad que oscila entre lo que nos enseñan estas vivencias, la forma en que nos dicen que tenemos que aprehenderlas y, por otro lado, la forma en la que realmente impactan sobre nosotros. Desde el propio nacimiento hasta las despedidas que se van sucediendo poco a poco. En mi caso, en estos años, han sido varias”.
El tema que articula el poemario es el lenguaje como vehículo para construir una identidad y como marco que sirve para relacionarnos con las personas que nos acompañan. “Me interesa el lenguaje como forma de opacarnos pero, también, como forma de reconstruirnos más tarde, cuando logramos deshacernos de ciertas etiquetas, de ciertos conceptos aprendidos para empezar a buscar aquellos que nos son propios. De ahí la enfermedad o la muerte como tránsito, casi como necesidad para revertir nuestra historia y, en cierta manera, volver hasta el principio limpios de conceptos ajenos”.
No elude María Alcantarilla la alusión al trasfondo autobiográfico: “Es imposible deslindar el día a día de la escritura. Las referencias pueden ser directas o indirectas, pero siempre hay mucho de quien vive en lo que se narra. Introducción al límite es, en parte, una manera de purgar (o de sanar) todo aquello que no digo porque fuera del marco poético, además de inentendible, perdería sentido. Quien consagra su código al oficio de escribir ha aprendido un idioma del que le resulta muy difícil desprenderse: entiendes que hay cosas que solo se pueden decir de esta manera”.
Para la autora, la poesía y la fotografía comparten un código íntimo, la síntesis de la imagen. “Curiosamente, cuando miramos una fotografía no hay tiempo, el pasado y el futuro están ausentes frente a un encuadre que, sin embargo, nos habla. Algo así sucede también con la poesía: debería tender hacia lo atemporal, es decir, saltar de un marco cerrado hacia la posibilidad infinita de ser leída en cualquier momento y que su sentido permanezca intacto. Por otra parte, la manera en la que poesía y fotografía pueden complementarse me parece mágica. Ampliar los significados, como un altavoz que sea capaz de llegar a más gente, es mi objetivo”.
Respecto a su obra anterior, Introducción al límite supone una cierta novedad: “aunque sigo siendo un tanto abstracta, me parece que en este libro hay un esfuerzo por traer la idea a tierra, por trabajar la imagen, por abrirme de verdad hacia el lector y hacia mí misma”. También le ha influido su labor como directora del Aula de Escritura Autobiográfica: “Estar en contacto con otras personas que tienen la valentía de contar su historia (y de entenderla de otro modo), de escribirla, de compartirla en grupo, me ha enseñado muchísimo en estos años. Por ejemplo, que todos deberíamos aprender a escuchar con un poco de más cariño y de atención a quienes nos rodean”.
Motivos para la ambición
Violeta Serrano
Debemos emular a don Quijote para normalizar la libertad, el incentivo de la complicación. Escribir para salvarnos de la vorágine de los días sin aliento: para detener el tiempo
Imagínense a Cervantes, desgarbado y manco, pensando que a una de sus Novelas ejemplares podía sacarle muchísimo más. Con ojo de quien lleva kilos de papel gastados, identificaría claramente a dos personajes a los que dar rienda suelta para completar toda una novela. Y lo hizo, incluso “semidifunto”, aunque sin dejar de tenerle cierto resquemor a Lope por haber roto las convenciones del teatro y triunfar de manera ostentosa. Así que don Miguel, curiosamente, acabó por aplicar a la narrativa una lógica similar: ¿convenciones a mí?, dijo, y parió el Quijote, en el ocaso de su vida que es, quizás, el mejor momento para escribir sin complejos. El resultado es conocido. Pero, ¿qué pasó entonces? Vendió muy bien, es cierto, incluso compitiendo con un best-seller de la época, el Guzmán de Alfarache, pero aun así siempre consideró que los cultos no tenían a su obra en la estima que merecía. De hecho, la impresión de las primeras ediciones del Quijote llegaba a las pupilas de los lectores con bastantes errores. El mundo no vislumbró en su presente la joya eterna que tenía entre los dedos. Porque lo era: nada así se había escrito antes. Cervantes llegó a la novela con tal libertad que fue capaz de destruir todos los cánones para reinventarlos de nuevo. Foster Wallace no solo regaba su propia ambición creativa, sino que intentaba hacer escuela entre sus discípulos: no escriban como lo haría cualquiera, escriban para permanecer. De lo contrario, renuncienPero, ¿cómo nos configuramos hoy los que escribimos y enseñamos a hacerlo? ¿Qué sentido tiene crear novelas en esta lógica de velocidad indigesta en la que estamos inmersos? Hoy casi nadie tiene minutos para leer y, quizás, mucho menos para escribir con calidad. Ya saben, esa actividad que requiere investigación, pausa, reflexión, en fin, una serie de valores que parecen peligrar en este tiempo líquido en el que tratamos de permanecer a flote. ¿Por qué escribir, entonces? O peor, ¿por qué intentar crear algo que problematice el pensamiento de ese lector sin tiempo? Foster Wallace, uno de los que nos “complicó” la vida creando un artefacto de más de mil páginas como La broma infinita, enseñaba escritura creativa a sus alumnos antes de lograr suicidarse por fin, después de varios intentos. Uno de sus mejores compañeros fue Jonathan Franzen, con quien acabaría teniendo serias diferencias, tal y como relata con excelencia Eduardo Lago en su último ensayo Walt Whitman ya no vive aquí y que, justamente, indaga sobre la literatura norteamericana que conoce a la perfección. Lago dice, entre otras cosas, que Franzen se preguntó cuál era el sentido de escribir en un mundo como el nuestro, hasta qué punto era útil hacer filigranas para ser invencible. Y la respuesta a sus pensamientos, y la del ecosistema literario en general, fue que lo mejor era mirar de nuevo a la novela realista. Y así Franzen vendió Las correcciones y las aguas volvieron a su cauce, sobre todo en su economía doméstica y en las cuentas saneadas de las editoriales que reubicaron en el redil a uno de sus mejores talentos.¿Qué ocurre después?, ¿hemos legitimado la cobardía? Quizás sí. Tal vez el problema sea, después de todo, que ya no sabemos qué sentido tiene equivocarse. Por eso alguien debería atreverse a emular a don Quijote para normalizar la libertad, el incentivo de la complicación, la búsqueda de las respuestas en un molino errante. Escribir para salvarnos de la vorágine de los días sin aliento: para detener el tiempo. Por eso Foster Wallace no solo regaba su propia ambición creativa, sino que intentaba hacer escuela entre sus discípulos: no escriban como lo haría cualquiera, escriban para permanecer. De lo contrario, renuncien.