Poesía de la reflexión
Vandalia publica el nuevo libro de poemas de Miguel Albero, construido en torno a la idea de fugacidad
Lo breve en todas sus facetas es el tema sobre el que gira Efímera, cuarto poemario del también narrador y ensayista madrileño Miguel Albero, ganador del premio Gil de Biedma de poesía, del Málaga de ensayo y del Vargas Llosa de novela. La obra trata de la fugacidad de las cosas, las experiencias y la vida. La muerte, el triunfo de la especie sobre el individuo, es cuanto nos define y ella es quien vuelve efímera nuestra existencia, por mucho que se prolongue, por mucho que tratemos de alargarla. Somos temporales, pasajeros, finitos. La sensación que deja la lectura de los nuevos poemas de Miguel Albero, como afirma Juan Bonilla en un prólogo escrito expresamente para la edición, es paradójica: “Dando por hecho que estamos hechos de pura pérdida, instante que ya no se va a repetir, eternidad ficticia, inyectan ganas de celebrar lo poco que somos, instalan en esa conciencia de fugacidad la certeza de que, al fin y al cabo, somos, como el insecto que vive un solo día, un auténtico milagro”.—Como muchos de mis libros, de un deslumbramiento etimológico. En este caso, el saber que efímera es un insecto que solo vive 24 horas, cuya existencia parece tener el único propósito de dar veracidad el aserto de T. S. Eliot, “nacer, copular y morir, todo se reduce a eso cuando se trata de ir al grano”. Al igual que me ocurrió con la espera, a la que le dediqué un poemario y un ensayo, aquí he publicado primero un ensayo —Esto se acaba. Cartografía de lo efímero— y ahora un poemario. Aunque el orden de escritura es inverso, primero pienso el asunto en verso y luego escribo el ensayo.
—¿Qué hilo conductor tiene el libro?
—El libro toca todos los ámbitos de lo efímero, desde la inasible escarcha, al muy cursi arcoíris; de la espuma, ese aire en lugar equivocado, a las pasiones; de la euforia de un adicto que predice el porvenir, a la flor del Principito, quien, cuando escucha por primera vez el adjetivo efímero, cree que le están hablando de una enfermedad terminal. Y no se equivoca.
—¿Siempre escribe poemarios con un solo tema?
—Soy obsesivo con los asuntos y mis poemarios suelen ser orgánicos, como los tomates sin pesticida, en el sentido de que cada poema forma parte de un todo y no se entiende sin el resto. Así fue con el primero, Sobre todo nada, el glosario de una habitación de un enfermo terminal, y los siguientes: Volver, en torno a la idea de regreso; Lista de esperas, y por supuesto, Efímera.
—¿Cómo cree que ha evolucionado su lenguaje poético?
—De mi poesía puede decirse que le falta vuelo lírico, como decía Jaime Gil que decían de la suya, sin afán de compararme. Dicho esto, no sé si hay evolución, pero sí coherencia, no es poesía de la experiencia sino de la reflexión, poesía que pretende ser clara y también directa. Este poemario contiene una mejora notable respecto a los anteriores y es el prólogo, con el que mi ego literario queda cubierto para siempre.
—¿Cuáles son sus influencias, sus lecturas?
—En poesía me inclino por los poetas que llamo de línea clara; en la española, por no ir más lejos, esa que va de Garcilaso a Cernuda, de Cernuda a Felipe Benítez Reyes, por citar tres poetas que me gustan. Aunque mi mayor influencia literaria ha sido Borges, lectura juvenil que me marcó para siempre. Pero Borges es justo abrirte a otros escritores, no dejar de tener curiosidad.
—Alterna la poesía con otros géneros, ¿según los temas, los estados de ánimo?
—Lo de los géneros es por intentar triunfar en alguno y conseguir fracasar en todos. Solo me queda la literatura de prospecto de medicamentos, en la que sigo fracasando, porque he mandado varias propuestas a empresas del sector, pero no les convenzo. Me dicen que soy demasiado barroco, sobre todo en el terreno de la posología, donde al parecer hay que ser bastante concreto y no suelen estilarse las metáforas.
Fallados los premios Alvar de Estudios Humanísticos y Domínguez Ortiz de Biografías
Felipe Benítez Reyes y Alfonso Alegre Heitzmann, ganadores de la edición de 2019
Concedidos por la Fundación Cajasol y la Fundación José Manuel Lara, los premios Manuel Alvar y Antonio Domínguez Ortiz han recaído en el ensayo El intruso honorífico, de Felipe Benítez Reyes, y Días como aquellos. Granada 1924. Juan Ramón Jiménez y Federico García Lorca, de Alfonso Alegre Heitzmann. Los dos galardones se entregarán el próximo 26 de abril, en el transcurso de una cena literaria que se celebrará en el Real Alcázar de Sevilla.La reunión y fallo del jurado —integrado por Nativel Preciado, Jacobo Cortines, Ignacio F. Garmendia, Alberto González Troyano, Antonio Cáceres, Rafael Valencia y Joaquín Pérez-Azaústre— tuvieron lugar en la sede sevillana de la Fundación Cajasol. Cada uno de los premios está dotado con 6.000 euros y la publicación de la obra ganadora.
El Prontuario enciclopédico provisional de algunas cosas materiales y conceptuales del mundo, que tal es el subtítulo del ensayo de Felipe Benítez Reyes, viene a ser una enciclopedia personal en la que se mezclan la interpretación y el dato, la parodia y el análisis, la visión crítica y la visión irónica, dando pie a una especie de caleidoscopio ensayístico en el que se analizan objetos cotidianos y conceptos universales, obras artísticas y creadores de todas las disciplinas, con el foco centrado en los aspectos más extraños e imprevistos de nuestra realidad. Entre bromas y veras, saberes y conjeturas, información y especulación, el libro ofrece, con la habitual brillantez del autor, un ejercicio de literatura en estado puro.
Por su parte, Días como aquellos recrea un momento fundamental de la cultura española de la llamada Edad de Plata: los días compartidos en Granada, en el verano de 1924, entre Juan Ramón Jiménez y Federico García Lorca. Un paréntesis temporal único en el que recorremos paso a paso la ciudad andaluza con Juan Ramón y su mujer Zenobia, de la mano de Federico y su familia, así como de Manuel de Falla y otros protagonistas de la vida cultural granadina. Esos días produjeron en los que los compartieron una impresión indeleble que guardaron siempre en su memoria. Alfonso Alegre Heitzmann los ha reconstruido en un hermoso libro que combina de modo magistral la narración y la crítica.
A propósito de un epistolario inédito de Buero Vallejo
Las cartas han sido secularmente reveladoras y desveladoras de todo tipo de sucesos: fortunas e infortunios, encuentros y desencuentros, amores y desamores
ROSA SANZ HERMIDA
Hace poco tiempo cayó en mis manos un lote de esos que suelen aparecer de vez en cuando en librerías de lance. En él había un libro de color verde, en tapa dura, con varias obras teatrales de Buero Vallejo publicadas en un volumen de la editorial Losada, y dedicatoria manuscrita del autor fechada en Madrid, en diciembre de 1967: “A José Hurtado Pérez, viejo amigo en las frías galerías de hace 25 años, con la alegría de respirar y con mis mejores votos para el incierto 68”.Muy posiblemente la mención a las “frías galerías” haga alusión al penal cántabro de El Dueso, en el que Buero permaneció cuatro años y en el que debió de coincidir con el tal Hurtado.
El libro en cuestión incluía también un sobre dirigido a ese su “viejo amigo”, con dos tarjetas postales y dos cartas. En ellas Buero acusa recibo de los presentes que éste le ha enviado (“tu puntual aguinaldo —2 paquetes— es mala costumbre, pero rica”), trata asuntos familiares (“tenemos la vida muy hecha en Navacerrada en el verano”), políticos (“Y la momia, imbatible” —en clara alusión al dictador—), y noticias de su labor teatral: estrenos (San Miniato —Italia—, Moscú, Praga, Bucarest, Rostock —Alemania—), acogida de público (“lo estrenaron con mucho éxito”; “la obra sigue excelente camino”), juicios sobre su propia obra (“confío en que tendrá larga vida pues creo que es una de mis mejores cosas”) y sobre su influencia como autor teatral (“La gente cree que, por ser uno quien es, tendrá fuerza e influencia, y no es cierto. Tal vez otros autores la tengan; pero yo, acaso por el tipo de teatro que hago y por mi manera de ser, no”).
Todos estos aspectos revisten indudable interés no solo para la investigación filológica sino para el propio conocimiento de un autor. El hecho de haber llegado hasta nosotros a través de uno de los géneros de mayor tradición y vitalidad, el género epistolar, subraya una vez más su importancia como fuente de primer orden para la historia literaria. En efecto, las cartas, esas “conversaciones con amigos ausentes”, como se han definido desde la antigüedad clásica, han sido secularmente reveladoras y desveladoras de todo tipo de sucesos: fortunas e infortunios, encuentros y desencuentros, amores y desamores.
Uno de sus más acérrimos cultivadores en el siglo pasado, Pedro Salinas, llegó a dedicarles un encendido ensayo, “Defensa de la carta misiva y de la correspondencia epistolar” (1948), en el que advertía de los peligros que acechaban a este arte milenario: desde su despersonalización, al haberse generalizado la escritura a máquina abandonándose la manuscrita, a las consecuencias del uso de la mensajería instantánea: “¿(…) un mundo sin remitentes, sin destinatarios y sin carteros? ¿Un universo en el que todo se dijera a secas, en fórmulas abreviadas, deprisa y corriendo, sin arte y sin gracia? ¿Un mundo de telegramas?”.
En nuestra época el género epistolar parece también correr riesgo de extinción, y no tanto por los actuales sistemas de comunicación instantánea, sino por la dificultad que entraña que la correspondencia navegue mayoritariamente hoy día por el ciberespacio de forma digital y esté protegida con contraseñas. ¿Cómo accederemos a partir de ahora a esa riquísima fuente de información que durante siglos ha nutrido e ilustrado la historia literaria? No quieren ser estas líneas nostálgicas de un pasado que parece llegar a su fin, y es cierto que cada edad acaba resolviendo sus propios enigmas.