El aire de los tiempos
Los personajes femeninos en la literatura española del siglo XXI han roto con los tópicos, asumen el protagonismo y bracean para despegarse de la ejemplaridad
Emprendo la escritura de este texto con la sensación de que los pelillos de la piel de un melocotón —podría ser una cabeza afeitada— se me meten en el ojo. La absoluta falta de perspectiva me impide distinguir la forma del fruto que parece la panza de un animal de pelo corto. Nos movemos en el ámbito de una abstracción desarrollada a partir de un número limitado de lecturas.Lo primero que intuyo —acaso deseo— es que los personajes femeninos en la literatura del siglo XXI en España tienen más papel. Al revés que las actrices de Hollywood. Los personajes femeninos del siglo XXI, siguiendo la estela de Andrea en Nada de Carmen Laforet o de las trabajadoras de la confitería de Tea Rooms de Luisa Carnés o de las protagonistas de Nubosidad variable de Carmen Martín Gaite, dejan de ser partenaire del galán. Tratan de romper, como en ese anuncio de perfume en el que Kristen Stewart corre como una loca, la crisálida del estereotipo en el que permanecían encerradas. Romper los tópicos bíblicos, los de las amadas románticas, los contrastes del arte victoriano: virgen/puta, angélica/demoniaca, inspiradora/repulsiva… David J. Skal explicita estas oposiciones en su biografía sobre Bram Stoker, Algo en la sangre (Es Pop, 2017), a propósito de la repugnancia que sintió Ruskin al descubrir el vello púbico de su esposa. Los personajes femeninos del siglo XXI tienen vello púbico y vagina —dentata o no—, y bracean para despegarse de la ejemplaridad. En ese romper el molde, en esa búsqueda que es física, psíquica y social, se refleja una realidad conflictiva: desde los nuevos textos se discuten o corrigen los valores de un esencialismo femenino que nos mantenía con la cabeza gacha. O nos hacía perversas. Las mujeres de los libros del siglo XXI dejan de ser putas, madres, esposas, amantes. Pero también dejan de ser harpías, hechiceras, encantadoras de serpientes, embaucadoras. O, por lo menos, cuestionan el contenido con el que se rellenaba el baúl de la feminidad: qué es ser una madre —lean a Silvia Nanclares y a Nuria Labari—, una buena madre, la exigencia de la maternidad como culminación de lo femenino, qué es ser una harpía, la necesidad de seducir, el mito del saber estar y de obrar subrepticiamente… Hoy se pone en tela de juicio el segundo plano, la vinculación de las mujeres con la lírica y lo doméstico, la tachadura de la mujer en los espacios públicos, en las páginas épicas, la excepcionalidad hagiográfica de las Agustinas de Aragón, la obligación de virilizarse en los espacios comunes si se aspira a gobernar o, al menos, a ser vista…
Las mujeres de los libros del siglo XXI dejan de ser putas, madres, esposas, amantes. O harpías, hechiceras, encantadoras de serpientes, embaucadoras. Por lo menos, cuestionan el contenido con el que se rellenaba el baúl de la feminidadEsta nueva manera de enfocar a las mujeres, como sujeto y objeto de la literatura, acarrea transformaciones en el estilo y los géneros literarios. Las musas rasgan el lienzo en el que han sido retratadas y se retratan a sí mismas a través de máscaras o con retales de su carne. No en vano la escritura autobiográfica prolifera hoy, no solo como respuesta ante la saturación de ficciones espectaculares, sino como camino para romper la cáscara de huevo y dejar que entre la luz en las habitaciones cerradas donde, de pronto, se hacen visibles criaturas escondidas, locas del desván, seres calladitos capaces de dar un do de pecho. Con esta modificación del primer plano se rectifican los límites de épica, lírica y escritura intelectual, y se subvierten las frases hechas de sociedades donde quizá las mujeres podemos dar una alternativa al discurso de la violencia, el capital, el autoritarismo, la depredación, la competición y la guerra. Pero, como decía, tal vez esta visión solo esté expresando un deseo: en las librerías destacan historias de cenicientas, mujeres-fetiche o triunfadoras que triunfan por usar el látigo e imponerse, no como se impondría un hombre, sino más bien un especulador, chorizo, machote.Les invito a leer textos de autoras en los que se refleja esa dislocación física, psicosocial, económica, en la que vivimos las afortunadas mujeres del siglo XXI. Me circunscribiré a la narrativa y el ensayo escrito por autoras españolas en torno a los cuarenta años. No todos los textos citados serán de rabiosa actualidad o acaso el tiempo transcurre demasiado deprisa y todo se apolilla pronto. Mercedes Cebrián dibuja el personaje de Almudena en El genuino sabor (Random House, 2014) y dinamita el tipismo made in Spain y la aversión hacia el consumo de alimentos caducados. Mujeres, alimentos y exilio laboral. Las escritoras del XXI no rehúyen el sentido del humor. En Las efímeras (Galaxia Gutenberg, 2015) Pilar Adón habla de los afectos como boa constrictor a través del vínculo entre dos hermanas. Habla de la vuelta a la tierra, el enterramiento y la naturaleza como tumba. De una condición humana horrible en su pulsión gregaria y también en su búsqueda de aislamiento. Habla de nosotros, pero habla sobre todo de nosotras. También la carga del afecto y la culpa —el estigma de la mujer cuidadora—, la claustrofobia de los lugares cerrados, marca el territorio de los cuentos de Sara Mesa en Mala letra (Anagrama, 2017); en Cicatriz (Anagrama, 2015) la escritora narra una historia de vampiros: una mujer se objetualiza siguiendo las instrucciones de un hombre mucho más mediocre que ella. Cuerpo, tecnología y cultura son fetiches. Él le regala ropa interior y le dice cómo debe escribir sus libros. Ella aprende muchas cosas antes de traspasar el borde tras el que se abre el precipicio. En La trabajadora (Random House, 2014), Elvira Navarro construye ese territorio de precariedad que caracteriza la vida de los trabajadores, y, en particular, la de las trabajadoras: también las que traducen, escriben, editan. Carne de cañón y ansiolítico. La permanencia del gusano de una creatividad que enloquece y mata a las mujeres. Chaladas. Suicidas. Virginia Woolf busca una habitación propia antes de sumergirse en las aguas del río. Sylvia Plath mete la cabeza en el horno. En Mejor la ausencia (Galaxia Gutenberg, 2017), Edurne Portela cuenta la Historia desde la inusual perspectiva de Amaya, mujer que fue niña: la mirada femenina apunta hacia la violenta realidad de Euskadi y hacia la hipótesis de que, contraviniendo todo dictado judeocristiano, no siempre aprendemos del sufrimiento. Lara Moreno aborda esa naturalización de la violencia que afecta especialmente a las mujeres en Piel de lobo (Random House, 2017). Remedios Zafra, entre otros asuntos, reflexiona sobre las mujeres rurales y ha escrito textos híbridos desde un nuevo punto de vista que cuaja en innovadores procedimientos formales: ensayos autobiográficos, diagnósticos epistolares, ficciones abstractas… Algo parecido, en la mutación a la que somete al género histórico, ocurre en Terroristas modernos (Candaya, 2017), inteligentísima novela de Cristina Morales. También Natalia Carrero, en Yo misma, supongo (Rata, 2017), fractura las convenciones sobre autobiografía, autoconfianza, maternidad, creatividad, precariedad y registros literarios. Volviendo a Zafra, ella había escrito (h)adas. Mujeres que crean, programan, prosumen, teclean (Páginas de Espuma, 2013) y ahora en El entusiasmo (Anagrama, 2017), igual que Navarro, coloca la precariedad de las trabajadoras culturales en el punto de mira. No es una casualidad que las escritoras del siglo XXI, así como sus alter ego o sus mujeres de ficción, bordeen distintas formas de pobreza y enfermedad: se me ponen los pelos de punta recordando cómo Begoña Huertas describe su experiencia del cáncer en El desconcierto (Rata, 2017). La escritura y el cuerpo están en el centro de todo. La naturaleza y la civilización. Violencias. El peso de la historia y las nuevas tecnologías. El fetiche, el cíborg y las mujeres que trabajan. Las que desean ser madres y las que no. Los afectos y el cuidado como imposición. La mala conciencia. Virginia Woolf y la lucha de la actriz que anuncia perfumes por rasgar la pared de la crisálida. Es el aire de los tiempos. Hay que echar a correr.