Apóstoles del Mal
La seductora figura de Anthony Blunt, uno de los llamados “cinco de Cambridge” que espiaron para la URSS, ha inspirado a autores como John Banville o George Steiner
No se sabe a ciencia cierta el momento en que el crítico de la revista The Spectator, historiador de arte y riguroso catalogador de obras, sir Anthony Blunt (1907-1983), fue reclutado por el servicio de espionaje soviético. La historia oficial, hasta 1979, año en que fue denunciado como espía y traidor en el Parlamento, por la patriota Margaret Thatcher, es que Blunt era el discípulo más aventajado del gran Aby Warburg —ya saben: “Dios se esconde en los detalles”— y en muchos aspectos había superado a su maestro, al menos en cuanto a pedagogía educativa, compilación, memoria y retentiva. Lo cierto es que su catálogo sobre Nicolas Poussin, y el exhaustivo inventario de los dibujos venecianos de la colección real, The Collection of H. M. The Queen at Windsor Castle, situaron a Blunt en un territorio que iba más allá de la escrupulosa peritación y se extendía al de la integridad moral. Por ese motivo el descubrimiento de su desafección, o de sus dobles y triples traiciones, avergonzó a especialistas y no especialistas, urbi et orbi.Hijos de una época difícil, que abarcó la primera y segunda posguerras (1935-1965), Anthony Blunt y sus cuatro compañeros —Kim Philby, Guy Burgess, Donald Maclean y John Cairncross—, a los que podríamos sumar otros cuantos, pretendieron dar la vuelta a la Historia pactada, alterar el equilibrio Este/Oeste, con una astucia maniobrera desbaratada por pequeñas minucias. Recuerdo una escena de la suculenta novela que John Banville dedicó a Blunt, The untouchable (El intocable, Anagrama, 1997) en la que el traidor, en el gabinete privado de Jorge VI y ¡con el propio monarca junto a él fumando en pipa!, fotografía unos documentos strictly confidential, y va pasando impasible las hojas secretas mientras engatusa al monarca acerca de los delicados dibujos italianos que poseen los Windsor, que considera dignos de ser expuestos en el Museo Británico, para mayor gloria del Imperio.
George Steiner en el soberbio ensayo The Cleric of Treason, publicado en The New Yorker en diciembre de 1980 (El erudito traidor, Siruela, 2009), enumera las causas que llevaron a un prestigioso profesor a la abyección delatora, y destaca la obsesión de Blunt por que el acervo artístico no estuviera sujeto a las normas del mercado ni del mecenazgo, “lo que solo podía conseguirse a través de un comisario soviético o en el México revolucionario de los muralistas Orozco y Rivera”. Steiner añade la tendencia homoerótica de estos espías, inoculada en los jardines de Cambridge, a través de hermandades célibes como la de los Apóstoles, que propiciaban una visión utópica de la vida, fase imprescindible en todo inglés de clase alta “que se extinguía con la luz estival”, y el alcoholismo crónico, según Cyril Connolly “vaporoso y casi intangible” de la desesperanza.
La peripecia de Anthony Blunt resulta la más sofisticada. Sin embargo, Kim Philby (1912-1988), el único heterosexual junto a Cairncross, dibuja el canon; su legendaria profesionalidad se acrecentó dada su capacidad de desaparecer y aparecer como por arte de magia. Hasta que desapareció del todo en 1963 y saludó al MI5 desde Moscú. Su aire de mito lo adereza Graham Greene, al que inspira los personajes de El tercer hombre y El factor humano, y Orson Welles y James Mason, que lo utilizan como modelo en sus creaciones para la gran pantalla. Los restantes, el escandaloso Guy Burgess, el depresivo Donald Maclean, no obstante, magníficos perjuros, desertaron a la URSS en 1951 y merecen otro artículo, lo mismo que el mediocre John Cairncross, el llamado quinto hombre, un ser anodino que no merece ninguno.