Ayala, otoño 2003
Al borde de los cien años, Ayala se transformó en un personaje popular. En Granada, su ciudad natal, y en Madrid se preparaban los actos del centenario, y su Fundación estaba a punto de abrir. Este artículo reconstruye el ambiente de aquellos años felices y definitivos
El 9 de octubre de 2003 los cazas del Ejército del Aire retumbaban en todo Madrid. Los cristales de las ventanas se estremecían y las conversaciones tenían que recomenzar una vez superado el aturdimiento momentáneo. Era un ruido extraño, difícil de sobrellevar. En la casa madrileña de Francisco Ayala, en la calle Marqués de Cubas, el fragor de los motores de los aviones que ensayaban el desfile militar del Día de la Hispanidad, chocaba contra las paredes limpias y exentas y se elevaba con un temblor de guerra a los techos de las habitaciones. Pero no interrumpían la paz. El escritor me había recibido a las once en punto, acompañado de su esposa Carolyn Richmond, en la entrada del piso, nos había franqueado el paso y luego confraternizado con un firme abrazo.La casa de Marqués de Cubas, como luego la de Carolyn, adonde se mudó, era un santuario civil al que acudían decenas de peregrinos a admirar, como decía él, el prodigio de la longevidad. La primera impresión, inolvidable, del recibimiento fue de agrado y fragilidad. La efusividad del saludo revelaba también el cuerpo flaco y delicado de un anciano que paradójicamente representaba como nadie la fortaleza ética y el compromiso con su tiempo.
El escritor, que contaba 97 años, gozaba entonces de buena salud y se preparaba con optimismo, salvo las menciones irónicas a su inevitable final, para celebrar su centenario. Se mostraba ilusionado con abrir la Fundación en Granada, su ciudad natal, y hacía planes. Ayala se había convertido, como precisó con su habitual sorna, en “un antepasado de mí mismo”. Un antepasado vivo y admirable que vivía una etapa particularmente dulce de reconocimientos. El comienzo de la publicación de sus Obras completas, los rituales de sus cumpleaños acompañados de whisky y miel, y las constantes llamadas de amigos hacían particularmente feliz aquella etapa aunque su sarcasmo, en particular contra sí mismo, impedía que creciera a su alrededor la molicie de la autosatisfacción. La ironía se enroscaba en la conversación y trituraba cualquier empalago.
Había llegado a Madrid, como tantos otros periodistas, en busca del sabio casi centenario. Ayala reconocía ante los visitantes que él se había liberado ya de los compromisos terrenales, ya no escribía tampoco en los periódicos y hablaba de sí mismo como “un jubilado del mundo”.
Carolyn me condujo al salón luminoso donde Ayala recibía a los informadores y concelebraba la liturgia de las entrevistas. Encendí con pudor la grabadora. Con Ayala no se sabía en qué punto acababan los saludos formularios y empezaba la entrevista. Tampoco en qué momento la esgrima de la pregunta y la respuesta se transformaba en una conversación íntima, en una confesión que buscaba más la comprensión cómplice que la publicidad. ¿Esperanza? ¿Decepción? ¿Qué nos esperaba a quienes le sobreviviríamos?
—El futuro no lo veo, mucho menos en una época como esta en que no hay guía de futuro. Será lo que sea y quizá muy interesante y maravilloso pero no se puede predecir. Se podía predecir en el siglo pasado… Pero no se ve lo que viene, yo no lo veo por lo menos.
—Y tampoco parece demasiado promisorio —le dijimos.
—De momento, no. Pero a largo alcance quién sabe. No sirve la base física, el planeta, que se ha convertido en una cosilla que no importa, que no es nada. Me acuerdo de la visión del mundo del siglo XIX y comienzos del XX. Yo no puedo imaginar el futuro.
—Le preguntaba también sobre su futuro particular —insistimos.
—Futuro particular no tengo ninguno —repuso con sequedad y unos hilos de nostalgia.
Y entonces, en la grabadora, once años después de aquella mañana con vocación de felicidad, surge la voz de Carolyn, siempre al quite cuando las alusiones afectan al sosiego de aquellos años finales: “Cómo que no. ¡Hombre!”.
“Mire”, responde complacido mientras señala con los ojos a Carolyn, “mi futuro particular es mi mujer. Sin ella yo ya no viviría. Gracias a ella estoy aquí viviendo. ¡Es verdad! Una frase cariñosa que es un lugar común es ‘tú eres mi vida’. Para mí no es un lugar común, es el hecho real. Ella es mi vida”.
Hay un silencio en el que se cuela el sonido lejano de otro avión y la conversación, de nuevo, se transforma en entrevista formal. Hablamos, inevitablemente, de Granada, donde se prepara el gran homenaje del centenario y la apertura de la fundación dirigida por el poeta Rafael Juárez.
“He visto dos Granadas diferentes. La que dejé y la que reencontré, que había cambiado poquísimo, y la actual, que es una ciudad floreciente y tan moderna como la que más. La añoranza sigue estando ahí, pero es una añoranza a base de recuerdos confirmados con lo que actualmente me une: los edificios, las calles, pero la Granada actual es una Granada viva”, repite la voz de Ayala en la grabadora que he vuelto a escuchar después de una década larga. Y entonces, empujados por las inflexiones de la voz y los sonidos de fondo, surgen de algún sótano de la memoria los detalles del encuentro: la chaqueta ligera de lana oscura, el perfil ganchudo y las manos, salpicadas con las manchas de la vejez, moviéndose tranquilas.
—Los lazos iniciales no se pueden perder. Mire, la personalidad de cada hombre y cada mujer está hecha por los años de su juventud y sobre todo de su infancia, de la infancia para arriba hasta la adolescencia. No se puede echar atrás, es la base de la personalidad. Yo soy aquel que entonces se formó y eso no se quita. Algunos quieren disimularlo por una razón u otra; yo no: ahí está, soy aquel, sigo siendo aquel, el muchachito, el niño… ¡Con los noventa y tantos que pesan sobre mí hoy!
—Pero partir de todo eso se inventan los localismos, los nacionalismos, los regionalismos… —decimos tratando de sonsacarle un matiz distinto.
—Yo nunca he caído en eso. Quizá en los primeros años de mi vida tuve un poco la influencia del nacionalismo, eran los años de la dictadura de Primo de Rivera, era lo que había en el aire y yo participé de algún modo. Justamente cuando leo cosas mías de aquel entonces digo: ‘Pero nunca incurrí en los excesos’. Siempre fue un nacionalismo decente.
¿Y qué legado inédito, testamentario, podemos esperar de Ayala? “No conservo nada. Soy lo contrario de otra gente, amigos míos, que guardan todo. Yo al contrario destruyo. No quiero que quede nada que yo no respalde actualmente”.
La vez anterior que había entrevistado a Ayala fue en 1983. Acababa de aparecer en las librerías el primer tomo de sus memorias Recuerdos y olvidos. En aquel encuentro Ayala me explicó que la memoria está supeditada por dos tipos de olvidos: el involuntario y el deliberado.
Y ahora ¿rescataría alguno de los recuerdos eliminados? “No, no. Yo soy bastante sólido. Mi personalidad se mantiene sólida”, responde. “Hay cambios notables. Mi mujer podrá contarle los cambios que observa en mí conforme los años me van abatiendo, pero básicamente es la misma persona”. Su mujer lo mira impasible, pero no contesta.
Ha pasado la mañana. Carolyn ha servido un refrigerio, llega el fotógrafo y reclama las poses. Ayala acepta obediente. Los aviones hace un rato que han dejado de sobrevolar Madrid. El mediodía de octubre avanza cálido y de la calle llegan atenuados los sonidos.
“Se me ocurre”, dice Carolyn, “que vamos a publicar un libro con fragmentos de Ayala para interesar a los niños”. “Bueno”, responde el escritor, “tú eres dueña de mi voluntad”.
La grabadora chirría y luego se para.