Buen tiempo para la lírica
Estos meses son propicios para entregarnos a la poesía. La rutina, la voluntad ceden ante la luz plena y la noche oscura, ante el gozo y la desesperación, ante los momentos sensitivos, fundadores
Entre las páginas, descosidas del tiempo, arena de playa o de un reloj. Hoy, después de mucho, he encontrado el primer libro de poesía que compré con mi propio dinero, Veinte poemas de amor y una canción desesperada. En la cubierta, como en la de un velero, dos gaviotas. Dentro, en la guarda, el entusiasmo cristaliza en caligrafía. Allí está escrito mi nombre. Y un dónde: Torre del Mar. Y el cuándo: Julio de 1991. Más adentro, en las pares en blanco, varios poemas, copiados a mano, de Miguel Hernández y Vicente Aleixandre, varias copillas, otro de Bécquer. Más adentro, en rojo, un verso subrayado: “en el corazón del verano”.Buen tiempo para la lírica. Estos meses son propicios para entregarnos a la poesía, a su lectura y también a su escritura. El verano es mucho más que una estación. Es un estado. Sudamos atmósfera entrañada. Está hecho de un tiempo material dúctil y propio, y de otro tempo y temperatura más en armonía con el tiempo creador (o supratemporalidad, de la que nos habló María Zambrano). Sus rigores imponen a las lentas y caliginosas. Las costumbres, la rutina, la voluntad ceden ante la luz plena y la noche oscura, ante el gozo y la desesperación, ante los momentos redivivos, sensitivos, fundadores. “De espaldas al trabajo, dormimos”, anota Verlaine. Todo ello nos convoca a los poetas. Como Juan Ramón Jiménez en el verano de 1915, tantos y tantas autoras componemos año tras año los versos, calcinantes o tibios, pletóricos o agónicos, del propio Estío. Summertime: tiempo de poesía.
“Empápate de vino los pulmones / que ya llega la estrella del verano”, cantaba Alceo y, con él, Aurora Luque. Continúa la poeta: “Guárdalo en la memoria, protegido”. Antaño, y ahora, y en la hora, la claridad de junio, “tanta materia deslumbrada por tu honda gracia” (Claudio Rodríguez), calentará los huesos del espíritu en los días brunos y en la vejez.
El verano es mucho más que una estación. Es un estado. Sudamos atmósfera entrañada. Está hecho de un ‘tiempo material’ dúctil y propio, y de otro ‘tempo’ y temperatura más en armonía con el tiempo creador (o ‘supratemporalidad’, de la que nos habló María Zambrano)Al ánimo y a la poesía les importa distinguir, como se hacía antiguamente en nuestra lengua, entre verano y estío. Verano alberga, en la palabra misma, la primavera por fin madura y avanzada tras la erupción. Suya es la brisa, la infancia, la nitidez. “Recuerdo la estación primeriza y pujante, / el levísimo olor de jazmines o rosas / tempranamente haciendo promesa del verano”, escribe Josefa Parra. Pertenecen a ella la generosidad de la vida y la gratitud. Aquí —diría David Eloy Rodríguez— “se verifica que el mundo tiene dimensiones de verano”. Atañe más a lo azul, a lo diáfano, a la consciencia. Entre la sed y el agua, hay una poesía que se decanta por el cántaro, por su filo más fresco. “Verano que te bañas en los ríos”, canta Octavio Paz; “Uy qué hombre más limpio y con más mérito”, contaba el gaditano Fernando Quiñones que decía de él una señora al verle zambullirse en la mar salada hasta tres o cuatro veces al día. Bienaventurados poetas que nacisteis a la orilla de las aguas agradables, porque hasta en vuestros poemas más gélidos os delatará la brisa. Como por ósmosis, y así hablen de otras cosas, los poemas de Rafael Pérez Estrada, Manuel Alcántara o Rafael Alberti a menudo se nos antojan gloriosamente salpicados por la mar chica del puerto en un glorioso día de verano.La estación que principia, su ritmo lento, nuestro recibimiento a flor de piel, se siente mejor en plena naturaleza. Su contemplación no escapó a la pastilla de tinta de los autores de haikus, como Yosa Buson (1716) o como Chora, que en el quinto mes de 1776, en el momento de su muerte, escribió: “Paraíso, / murmuro, mientras duermo / bajo la mosquitera”.
Incumbe al estío el verano extremado, puesto al borde hasta que gira, descarna y quema: la tierra roja, la bruma, la ciudad sin nadies, la visión alucinada, el resistero, la sequía, el aestus: ‘calor ardiente, agitación del mar, vehemencia de pasiones’. La poesía llena de sed su vaso, y nos lo da a beber: “Polvo y dureza del campo. Reina lo duro: el olivo, la paja seca”, señala José Antonio Muñoz Rojas; “No refresca ni a tiros esta noche, copón”, lamenta Luis Melgarejo. La más alta luz del solsticio puede convertirse en la hora umbría, guarda el cénit un silencio. Se queda a oscuras la ciudad —siente Chantal Maillard— “cuando el sol cae oblicuo / como una lanza, / y es verano”. A este tiempo y su holganza corresponde una desolación, una amargura concreta, “una inquietud, una angustia pequeña” (Gil de Biedma). Poetas como Cesare Pavese, Roger Wolfe, Dylan Thomas o Anna Ajmátova la consignan en sus versos. “No es que me esté volviendo loco: no aguanto más el verano”, decía, desesperado Joseph Brodsky. Cómo lo entendemos.
Al ánimo y a la poesía les importa distinguir, como se hacía antiguamente en nuestra lengua, entre ‘verano’ y ‘estío’. ‘Verano’ alberga, en la palabra misma, la primavera por fin madura y avanzada tras la erupción. Suya es la brisa, la infancia, la nitidez Pero el verano y el estío se ocupan por igual del contraste, de la sensualidad, de aliviar el péndulo —que continuará negándonos, pero más lento— en su vaivén. La “Oda al verano” de Neruda encierra gran parte del campo abierto y semántico de la estación: cielo abovedado, barriguita de abeja, sol terrible y paterno, arena, sudor, sementeras, insectos azules, manzanas maduras, cobre rojo… Ante ello, válgame Jorge Guillén o Celaya, nuestra alma disponible. “Cuando el verano me pasa por la cara / la mano caliente de su brisa” (Fernando Pessoa), sencillamente siento, que no es poco. Y es que en estos meses pareciera que escuchamos más alto el rumor de las sensaciones, las cavilaciones y la vida. Aunque disimulamos —¡tonto el primero que diga rielar!—, nos sorprendemos en las noches de agosto conversando con la luna y su reflejo. Trasmina fragante el jazmín, la lorquiana tarde “loca de higueras”, o la piel recién amada. Es como si toda nuestra maquinaria estuviera en ascuas y se iluminara o calcinara al contacto con la atmósfera. “Yo también tuve un verano, y ardí en su nombre”, confiesa Antonio Porchia; “Así: arder en el aire”, casi desea Eugénio de Andrade. Me emborracho de solsticio con Emily Dickinson, y “con una embriaguez de rocío, / borracha de incógnitos hálitos, / tabernas de azul diluido / recorro en perpetuos veranos”.Es el momento de esas escapadas en las que al huir nos encontramos, como las “ocho mujeres vivas y enlazadas” que descansan en las playas desiertas y en los versos de Mónica Doña. Es el momento del viaje. Poetas de mi generación como Raúl Quinto, Verónica Aranda o Laura Casielles nos llevan en su mochila, junto al cuaderno, y nosotros en la nuestra, a través de sus libros, y nos muestran los paisajes —Cabo de Gata, India, América, Marruecos…— donde se fundan y reinventan. Hasta los destinos veraniegos masificados, sus apartamentos de taquillón y cama turca, el surfer rubicundo, el bronceado a vetas de los turistas, el chiringuito atestado, “la popular lágrima que cayó en la arena, reducida a estas horas a grano de sal” —escribí en Vuelo doméstico—, pueden ser carne de poesía. (O —como poco— de versificación prosaica. Hagan la prueba, cuenten las sílabas de la letra de La barbacoa de Georgie Dann. Que no se entere Garcilaso de la Vega: ¡está escrita en endecasílabos enfáticos!).
Y veranos son amores o el Amor, cantan desde Bécquer a Idea Vilariño. Del verano son los bellos, más que la Belleza, “los muchachos del Sur”, inmortales, de Francisco Bejarano. Del verano es el sueño de una noche, y también el insomnio. Desearemos que se vaya este tiempo, para continuar añorándolo: “Desierta la casa, / ¡cómo me faltáis / moscas pesadas!” (Isabel Escudero). Pero ahora crepita dentro, máximo, el fuego de San Juan. Del corazón ligero del verano alcemos su poesía, y brindemos, porque sin duda —nos recuerda Aurelio González Oviés— “esta es la estación de las promesas, / el tiempo que la tierra se abre como los sexos insaciables, / la estación más larga de la vida”.