Cartografías narrativas
Una de las características que proporcionan unidad al mundo de José Manuel Caballero Bonald es la coherencia de los escenarios en la trama de sus novelas, los terrenos del Bajo Guadalquivir
La comarca inserta en el triángulo que forman Arcos, Sanlúcar y El Puerto de Santa María viene a coincidir con el ámbito de la denominación de origen de los vinos de Jerez, su centro geográfico. La fidelidad de Caballero Bonald a un territorio que es el propio, donde nació y creció como persona y se formó como escritor, se debe tal vez a que su literatura está íntimamente vinculada a su experiencia personal. El narrador jerezano ha insistido en la capacidad de fabulación que tienen los episodios vividos (“La ficción no es sino la realidad que el novelista reconstruye a partir de sus propios lastres biográficos”, Memoria, experiencia, ficción, 2001) y en el carácter no verídico de sus libros de memorias (“que pueden ser, en no desdeñable medida, un género de ficción”). Este maridaje entre la memoria “máscara del pasado” y la ficción “predictiva con frecuencia” necesita un territorio común para ser fructífero. Del mismo modo que los personajes acaban siendo prolongación ambigua de la personalidad de su autor, también los lugares de la narración deben ser traslación de su universo físico. Y ninguno más auténtico que la geografía de la provincia de Cádiz, el mundo de las viñas y las bodegas de Jerez, el Coto de Doñana (“repertorio de quimeras de mi infancia”), el litoral y la ciudad sanluqueños, donde tantas experiencias ha vivido a lo largo de su existencia.
Dos días de setiembre (1962) fue escrita en Colombia en el bienio 1960-1961. Allí fue feliz y su vida adquirió un nuevo sentido y un impulso decisivo. Tal vez era necesario que esa primera novela tuviera un valor catártico e indagara con la mayor profundidad entonces posible en una sociedad de la que había sido testigo crítico en su juventud, como la jerezana de posguerra, sustentada en el negocio del vino: las viñas y las bodegas, las incipientes tensiones sociales, las sevicias de una clase vencedora en la Guerra Civil, que se sentía con derecho de dominio sobre los perdedores, en la que el mundo del flamenco, ligado a la prostitución, estaba reducido a la degradación de las juergas de señoritos en las ventas de extrarradio. A ese universo narrativo volverá en su cuarta novela, En la casa del padre (1988), que nos presenta la historia del nacimiento, auge y decadencia de una familia bodeguera de Jerez en el siglo XX, desde el patriarca hecho a sí mismo a principios de siglo, que entronca con la arruinada aristocracia local, y el auge económico durante la primera posguerra, a la decadencia en los años sesenta, cuando la ruina del sector bodeguero obligó a la entrada de inversores y bancos en el negocio. Ahora se denuncia con libertad la connivencia política con la represión del régimen franquista y la crueldad prepotente del protagonista. Si el escenario es común, también la época en que las tramas suceden son muy similares en ambas novelas, pues el tiempo parece detenido en las consecuencias de la guerra en Jerez y en la comarca de su entorno. También ese es el tempo de Toda la noche se oyeron pasar pájaros (1981) donde al negocio del vino, ahora la exportación a Gran Bretaña y las compañías anglo-jerezanas, se suma el ámbito de la navegación y el de las yeguadas en el interior. Historias de marinos en un puerto que evoca Sanlúcar y de caballistas y bodegas; de republicanos que debieron huir embarcados y de guerrilleros que son cazados como alimañas en las viñas o en las ciénagas cercanas. Historias de represión que conoció bien Caballero Bonald en sus estancias en Arcos, Villamartín o en la serrana Villaluenga del Rosario.
El entorno de Argónida, nombre mítico de Doñana, aporta el escenario de la novela más característica de la voluntad de indagación en el lenguaje de Caballero Bonald: Ágata ojo de gato (1974), que narra las peripecias de una estirpe espuria fundada sobre la violencia y la opresión en un territorio mítico en estado virgen. Pese a que muchos la han considerado próxima a cierto tipo de irrealismo cultivado por los narradores hispanoamericanos de gran éxito en la década anterior, Caballero Bonald nos advierte sobre su insospechado carácter autobiográfico: “Ágata no es más que el trasunto literario de una historia real trasplantada a un plano simbólico […] una novela dotada de su propio realismo, de un realismo que, como cualquier otro, dispone de sus correspondientes anomalías” (La costumbre de vivir, 2001). En efecto, la fascinación por Doñana del novelista había nacido en las frecuentes excursiones durante los veranos de la infancia. Y nunca cesaría, renovada en sus visitas a tía Isabela, hermana de su madre, instalada en Sanlúcar tras su boda, y más tarde en los veraneos de su propia familia. Doñana sería escenario también de importantes episodios de la última novela de Caballero Bonald, Campo de Agramante (1992), probablemente la más autobiográfica, tanto que el protagonista padece los mismos molestos desajustes sensoriales que sufrió el autor a causa de una insuficiencia circulatoria cerebral. Se desarrolla en Sanlúcar, en un negocio de maderas, por lo que está presente también la geografía interior de la provincia de Cádiz, la Sierra de Grazalema y sus bosques, etc., aunque el Coto concentra la tensión emocional del protagonista en su relación con la Naturaleza. La salvaje caza del jabalí o la visita en el Chozo de la Plancha a los últimos pobladores autóctonos son narración de experiencias relatadas como propias en sus memorias, dos volúmenes donde los recuerdos se filtran en el alambique de la ficción para precipitar una de las mejores obras literarias del cambio de siglo, en la que son decisivos también otros territorios vividos plenamente: el Madrid tenebroso de la posguerra, la Barcelona editora, la Mallorca luminosa de Pepa Ramis, la cuenca del río Magdalena, la Cuba de los sesenta o la Ciudad de México, hogar de la amistad, convertidos ya en otras tantas cartografías narrativas.