Chéjov y sus retratos
Más allá de los tópicos asociados a su literatura, ciertos pero insuficientes, el gran maestro del cuento tiene perfiles que no pueden ser reducidos a una sola imagen
En su libro recientísimo, y valioso, En la ciudad líquida (Caballo de Troya), Marta Rebón, que es una de las personas que más —y qué bien— ha hecho por la literatura rusa en los últimos diez años, nos regala una fotografía hecha por ella misma de la dacha de Chéjov y nos inmiscuye en parte de su “peregrinación” a Melíjovo (porque uno puede “visitar” la casa moscovita y granate de Chéjov en Moscú, si se está en Moscú, que tampoco es como bajarse al mercado, pero ir hasta Melíjovo solo se puede hacer “peregrinando”, como a la ermita de un santo laico, que eso es Chéjov para algunos de nosotros), todo para hablarnos del único cuadro, un retrato pintado al óleo por Ósip Braz, que existe de Chéjov. Lo de menos es si lo conocemos; lo de menos son sus quevedos, su mano apoyada en el mentón al modo habitual de casi todos los escritores; lo de menos es si se empezó allí y se terminó de pintar en Moscú y a trozos. Lo de más, es decir, lo importante es que, ese único retrato suyo, a Chéjov no le gustaba, ni le gustó nunca. ¿Por qué? En una carta a una amiga, Chéjov escribió que parecía que acabara de oler un rábano picante. Y suena tan tonta y tan increíble esa razón, que no queda más remedio que decantarse por algo más general, indiscutible y que pudiera afectar a cualquiera: que un único retrato, una sola descripción, una imagen inamovible será siempre una injusticia, por limitada, por sesgada, por parcial. Y porque ni siquiera daría la opción de ser contradictoria.Que no pudiera terminar de pintar su cuadro de una tacada es lógico: ¿dónde habría que retener a Chéjov? A Chéjov se le podría retratar desde sus primeros años, adolescente, en un Moscú de habitaciones numeradas como las llamaban allí, donde había que lidiar con el funcionariado (desde correos hasta la policía), en sus continuos viajes y desplazamientos (para más de cuatro cuentos ha dado un viaje en tren chejoviano) a San Petersburgo, en su vida dedicada a servir a otros (es decir, a quienes no disponían de las mismas condiciones que en la capital), porque Chéjov viajó para servir, o cuidar, o ver —Sajalín—, a quien lo necesitaba como médico o como escritor, y también, por qué no, a quien se quiere retirar del servilismo institucional, y quedarse en una casita de campo —el sur— a escribir lo que se pueda: y lo que se pueda serán pocos cuentos, alguno inconcluso incluso, y cosas tan enormes como La gaviota, así, hablando de todos, pero escrita en medio del campo. Es eso: no poder reflejar en un solo retrato, todos los Chéjov que son Chéjov.
Casi nunca aparece ni se cita o se incluye en la secta de los microcuentistas a Chéjov, que ya en 1880, no sin antecedentes, por supuesto, está escribiendo textos minimísimos y ni siquiera vanagloriándose de ser el primeroY eso es lo que le ha venido ocurriendo a Chéjov desde hace tanto tiempo como tanto tiempo ha pasado desde que empezó a ser reconocido. O tras su muerte, más bien, porque así ya no había manera de rebatir nada. Y no hay intención ninguna aquí de decir que ese retrato fuera malo, porque es un retrato real (pienso en los tópicos, ciertos, que hemos utilizado continuamente: la descripción filosófica, el alma rusa primero, el alma humana después, los detalles, el no posicionamiento, los silencios, el no pasa nada…). Pero si uno fuese Chéjov es bastante probable también que le pareciera haber estado oliendo rábanos, y del retrato, de la imagen se están quedando entonces fuera bastantes cosas.Por ejemplo: microrrelatista. Por ejemplo: no realista. Por ejemplo: metaliterario. Por ejemplo: equidistante. Por ejemplo: finales cerrados. O abiertos, qué más da. O cuentos de más de tres pero menos de seis. Páginas. Líneas. Capítulos. O qué más da, porque lo que ocurre leyendo los cuentos de Chéjov es que nadie puede resumirlo, a él. Hay quien a veces, o constantemente, intenta darle nombre a esa cosa que llamamos hiperbreves o minicuentos o brevísimos, y comienza a poner fechas y antecedentes y casi nunca aparece ni se cita o se incluye en la secta de los microcuentistas a Chéjov con textos como “Se fue”, “El letrero”, “Un parte” o los “Anuncios equivocados”, que no deja de ser una brevedad construida como anuncios de periódico que escrita hoy parecería una originalidad. La cuestión es que ya en 1880, y no sin antecedentes, por supuesto, está escribiendo textos minimísimos y ni siquiera vanagloriándose de ser el primero. Porque está claro que Chéjov tuvo su etapa “turguenievista” y, más que los poemitas en prosa de Baudelaire, tuvo en cuenta ese librito publicado por Iván Turguéniev en 1882, Senelia, que en la edición española tenía un prólogo de un cuentista nada sospechoso de no saber lo que es un cuento frente a un poema o una ocurrencia como J. E. Zúñiga. Es decir, las ganas y la necesidad de hacer algo corto. Y bueno. O al menos tan bueno como lo que vendrá y además retratando, de paso, una época: cómo se mueve el funcionariado ruso, cómo se traban las relaciones sentimentales —qué se dice y qué no—, incluso hasta cómo huelen a repollo hervido las cocinas del momento.
Chéjov hace política disfrazada de literatura en un momento en el que es necesario hacerlo porque las mujeres y los hombres pobres no tienen voz. Cuando vengan los escritores a escribir de política él ya habrá escrito mucho, sin darse cuentaTambién hay que tener en cuenta —de cara a ese retrato esquivo y que huele o sabe a rábano— que resulta que en estos tiempos al cuento le han saltado las costuras, y cuando hay a quien le parece ya obsoleta una forma de narrar, cabe la opción de volver para atrás e intentar hacer un recorrido —un retrato, de nuevo, quizá— por la obra de Chéjov. El inicio-desarrollo-desenlace: por supuesto que lo hizo. Visitemos cuentos enormes como “El camaleón” (y los problemas, aún existentes con la burocracia), o más extensos como “Una broma”, que por supuesto cae en cada uno de los “tempos” denostados; la lírica más gratuita pero eficiente en relatos como “El encuentro de la primavera”, donde a ver quién encuentra la trama; la metaliteratura (y la autorreferencialidad de relatos tan modernos como “Un drama de caza”) de cuentos como “¿Qué es lo que más se da en las novelas…?”, donde se ríe de todo lo que todos hacemos, incluso los que no lo sabemos; y la política disfrazada de literatura, cuando lo que se supone es justo lo contrario a lo que hacemos muchos ahora: literatura disfrazada de política.Porque eso es justo el revés. Chéjov escribe sobre “La novia” y está escribiendo políticamente. Lo hace en un momento en el que es necesario hacerlo porque las mujeres no tienen voz, porque los hombres pobres (que no han bebido y no gritan) no tienen voz, y porque cuando vengan los escritores a escribir de política (Gorki, su amigo) él ya habrá escrito mucho, sin darse cuenta. Mucho, porque está viendo cosas y está hablando de ellas desde ese mismo momento; como en su viaje a Sajalín, de todo lo que había que denunciar: trabajo, condiciones, reclamaciones; como en “Campesinos” o “En el barranco” (al representar al trabajador del campo estaba describiendo toda una época, cambiasen las leyes o no), e incluso, aunque a nadie le parezca que lo es, de una infidelidad como la de “La dama del perrito”, que es una cuestión política.
Y luego viene la problemática y el retrato de las influencias. Viene ese tema en el que de repente todo tiene que tener un final abierto (porque Chéjov no es eso, o no del todo). Viene la cuestión de no usar demasiados adjetivos, como si siendo aséptico y limitado se fuera más auténtico. Y después ya viene la cuestión de los retratos: de intentar capturar en un retrato, o en un par de páginas, o en un puñado de frases qué es un autor como Antón P. Chéjov que escribió más de 4000 páginas. Imposible. Más fácil, sí, “peregrinar” a Melíjovo, decidir lo que es el cuento futuro, imitarlo. O casi.
Y luego ya sí los tópicos: perrito, psicología, alma, filosofía, detalles, silencio, etc.
El cuento. La literatura.