Cosistas
Las personas que buscan los objetos señalados por algo especial persiguen su singularidad y la historia, las circunstancias y los afectos que vienen adheridos a ellos, a modo de aura
Como escritor me he relacionado mucho, es natural, con otros escritores y artistas. La mayor parte de estos eran y son, en un sentido o en otro, cosistas, amantes de las cosas, nuevas y viejas. Aprecian sus cualidades, estudian sus características, las comparan con otras parecidas y valoran sus diferencias. Entrar ahora en la distinción que establece Remo Bodei, el filósofo italiano, entre cosa y objeto nos llevaría a disquisiciones sutiles. Él diferencia entre cosas, la mayoría, y objetos, aquellas pocas cosas señaladas por algo especial (historia, circunstancias, afectos), que las eleva del grado indiferenciado de cosas al superior de objetos. Estas dos estilográficas son idénticas, solo que una de ellas perteneció a un prócer de la literatura o con una de ellas se firmó el tratado de Versalles. La primera no ha abandonado su condición de cosa, en tanto que la segunda ha adquirido la condición de objeto, incluso de objeto muy valioso. Las personas que buscan esa clase de objetos singulares persiguen en cierto modo su singularidad y la historia, las circunstancias y los afectos que vienen adheridos a ellos, a modo de aura. Son objetos auráticos.Cuando en castellano decimos cosas nos estamos refiriendo en general a todas, las anodinas y sofisticadas, las despreciables y valiosas. Pero cuando decimos “cosas viejas” pensamos casi siempre en aquellas a las que Bodei llama objetos. Bien está. Yo voy a llamarlas aquí cosas, porque simplifico con ello y porque del término se deriva la palabra cosista. Los escritores y artistas a los que me refiero son cosistas. La primera persona a la que oí esta palabra fue la escritora Carmen Martín Gaite.
Las cosas viejas dicen mucho del pasado, pero principalmente de aquellos que las buscan y, de rebote, de todos los demás. Cuando alguien rescata un objeto determinado, y lo avalora, está haciendo un poco mejor el mundoMe había citado en la casa que había sido de sus padres y en la que aún vivía su hermana. Era una casa grande que tenía entrada por la calle de Alcalá y por la de Caballero de Gracia. Su padre había sido notario y todo allí lo confirmaba, muebles de la mayor prestancia, rotundas mesas de estilo remordimiento, sillones frailunos a la moda plateresca que se puso de moda durante el tercer centenario del Quijote, las lámparas déco, la amplitud de los aposentos… En su juventud aquel hombre debió de tener algunos pujos o de poeta o de escritor, como evidenciaba su biblioteca, no muy grande pero muy bien escogida con libros de los mejores escritores de su tiempo, algunos de ellos dedicados a él por sus autores.La razón de mi visita estaba relacionada con estos libros. Ante la imposibilidad de llevárselos todos a la casa familiar de El Boalo, un pueblo de la sierra pobre madrileña, adonde la antigua inquilina de la de Alcalá iba a mudarse, querían que me llevase algunos. Entre estos apareció La hora romántica, el mínimo, pequeñito, raro y maravilloso libro de Fernando Fortún, dedicado por este al padre de mis amigas.
La casa estaba llena de cosas. Las casas se llenan de cosas que al principio tienen una gran significación para quien las ha adquirido o para los que han convivido con ellas, pero que con el tiempo van perdiendo. Hasta quedar convertida en casi nada (así es como suelen llegar al Rastro muchas de ellas). El desorden era grande, alfombras enrolladas, cuadros descolgados que habían dejado su impronta negruzca en la pared, papeles por el suelo con las suelas marcadas de los zapatos… Habían empezado a meter muchas de aquellas cosas en cajas de cartón (“¿No te apetecerá llevarte también el Espasa?”). En ese momento mi amiga me vio con un pequeño abrecartas en la mano. Lo había tomado de la mesa de despacho de su padre para examinarlo de cerca. Era de pequeño formato (13,8 cm de largo, para ser exactos: lo tengo delante) y de metal. El mango (4,8 cm) lo forma un atlante, cuyo torso desnudo nace de dos hojas de acanto de las que sale la hoja. El coloso soporta sobre sus hombros y espalda una pulida bola, a modo de mundo. La bola está hecha de venturina, una piedra semipreciosa de color tostado y con un millón de motas que parecen de oro. Al verme con aquel objeto en la mano, mi amiga dijo: “Eres cosista. Quédatelo”. No era ni siquiera una invitación, parecía una orden o la bienvenida a un club secreto. Ella también lo era, desde luego. No había más que ver su casa, en la calle del doctor Esquerdo, llena de objetos antiguos, heredados o adquiridos por ella en rastros, almonedas y mercadillos de medio mundo, incluidas algunas de las prendas que gustaba ponerse (sombreros, abrigos, fulares). Y me dijo también: “Recuerdo haber visto este abrecartas desde niña en la mesa de mi padre”.
Ahora el abrecartas está ligado a la vida de mis hijos. Durante años la bolita de venturina se desprendió y jugaban con ella, fascinados por los átomos de oro que la componen. Iba de habitación en habitación con una velocidad prodigiosa de estrella fugaz. No sé cómo no se perdió en alguna de aquellas locas carreras. Anduvo rodando unos cuantos años, los que duró su infancia, y finalmente volví a pegarla al abrecartas con una resina indestructible y ahora está en mi escritorio. Tiene una significación especial que únicamente conozco yo, suma de todos los afectos que viven en él, el de su primer dueño, el de sus hijas, el de los míos y el mío propio.
Si un día ese objeto llegara a un desconocido —por ejemplo, en el Rastro—, esa persona no podría llegar a conocer los detalles exactos, pero de una u otra forma advertiría, más o menos confusamente, todo lo que acabo de contar, toda esa cadena sentimental que se añadiría al valor del objeto como testimonio de una época, un estilo ornamental, un gusto…
Cada cosa vieja viene con su historia para restablecer verdades a menudo ocultas y más significativas que otras con las que se nos trata de engañar. No hay más que prestarles la atención debida y saber escuchar lo que dicenLas cosas viejas dicen mucho del pasado, pero principalmente de aquellos que las buscan y, de rebote, de todos los demás. Cuando alguien rescata de un montón de cosas viejas un objeto determinado, y lo avalora, está haciendo un poco mejor el mundo, tanto si se trata de una pintura del Greco, como sucedía a finales del siglo XIX, o de un modesto abrecartas. Y todas esas cosas llegan a nosotros diciendo algo del presente que el presente no siempre acierta a decir de sí mismo. Cuando encontré A sangre y fuego de Chaves Nogales —uno de los miles de libros viejos de autores desconocidos, olvidados o menospreciados que han pasado por mis manos; y en este caso no lo encontré yo, sino que lo puso en ellas mi amigo Abelardo Linares—, el libro venía con su propia versión del pasado, la guerra civil española, pero principalmente con las razones por las cuales nosotros no habíamos comprendido aún cabalmente lo sucedido en aquella guerra, contado hasta entonces de una manera mendaz por unos y por otros, incluso por gentes de toda solvencia intelectual y probidad, como Antonio Machado. En aquella guerra no habían intentado destruirse una a otra dos Españas, que también, sino que aquellas dos Españas habían acabado con la que acaso era la única que hubiera merecido sobrevivir, esa tercera España a la que perteneció el propio Chaves, condenado desde entonces por aquellas dos al olvido, por haber denunciado los dos totalitarismos en liza.Cada cosa vieja viene también con su historia para restablecer verdades a menudo ocultas y más significativas que otras con las que se nos trata de engañar. No hay más que prestarles la atención debida y tener con ellas la paciencia y el respeto necesarios, y saber escuchar lo que dicen. Y una vez oída su historia, contarla a todos. Pocas alegrías intelectuales mayores ha recibido uno que la de devolver a la rueda de la vida y a la literatura española aquel libro del escritor sevillano y con él, a rebufo, todos los de su autor. No sé cuál será el destino final del abrecartas ni adónde irá a parar, si se perderá o salvará con el tiempo. En todo caso si he contado aquí su historia es porque este de contar es un deber extremoso, y algo de su futuro puede que quede salvaguardado aquí.