Cristina García Rodero: «Sigo teniendo alma de pintora»
—Tus estudios de Bellas Artes y de pintura, ¿qué influencia han tenido a la hora de dedicarte a la fotografía?
—Tuve siempre inquietudes artísticas desde pequeña y mi primera pasión fue el baile. Frente a la casa de mi abuela en Puertollano había una escuela de baile español y luego mis padres me llevaban a ver a Pilar López, a Antonio y a Rafael de Córdoba en aquellos Festivales de España. Me quedaba extasiada viendo bailar y tocar las castañuelas. Amaba la danza. También desde pequeña me gustó dibujar y me decían que no lo hacía mal. Pero sobre todo tuve la suerte de que mi primer profesor de pintura en Bellas Artes fuera Antonio López. Aunque ya no me dedique a ello, sigo teniendo alma de pintora.
—¿Cómo recuerdas esa época?
—Yo no sabía por dónde empezar, tenía 17 años y no había cogido un pincel en mi vida, tan solo el del Búfalo, para pintarme los zapatos de blanco. Antonio López me enseñó dos cosas: a distribuir los colores en la paleta, y así los he mantenido siempre hasta que dejé de pintar, y sobre todo a sentir lo que estaba haciendo, a emocionarme con lo que tenía entre manos. Fue un gran maestro, de una honestidad que nunca olvidaré.
—La mirada fotográfica exige un aprendizaje, es algo que se adiestra con el trabajo. ¿Crees que también se puede enseñar a mirar?
—Se puede enseñar la técnica, pero no la sensibilidad con la que se nace. Hay algo que te llama la atención y lo miras, te interpela a ti solamente porque vas con la voluntad de búsqueda, de querer ver con emoción, con sentimiento.
“Antonio López me enseñó a distribuir los colores en la paleta y sobre todo a sentir lo que estaba haciendo, a emocionarme con lo que tenía entre manos. Fue un gran maestro, de una honestidad que nunca olvidaré”—Háblame de tus primeras fotos.
—Yo era muy niña y le quitaba a mi padre una cámara muy sencilla que él tenía porque me parecía mágico lo que era capaz de hacer aquel aparato, dar una imagen real que no se moría nunca, que no se extinguía, que te hacía recordar y soñar y sobre todo que estaba asociada a momentos felices y a personas queridas, la familia, los amigos, los hermanos. Me asombraba que aquellas imágenes salieran de una caja tan pequeñita, que se plasmaran y que se quedaran quietas, que se pudieran conservar toda la vida, mientras iban creciendo los demás; cómo iba pasando el tiempo, sin que se desgastaran, al contrario que otros objetos más efímeros. Yo quería ser capaz de decidir por mí misma, poder elegir el momento de captar esos buenos momentos.
—¿Te fijabas ya en algunos fotógrafos?
—Mis hermanas mayores compraban revistas de moda francesas que traían hermosas fotografías, muy creativas, sobre todo las que ilustraban temas literarios al margen de la pose. Se llamaban 20 ans y Salut les copains. Había cosas de Jeanloup Sieff, Sarah Moon, David Bailey, tan bellas que yo quería hacer todo aquello. Con 1.500 pesetas que me tocaron en una rifa me compré mi primera cámara en Ceuta en un viaje de estudios y a partir de ahí empecé a tomarme las cosas mucho más en serio, con pretensiones de hacerlo lo mejor posible, aunque fuera fotografiando a mis hermanas.
—¿Qué impresión te producían las primeras copias que revelabas en el cuarto oscuro?
—Si hay algo que te llena de alegría es el milagro rápido de ver aparecer la imagen, un misterio que va creciendo y te deja con la boca abierta, sin parpadear, solo pendiente de lo que allí está saliendo. Ver nacer, crecer la imagen, a partir de algo blanco y en pocos segundos. Con esa luz a oscuras, en silencio o con algo de música que te ayudaba a disfrutar más de lo que estabas haciendo. Era la culminación de lo que habías hecho con la cámara.
—En 1973 conseguiste una beca para estudiar en Florencia, ¿qué te aportó aquella estancia en Italia?
—Allí compré mis primeros libros de fotos, en España aún no se editaba nada. Me gustó mucho la obra de Mimmo Jodice y su vida napolitana, y también las fiestas de Ferdinando Scianna. Italia me sirvió de mucho, yo salía a la calle y fotografiaba lo que me interesaba, sobre todo gente, todo lo que un individuo me transmitía: a veces era la belleza, a veces la ternura, a veces la ingenuidad, la fragilidad, la vejez de un cuerpo castigado por el trabajo, eso que tanto se refleja en el rostro de las personas. Con lo tímida que yo era, me acercaba a alguien que me llamaba la atención y le decía: “Me gusta usted, ¿le puedo hacer fotos?”. Pero echaba de menos España y esa añoranza fue el germen de mi trabajo sobre ritos y fiestas populares, lo que más tarde sería España oculta.
—Casi todos los fotógrafos tenemos una foto “motriz” de un autor concreto que nos impulsa a emularlo, ¿cuál fue la tuya?
—Recuerdo una foto de Irving Penn de una familia gitana en Grecia en la revista Life, que me enseñó un compañero. Me quedé atónita con aquella imagen. Era la primera vez que veía un reportaje posado, bien iluminado, de una gran belleza, unas viejas con unas cabras iluminadas con luz lateral y fuerte, llenas de espiritualidad.
—¿Qué fotógrafos te han influido más?
—Sin duda fueron Diane Arbus y Richard Avedon los que más me impresionaron.
—Muy diferentes entre sí…
—Es verdad. Si Penn mostraba una faceta bella y expresiva, Avedon era la profundidad, la elegante sabiduría y también la crueldad con que retrataba a las personas, sacando tanto la belleza como la fealdad, la verdad de las cosas. Arbus era más intimista, Avedon más distante. Arbus se metía en las personas buscando su lado oscuro. Es curioso que los que más me influyeron fueron retratistas y grandes figuras del reportaje.
—¿Qué grado de implicación y distancia necesitas cuando trabajas, sobre todo en el reportaje?
—Depende sobre todo del tema y del país. En general soy muy pudorosa con la intimidad de la gente. En temas religiosos necesito guardar una respetuosa distancia. Por ejemplo, el espiritismo o el vudú, presentes en mi obra, son difíciles de entender para mí. Para poder trabajar a gusto necesitas una cierta frialdad, independencia y libertad para contar las cosas desde tu punto de vista, como observador con capacidad crítica.
“Los de mi generación fuimos testigos de una España que se acababa, con cambios vertiginosos en las costumbres del mundo rural. Sentí la necesidad de conocer y documentar rituales y tradiciones porque algún día iban a desaparecer”—¿Te queda algo por descubrir de tu “España oculta”?
—Para mí está terminada esa España en mi trabajo. Los de mi generación fuimos testigos de una España que se acababa, con cambios vertiginosos en las costumbres de un mundo rural mantenidas durante siglos. Desde la primera fiesta que fotografié en Almonacid del Marquesado sentí la necesidad de conocer y documentar rituales y tradiciones porque algún día iban a desaparecer. Todo se ha transformado mucho y además, cuando vuelvo a esos lugares, mis ojos no van tan vírgenes. Quiero seguir descubriendo, aunque a veces no sepas muy bien lo que buscas. Me guío mucho por la intuición a la hora de elegir mis viajes, una sola imagen me basta para decidir viajar a un sitio, más que estudiar o documentarme.
—Pero lo que te mueve, según has dicho en varias ocasiones, es el conocimiento.
—Sí, es el deseo de empaparme de cosas que a mí me interesan, por necesidad de crear algo y descubrirme a mí misma. A lo mejor son temas que tú amas o a los que les tienes miedo, o que no te atreves con ellos, como puede ser el tema de la muerte. También me asustan los toros, pero en España significan algo muy importante, entonces me digo, tienes que enfrentarte a esto. Me asusta la muerte, me asusta el dolor, me asustan la enfermedad y la violencia, pero te metes en sitios de violencia porque quieres entenderla u odiarla aún más. Es algo que te atrae, como el vértigo. Y es la cámara la que te da fuerzas para meterte en esos lugares, y también la soledad, que si no te acobarda, es lo más estimulante.
—Háblame de tu experiencia en la agencia Magnum.
—Nunca me imaginé estar en Magnum porque no soy fotoperiodista, pero fue David Alan Harvey, un miembro de la agencia con el que coincidí dando clases, quien me aconsejó que me presentara porque sería bueno para mí. Decidí presentarme y pasé. Y lo hice por tres razones fundamentales: la primera, por estar rodeada de sabios. Es lo mismo que me ha ocurrido con la Academia, poder hablar con gente vocacional, magníficos en su trabajo, con los que compartir conocimientos, conversar de fotografía y ver sus obras, eso es un gran aliciente. En segundo lugar, por quitarme de encima a todas aquellas personas que no respetan los derechos de autor, que en España son la mayoría. Y el pirateo y los abusos. En Magnum esto lo llevan a rajatabla, a veces me llaman para preguntarme si he dado permiso para publicar tal o cual foto que han visto en algún sitio. Y en tercer lugar porque me preocupaba el destino de mi obra cuando yo no esté. En España no existe ningún centro nacional de fotografía, ha habido intentos pero no han cuajado. Ahora dispongo de la Academia, donde puede quedar mi legado. Pero hasta ahora no sé qué habría ocurrido si a mí me pasaba algo, a mi familia la habría puesto en un aprieto porque es mucho el material que tengo y para ellos sería un sufrimiento. Se trataba de conseguir que mi archivo estuviera vivo y esto me lo proporciona Magnum, ellos mueven mi trabajo. Muchos de sus miembros han muerto, pero se siguen editando sus libros y haciendo exposiciones.
—¿Cómo ha afectado a tu trabajo la tecnología digital?
—Hace ya dos años que no trabajo en blanco y negro en analógico. Creo que no podemos estar ciegos a las conquistas que se hacen para bien en algunos aspectos, para mal en otros. La comodidad y ligereza que consigue la fotografía digital a la hora de viajar es asombrosa, puedes trabajar en unas condiciones de luz que antes eran impensables. Ahora bien, la calidad y la riqueza de matices que te dan las sales de plata no te lo da lo digital. Pero esa diferencia quedará para los obsesos de la calidad y el refinamiento.
—¿Crees que la sobreabundancia de imágenes a través de internet y de los teléfonos móviles puede banalizar su importancia?
—La cámara ha llegado a tantas personas que todo el mundo tiene derecho a jugar a ser fotógrafo, a hacer sus imágenes. Noto que hay una compulsión por estar presente, por ser importante. Y ahora no es en el papel donde reside la importancia, sino que a través de las redes, estás en el universo. Todo depende de las pretensiones de cada persona, si solo se trata de guardar recuerdos o de querer conseguir un estilo propio. Para esto último debes tener la inquietud del artista, querer que tu obra trascienda y se enriquezca con una investigación constante.