Cuando Dios habla de erotismo
Entre el asombro y la perplejidad ha transcurrido la recepción del Cantar de los Cantares. No hay libro del Antiguo Testamento que haya recibido más interpretaciones
Cómo reaccionaríamos si se nos presenta como “palabra de Dios”, con todas las implicaciones que esa inspiración divina conlleva, un texto encendidamente erótico, una colección de poemas de amor sin la menor referencia religiosa o moral cuyos protagonistas no escatiman besos apasionados, alusiones más que implícitas al acto sexual y descripciones del cuerpo amado transidas de sensualidad y deseo?Entre el asombro y la perplejidad ha transcurrido la historia de la recepción del Cantar de los Cantares. Y no es cosa menor, porque, una vez incluido en el canon sagrado, la naturaleza divinamente revelada de este libro deja sentir sus consecuencias tanto en la concepción del Dios judeocristiano, como en lo que, con un lenguaje poético, Dios mismo está expresando sobre la condición humana, sobre lo que el deseo tiene ya de deseo de eternidad, y sobre la capacidad de dicho deseo para convertirse en santo vehículo por el que Dios mismo da a entender la intensidad con que también él busca al ser humano deseante.
La temática de estos versos en que amado y amada se buscan, se pierden, se vuelven a encontrar, se recuerdan o sufren con la ausencia, encuentra paralelismo con textos egipcios, asirios y sirios sin que haya podido justificarse ningún tipo de dependencia. Como la tradición señala que Salomón había compuesto versos (1R 4,12), se le atribuyó este cántico por antonomasia, como se hizo también con los Proverbios, el Eclesiastés y la Sabiduría.
Desde la agria discusión del sínodo judío de Jamnia, a finales del siglo I, sobre la santidad y canonicidad de estos poemas, a la lectura de los mismos en la Pascua (s. VIII), convirtiéndose así en uno de los cinco Meguil-lot o rollos que se leían en las grandes fiestas, no hay libro del Antiguo Testamento que haya recibido más interpretaciones.
Este Cantar por excelencia (esa sería una más adecuada traducción de su título original) ha sido objeto de las más variadas lecturas. Sin embargo, los más recientes estudios reconocen que no es un libro que hable, en principio, de Dios. La interpretación literal del mismo es mayoritariamente aceptada por la exégesis bíblica actual. No existe ningún indicio de su interpretación alegórica antes de nuestra era. Los escritos de Qumrán no descubren ningún vestigio. El Nuevo Testamento tampoco aporta ningún indicio, y sabemos que los judíos del s. I leían el Cantar en las fiestas profanas de matrimonio y siguieron haciéndolo pese a la prohibición de Rabí Akiva, quien, a pesar de su carácter sensual, no duda en calificar este libro como el más santo de todos los que forman el canon revelado.
Sin embargo, es importante conocer las distintas interpretaciones de que ha sido objeto. La principal de ellas es la alegórica, que lee en los versos amorosos una metáfora de valores espirituales: desde una historia de la alianza entre Yahvé e Israel —interpretación del Targum—, a la relación de la Iglesia o del alma con Dios —época patrística.
No ha faltado una interpretación basada en su origen mítico-cultual según la cual nuestro libro recrea un drama en el que una pareja hacía las veces del dios Tammuz (el cananeo Baal) y la diosa Istar (la cananea Anat). Acompañados por coros, estos versos rememorarían la muerte del dios y su descenso al mundo subterráneo, el descenso de la diosa en su busca, su liberación y final vuelta al mundo. Los ritos concluían con el matrimonio y la unión sexual de los actores. Su finalidad sería religiosa: recrear el ritmo de muerte y vida de la naturaleza asegurando así la fertilidad del suelo y de los hombres.
Sin dejar de mencionar la interpretación nupcial de Teodoro de Mopsuestia en la escuela exegética de Antioquía, hemos de concluir, con la exégesis contemporánea, que el Cantar es un himno del amor humano sin más, aunque, y ahí su grandeza, su forma poética lo deja abierto a una trasposición teológica.
El Cantar no es un libro que hable, en principio, de Dios. La interpretación literal del mismo es mayoritariamente aceptada por la exégesis bíblica actual. No existe ningún indicio de su interpretación alegórica antes de nuestra eraPor esta apertura se han adentrado otros poetas para trasladar sus símbolos a la poesía de otros tiempos. Si Dios habla de erotismo bendiciendo el amor humano en todas sus dimensiones —debió de pensar Juan de Yepes—, ¿por qué no emplear su mismo lenguaje para decir el deseo, búsqueda y unión de la propia alma con su Amado? La poesía que el Cántico espiritual sanjuanista ha bebido en el Cantar de los Cantares deja abierta la puerta a que, sin hacer violencia a la genuina experiencia mística del poeta carmelita, también otros lectores de otros tiempos reconozcan, en una lectura de vuelta, la sacralidad del deseo y del cuerpo humanos.Que el género poético sea el elegido es ya significativo. Desde la contemplación de los atributos de Dios, su misericordia, su omnipotencia, la belleza de sus obras (Sal. 104: ebrio canto a la creación), hasta la expresión de los gemidos de quien, afligido por males físicos o morales, se vuelve a Dios para implorar su auxilio (Job), pasando por los pasajes de más intensa denuncia social de los profetas, muchos de los versículos capitales del Antiguo Testamento han sido redactados en estilo poético. Una experiencia como la amorosa, por tanto, no podía quedar fuera de este género.
Amor, belleza y cosmos quedan articulados gracias a los recursos que la poesía brinda. Las descripciones del cuerpo femenino (c.4) y masculino (c.5) se convierten en alfabeto del gozo de vivir. Flores, gacelas, vino, miel, leche, rebaños, huertos y fuentes se ponen al servicio de la exaltación de la unión de cuantos amantes se han querido en este mundo. En la universalidad de la experiencia amorosa estriba parte de la trascendencia de un texto que, por el solo hecho de ser leído en solemnidades religiosas, está consagrando, sin más argumento teológico, la unión y el goce.
Y aunque el despliegue estilístico no es ambicioso —la exégesis actual no duda en reconocer el origen popular de estos cantos—, es posible identificar sonoros estribillos, paralelismos, piropos, tonos irónicos e imágenes cándidamente bucólicas.
Sin embargo, hasta el romanticismo (Lowth, J.D. Michaelis, Herder) pocos apreciaron las cualidades líricas del Cantar. La excepción fue Fray Luis de León, quien, pese a señalar que la forma de hablar del Cantar “desagrada” al uso de su tiempo, no es sincero: a él sí le agradaba, y mucho. Y, así, refiriéndose al estilo apasionado, menciona la “extrañeza de bellísimas comparaciones”, para concluir que “poesía no es sino una comunicación del aliento celestial y divino; y así en los profetas casi todos, así los que fueron movidos verdaderamente por Dios, como los que incitados por otras causas sobrehumanas hablaron, el mismo espíritu los despertaba”.
Y es que la fuerza del legado poético del Cantar estriba ya en su misma presencia en la Biblia.
Si Dios emplea un lenguaje erótico, la poesía erótica es un vehículo bendecido por la misma revelación. Si Dios habla a través de la sensualidad y la belleza sin ambages del cuerpo y del deseo, hay en la sexualidad algo de Dios. El amor, en su expresión más poéticamente corporal, puede convertirse en paradigma del encuentro con Dios, que es amor (1Jn 4, 8). La poesía hace posible que el amor humano en su realidad carnal y deseante sostenga una estructura simbólica y una alegoría que abren la veda a todo lenguaje para decir lo más sagrado.
Porque, si existe amor, existe Dios; y, si es silenciado el amor, Dios queda silenciado. No otra cosa entendió San Juan de la Cruz. Parece que el mismo Orígenes lo profetizara cuando declaró dichoso a quien comprende el Cantar de los Cantares.