De héroes literarios a figuras de papel
La domesticación progresiva de la fiesta ha tenido su reflejo en la narrativa de tema taurino, que escribió sus mejores páginas entre el final del siglo XIX y las primeras décadas del XX
En el pasado, desde mediados del siglo XVIII, a un joven español sin recursos y con ambiciones, solo el mundo de los toros ofrecía posibilidades para burlar el amargo destino que le aguardaba. Pero triunfar como torero era difícil, se necesitaban cualidades excepcionales y un duro aprendizaje, repleto de rivalidades y con la sombra de la muerte siempre en acecho. Mas, si la suerte ayudaba y se alcanzaba la fama, nada podía compararse con la gloria popular de un lidiador consagrado. A los logros materiales, se añadía la admiración de un pueblo que convirtió al diestro triunfador en su héroe, como si solo él fuera capaz de realizar el sueño que cada español llevaba dentro.En un país con una arraigada cultura rural y ensimismado en sus tradiciones, las corridas de toros fueron el espectáculo más apreciado y omnipresente. Aunque las plazas estuvieran divididas en tendidos de sombra y de sol, en ella proyectaban gustos y aficiones, con igual pasión el público trabajador y plebeyo, la burguesía urbana o la nobleza más castiza. Pero el único que podía transitar entre estamentos sociales tan herméticos, venerado por unos y otros, era el torero. Su juego mortal consiguió enervar a un pueblo decaído, necesitado de fuertes emociones para entusiasmarse.
En sus inicios, el espectáculo, junto a un ceremonial cortesano, también arrastró un trasfondo violento, herencia del simulacro bélico que fue en su origen, pero los lidiadores de a pie impusieron otras suertes, ritos y valores, adecuados para ser admitidos por una sensibilidad cada vez más urbana. En este proceso civilizatorio, de acomodación, estuvo la clave que permitió a la corrida prevalecer, a pesar de los intentos de ilustrados y regeneracionistas por abolirla.
Pero además de estos esfuerzos internos de domesticación, la fiesta de toros se mantuvo porque era un espectáculo cargado de liturgia, ritos y símbolos, y, sobre todo, porque el riesgo mortal, en juego, evocaba la imagen nostálgica de un mundo ancestral. Se añadían otros alicientes, como la codificación de las suertes, con unas reglas de torear que se atenían a una preceptiva tan estricta como la de un género literario. Así, el público pudo enjuiciar las faenas que se ejecutaban en los ruedos. El espectáculo no solo implicaba valor, exigía pericia y sensibilidad a la hora de realizar la lidia.
Se reunieron, pues, todos los elementos para que el diestro vencedor, en la compleja lid de una tarde de toros, fuese acogido como los antiguos héroes legendarios. En una sociedad tan necesitada de modelos, nadie pudo rivalizar con quien obtenía su fama, dominando a un animal que simbolizaba el instinto ciego de la naturaleza y transmitiendo una emoción artística que el aficionado podía percibir y valorar.
Desde el siglo XVIII, algunos escritores empezaron a captar el potencial literario que suponía convertir al torero en héroe-protagonista. Primero fueron biografías destinadas a satisfacer la curiosidad del aficionado. Después, los románticos extranjeros comprobaron cuánto se prestaba su andadura vital para encarnar la intriga de una novela. Y aún más si se contaban los avatares de su origen, su duro aprendizaje y su ámbito intimo y sentimental. Surgió de esta manera uno de los más ricos préstamos de la cultura española de los últimos siglos. Con la corrida como foco se creó una industria que alimentó las artes y las letras. Este dispositivo intelectual dignificó la fiesta y le dio una dimensión que la ayudó a sobrevivir cuando los regeneracionistas ponían en entredicho su existencia.
Las publicaciones taurinas crecieron: la prensa diaria se vio obligada a dedicarle a las corridas un espacio relevante y aparecieron centenares de gacetas y revistas volcadas en informar de las corridas y de sus pintorescos aledaños. Además, durante todo el siglo XIX se prodigó una abundante narrativa taurina: cientos y cientos de títulos —cuentos, relatos, novelas, biografías noveladas— difundieron una visión costumbrista, autocomplaciente y castiza de la tauromaquia. Se trataba de libros escritos desde dentro, en los que el apartado de ficción cedía el paso al testimonio documental, con predominio del escritor-aficionado espontáneo en literatura. Eran narraciones que constituían un muestrario de la vida de la torería: un subgénero florecido a la luz y sombra del espectáculo.
La fiesta se mantuvo porque era un espectáculo cargado de liturgia, ritos y símbolos, y, sobre todo, porque el riesgo mortal, en juego, evocaba la imagen nostálgica de un mundo ancestralPero este rico préstamo cultural provocó que la mitificación del torero alcanzara también a un tipo de literatura más exigente, tentando a novelistas que ejercían su labor lejos del canon costumbrista y castizo. Y así, hacia finales del XIX surgió una nueva literatura, abierta a lectores con espíritu más crítico. Estos escritores, partidarios del realismo y del naturalismo, encontraron en la difícil peregrinación del torero un correlato objetivo de la penosa brega que, para sobrevivir, debía recorrer la marginada juventud española.Esta valiosa serie de “grandes novelas del toreo” la inició Eduardo López Bago con Luis Martínez, el espada, publicada en 1886; y la continuaron Arturo Reyes, con Cartucherita, en 1897; Héctor Abreu con El espada, en 1900; Blasco Ibáñez con Sangre y arena —la que alcanzó justificadamente mayor difusión—, en 1908; López Pinillos Pármeno con Las águilas —aunque menos conocida que la novela de Blasco Ibáñez, su valor literario no es menor—, en 1911; Hoyos y Vinent con Oro, seda, sangre y sol, en 1914; el uruguayo Carlos Reyles con El embrujo de Sevilla, en 1922, y Alberto Insúa con La mujer, el torero y el toro, en 1926. Coincidieron, pues, por estos mismos años, grandes diestros en las plazas y, en las librerías, las novelas más logradas.
La mayor parte de los escritores antes citados tenían de las corridas una imagen negativa: las consideraban un síntoma del atraso social de España. Pero a pesar de este prejuicio ideológico, tras la lectura de sus obras se puede deducir que, no obstante, sucumbieron a la seducción literaria que encarnaba el torero como héroe. Supieron explicar y narrar las razones por las que el público se identificaba con las hazañas de su ídolo. Apasionarse por la faena de un torero era la única forma que el país ofrecía para compensar carencias y frustraciones. Pero a estos sueños e ideales también les aguardaba una cruel decepción: como en las tragedias clásicas, el héroe triunfador debía perecer. Y significativamente, se dio en casi todas estas novelas una sorprendente mímesis argumental: una vez entronizado, la intriga siempre exigía la caída del héroe. Tales paralelismos entre autores tan diversos, hacen pensar que se buscaba algún efecto social y catártico. Como si un aciago final debiera servir para castigar a quienes se habían atrevido a desafiar su humilde destino. En el toreo real eso mismo había sucedido con Pepe-Hillo, con Joselito, y con tantos otros que buscando escapar del hambre y la miseria rozaron el cielo, pero solo fugazmente.
Tras esta época plateada de la novela taurina, se darán nuevas pinceladas narrativas con algunos buenos títulos de Gómez de la Serna, Camilo José Cela, Fernando Quiñones, Ángel María de Lera, Elena Quiroga y Ramón Solís. Pero en estas obras el torero ya no ofrecerá la fascinación anterior. Incluso son novelistas que acuden más bien para narrar la degradación. El héroe parece haber desertado, porque, poco a poco, la fiesta ha padecido nuevas domesticaciones, su adaptación a las nuevas sensibilidades se ha hecho disminuyendo el riesgo y los diestros han buscado formas más efectistas de entusiasmar a los espectadores. El torero, convertido en figura, aprenderá que, para triunfar, ante los nuevos públicos, vale más exhibir sus amores en papeles llenos de color que la honda calidad de una faena en el ruedo.