Deseo, voluntad y azar
La obra narrativa de Javier Marías se caracteriza por una serie de constantes temáticas y formales que permiten definir sus novelas como variaciones sucesivas de un empeño mayor
En cada historia de Javier Marías hay señas de identidad inconfundibles, lo familiar engarzado en lo nuevo. La innovación del estilo salta a la vista, como por ejemplo esos ardides gramaticales y sintácticos que impulsan los desvíos de una prosa que suele transitar al margen de lo consabido. Puede ser una frase recurrente o la misma imagen que aflora en situaciones dispares, a veces la elección del presente de indicativo para desplegar hipótesis en lugar de evidencias. La tesitura lingüística en simbiosis con un estado de alarma, una indagación temeraria, un empeño sembrado de riesgos que desembocan en la visión ensimismada, linfa de digresiones y ataduras arbitrarias. Retrocedamos un cuarto de siglo, a 1989. Ese año aparece Todas las almas, la novela que ajusta el desarme de la intriga al desasosiego del protagonista. La superstición del narrador que rastrea y almacena cuanto atraviesa casualmente su horizonte no rebasa el territorio inglés. El enredo perturbado se desvanece al pisar de nuevo Madrid. Lo prueba el hecho de que al poco tiempo el personaje se enamora, se casa y tiene un hijo, aunque el recuerdo de Oxford sigue siendo todo menos consecuencial, actualiza un pensamiento que “unifica y asocia y establece demasiados vínculos”.Esta declaración quizá pase desapercibida en la ristra de episodios divertidos o inquietantes de Todas las almas, pero es la clave de cómo se refiere una vivencia anómala. Entre las figuras reales y ficticias de las que da cuenta el narrador, cabe preguntarse por ejemplo qué comparten el anciano profesor Toby Rylands, el amigo enfermo Cromer-Blake, la amante a plazo Clare Bayes junto con su niño, su anciano padre y la madre adúltera y suicida, los mendigos belicosos de la calle y hasta un retrato, el que Rembrandt le hizo a Saskia, su mujer, que no llegó a cumplir los treinta años. En palabras del protagonista, el nexo entre todos ellos es “la sensación de descenso, la sensación de carga, la sensación de vértigo, de caída y gravidez y peso, de falsa gordura y abatimiento”. Parecido al enigma, en cuyo enunciado las metáforas expresan lo indecible, este argumento apunta al arcano por excelencia, la muerte al acecho, que aquí tiene una concreción visual y táctil en la verticalidad simbólica del derrumbe. Quedan fuera de la lista dos personajes —uno muerto y uno vivo— que fundan el enlace espectral de la compañía. Son John Gawsworth y el propio narrador, quien da casualmente con un libro del escritor inglés que fue tan famoso de joven y sin embargo acabó como un pordiosero, borracho y solo. A partir de unas pocas coincidencias consigo mismo, el narrador se asusta tanto que teme correr una suerte idéntica.
Las novelas de Javier Marías están hiladas sobre alguna pasión de individuos que desconocen sus propios pasos y urden historias llenas de interrogantes que abandonan en el momento crucial, dejando sueltos cabos de gran envergaduraQueda así establecido el molde de las novelas que Javier Marías escribe después, hiladas sobre alguna pasión de individuos que desconocen sus propios pasos y urden historias llenas de interrogantes que abandonan en el momento crucial, dejando sueltos cabos de gran envergadura. El final abierto suspende el juicio y desafía la ética sin doctrinas de la cotidianidad. Ningún personaje de Javier Marías, por extravagante que parezca, deja de ser un testigo de su tiempo, un ciudadano que posee derechos y contrae deberes pactando su libertad con el poder del Estado. Si el régimen es la dictadura franquista, no cuesta mucho distinguir las víctimas de los opresores y sus acólitos. Pero es sobre todo en ausencia de tiranías cuando puede uno sustentar la normalidad del mal, interiorizando prácticas perversas de dominio y sujeción. Por apatía o indiferencia, cualquiera puede ser un agente irreflexivo del poder que se otorga desde abajo en defensa propia. Es la aquiescencia pasiva y masiva el engrudo del sistema, la aceptación de un rol funcional por limitado, de espaldas a la propagación de crímenes sin castigo.
En Los dominios del lobo (1971), Travesía del horizonte (1972), El siglo (1983) y El hombre sentimental (1986), abundan las fechorías, pero el tema de la responsabilidad, la asunción de las consecuencias de una conducta lícita o delictiva, vertebra la narrativa de Javier Marías sobre todo a partir de Corazón tan blanco (1992), a cuyo protagonista le asalta un “presentimiento de desastre” el día de su matrimonio, siendo eros y tánatos fatalmente aliados. Sólo un año después el personaje sabrá que el miedo late en su genealogía, ya que del padre uxoricida podría heredar la inclinación a continuar la tragedia familiar que hizo posible su llegada al mundo. Pero la crueldad que anida en lo más hondo de la naturaleza humana no implica aquí justicia ni catarsis, más bien da pie a una impunidad consentida que arrojará frutos cada vez más tóxicos en las novelas sucesivas. Es afrontando el misterio del mal donde el estilo de Javier Marías consigue resultados admirables sin caer en dualismos simplistas. Al igual que en los acertijos, el narrador de Corazón tan blanco prepara la agnición ominosa con imágenes predictivas como la almohada, la brasa del cigarrillo que quema la sábana, el susurro en la oreja, la mano en el hombro o el canturreo de las mujeres. Elementos heterogéneos que participan de un mismo fin, siendo los tropos solidarios de la verdad aciaga que un discurso recalcitrante guarda sin éxito. Tal vez porque esa verdad, una vez dicha, en lugar de la reparación aporte otra desgracia. Las palabras pesan, inducen a la acción de desenlaces imprevisibles, es otra constante de la narrativa de Javier Marías donde no falta nunca el humor, pero como alivio o tregua entre un revés y otro, los que traen amores, engaños y violencias en tiempo de paz como en tiempo de guerra. Sólo varían el grado y el número.
Es lo que pasa también en Mañana en la batalla piensa en mí (1994), Tu rostro mañana (2002, 2004 y 2007), Los enamoramientos (2011) y Así empieza lo malo (2014), novelas donde se intensifica el uso de fragmentos de textos literarios célebres, que irradian nuevos significados a partir de una interpretación subjetiva. Dado que para Javier Marías todo saber es precario y cuestionable, vale más una vivencia fértil que el legado monumental. El arte —la literatura, la pintura, la foto, el cine, la música— como mina de experiencias aprovechables según el caso y las intenciones, hibridando géneros y categorías. Huelga subrayar el lugar destacado que tienen las citas de Shakespeare, el autor predilecto al que rinde homenaje hasta en los títulos de sus obras, junto con las citas de otros grandes como Cervantes, Sir Thomas Browne, Marlowe, Lope de Vega, Dumas, Balzac, T.S. Eliot o Rilke. Atañen a la vulnerabilidad de la criatura humana en perpetua tensión entre deseo, voluntad y azar. Si hay escape es momentáneo. Sobreviene pronto la anarquía interior, la conciencia desgarrada de quien no conoce a fondo sus móviles y menos todavía los ajenos, con la excepción del fantasma de algún relato de Mala índole (2012), el ser que desde su nostálgico más allá lo sabe todo pero no puede nada. Si bien ardua y fugaz, la eficacia es un privilegio de los mortales.
Se deduce que la introspección trascendente de Javier Marías, el apego al otro lado o revés de las cosas, apuesta una y otra vez por esta vida, la única dada. Es una resistencia combativa ante la disolución, como muestra Negra espalda del tiempo (1998), su libro menos leído y más estremecedor y revolucionario, donde llega a decir: “Y qué si no hubiera nacido nunca nadie. Tampoco habría muerto nunca nadie y no estarían los cuentos que incesantemente se cuentan llenos de horrores y azares y agravios, y de salvaciones temporales y definitivas condenas”. Pero él ha nacido y su voz no calla.