Desolada luz
Aunque independiente de su literatura y con características expresivas propias, la obra fotográfica de Rulfo se alimenta del mismo impulso poético y de la sobriedad del estilo
“Juan Rulfo es el mejor fotógrafo
que he conocido en Latinoamérica”.
—Susan Sontag
Las investigaciones sobre su legado, de más de seis mil negativos, sus modestas declaraciones —“yo no soy fotógrafo”— y el empeño de los estudiosos en buscar relaciones de dependencia entre su literatura y su fotografía, han puesto de manifiesto que sus dos facetas se plasman en creaciones autónomas con características expresivas y comunicativas propias, aunque su desarrollo fuera simultáneo y ambas tuvieran en común el territorio mexicano y un fondo de recuerdos. En ningún caso sus textos son complemento literario de sus fotos ni sus fotos, ilustraciones de su literatura.
En las imágenes: Muro en ruinas. Arrieros en un camino. Paisaje del altiplano. Campesino de Cardonal, 1959. Mujer en la fuente de Tlahuitoltepec, Oaxaca, 1955. Portada norte del templo de Xochimilco, 1950. © HEREDEROS DE JUAN RULFO
Pero ambas actividades, la escritura y la fotografía, sí se alimentan del mismo impulso poético y de la sobriedad del estilo. Un mínimo de elementos gráficos le bastan para revelar la belleza de la luz del paisaje y sus gentes. Rulfo contaba con un sólido conocimiento técnico y una rica biblioteca fotográfica, y su talento visual eligió la austeridad del formato cuadrado de una cámara Rolleiflex 6×6, y el encuadre, centrado y directo, sin concesiones preciosistas ni artificios de composición. Capta lo que observa y reconoce como propio, y lo trata con sencillez y equilibrio clásicos. Se trata de una variante expresiva de un país que ya había sido mostrado en las fotografías de otros autores como su amigo Manuel Álvarez Bravo, Tina Modotti, Edward Weston o Graciela Iturbide. En las fotos de Rulfo, tomadas casi siempre en abierta luz cenital con fuertes claroscuros, se aprecia una incierta calma. Son espacios de una engañosa serenidad y sus habitantes se desenvuelven entre la resignación y una suerte de desamparo. En palabras de su paisano Carlos Fuentes, “no se trata de una naturaleza apacible. Representa un conflicto, el de un país que se crea y se sueña en la luz pero que vive en un llano de polvo seco, rocas ardientes y tumbas inquietas”.
Caminos desolados del campo, huellas del pasado indígena y español, ruinas arquitectónicas, muros y grietas, vegetación de magüeyes y cactus, desiertos, pedregales, miradas perdidas de campesinos bajo un sol justiciero.
No busca la cámara de Rulfo instantes decisivos al estilo Cartier-Bresson, al que conoció y admiró, sino un tiempo mucho más detenido. Por eso sus fotografías tienen algo de inmutable, de rara eternidad.