Documentos públicos, cajones secretos
Italo Calvino, Vladimir Nabokov, Stefan Zweig y Joseph Roth o Ingebor Bachmann y Paul Celan: los grandes escritores lo son también en sus epistolarios
Italo Calvino a Elsa de’ Giorgi: “Quiero escribir de nuestro amor, quiero amarte escribiendo, tomarte escribiendo”. La destinataria de la carta le llevaba nueve años a Calvino, su amante entre 1955 y 1958. Actriz famosa en tiempos de Mussolini, también fue escritora y contó con los servicios editoriales de Calvino, que en sus momentos libres se confesaba con ella: “Estamos drogados. No puedo vivir fuera del círculo mágico de nuestro amor”. La actriz se convirtió a ojos de su enamorado en modelo de inteligencia perceptiva: un retrato suyo del joven Pier Paolo Pasolini demostraba su conocimiento excepcional de la personalidad humana. Más tarde ella aparecería en dos películas de Pasolini, La ricotta y Salò o los 120 días de Sodoma.Los escritores anhelan el impulso de escribir. Siente Calvino, y se lo escribe a su amada, “deseo de estar entre tus brazos, una temporada en la que sólo existierais para mí tú y papel en blanco y ganas de escribir cosas límpidas y felices”. Hay escritores que usan como espejo la página escrita: “Querida mía, debo descubrirme a ti, asombrarte, necesito que me admires como yo te admiro continuamente”, se exalta Italo ante Elsa, y comenta sus lecturas, o una cena con “la más formidable cabeza de filósofo” de la época, Lukács, en el mismo restaurante en el que estuvo “con la más fascinante de las mujeres”. Calvino reflexiona en sus cartas sobre política, la bomba atómica, la bella ética amorosa de su enamorada: “Es terrible como la guerra la felicidad que me das”. Y luego llegó la ruptura y la guerra genuina y, un día, a principio de los sesenta, Calvino presenta un libro y Elsa de’ Giorgi reparte entre el público copias de las cartas que le había mandado su amante hacía cuatro o cinco años. Cartas que ella vendió en los años noventa, y en 2004 un diario milanés publicó una selección.
La muerte vacía los cajones de los difuntos, y los escritores quedan, llegado ese momento, en un desamparo especial, ofrecidos no sólo a la curiosidad, sino a la codicia y la admiración ajenas. Supongamos que la literatura es patrimonio de la humanidad y que un literato escribe siempre literatura, aun cuando redacta una carta. ¿Justifica esto que al literato se le expropie su intimidad una vez muerto? Hay una coartada para hacerlo, y la formuló un clásico de hace más de dos mil años: una carta es un regalo al destinatario, retrato de un alma, y en sus cartas es donde revela mejor su carácter un escritor. Sus cartas ofrecen una red ideal para atraparlo y estudiarlo como a un lepidóptero.
A principio de los años setenta del siglo XX, Vladimir Nabokov escribía las últimas cartas a su mujer, Véra Slonim, desde Taormina, donde había ido a cazar mariposas. Si Véra escribió muchas cartas a su marido durante el tiempo que duró su amor mutuo e infinito (más de cincuenta años), las destruyó, e incluso tachó palabra por palabra los saludos que añadía a las postales que mandaban a la madre de Vladimir. “No tienes voz, como todo lo que es bello”, exclamaba en una carta Nabokov, que línea a línea transfiguró a Véra en personaje de sus ficciones: ¡Mi cuento de hadas, amor mío, mi felicidad, luz, arco iris y asombro! Las cartas de Nabokov surgen de la misma máquina literaria que sus novelas. Nabokov siempre escribe en público, y sus cartas a Véra resuenan en Lolita y Ada o el ardor, como las que cruzó con el pontífice intelectual Edmund Wilson entre 1940 y 1958 lo hacen en Pnin y Pálido fuego.
Tanto las cartas a Véra como las dirigidas a Bunny (así llamaba Nabokov a su querido Wilson) comparten materiales: las impresiones americanas del ruso que viaja por las universidades dando conferencias o clases, por ejemplo. Muy amigo del ruso, Wilson lo presentó a editores e instituciones, ayudándole a establecerse en los Estados Unidos, pero su afinidad nacía de insalvables desacuerdos ideológicos y literarios. Los dos amigos discrepaban a propósito de Lenin, la versificación rusa, Dostoievski, Henry James, Faulkner, André Malraux, y el Doctor Zhivago, por citar cinco ejemplos de literatura mala, según Nabokov. Hasta el choque final e irreconciliable en 1965, fue el antagonismo de fondo lo que fortaleció el vínculo epistolar entre los dos talentos.
La gente que ha escrito cosas importantes ve realidades inesperadas, o ilumina con más intensidad y claridad algo ya conocido. ¿No es lógico que también se busque su luz en sus cartas, incluso en contra de su voluntad? Pero no creo que Joseph Roth, periodista internacional y autor de una novela tan grande como La marcha Radetzky, saludara con júbilo la difusión de su correspondencia con Stefan Zweig. Proscrito por judío en el área de influencia nazi, Zweig seguía en 1936 bien asentado en su exilio inglés, faro y sostén al que muchas veces se dirigió su amigo, el cada vez más desposeído Roth, uno de esos que ha vivido toda su vida en hoteles. Roth es el prototipo del escritor como paria, extraño siempre, judío en Austria, austriaco en Alemania, alemán en París, cada vez más irritado, más alcoholizado conforme el mundo se volvía peligroso. La correspondencia entre Zweig y Roth (trece años más joven que su amigo, que lo consideraba un talento superior al suyo) es el escenario de una diferencia radical.
La muerte vacía los cajones de los difuntos, y los escritores quedan, llegado ese momento, en un desamparo especial, ofrecidos no sólo a la curiosidad, sino a la codicia y la admiración ajenasMientras Zweig atribuía a su condición de judíos todos los pesares que pudieran sufrir en 1936, Roth protestaba: “No necesita decirme que soy un pobre y pequeño judío. Llevo treinta años siendo un pobre y pequeño judío, y siéndolo con orgullo”. Según Roth, indignado ante la indiferencia de los literatos, el mal desatado por Hitler amenazaba no sólo a los judíos, sino a toda la humanidad, y Zweig corría peligro de perder su crédito moral si persistía en su ceguera. La autoridad moral de Roth era tan profunda como su penuria económica. Roth no sólo pedía lucidez. Pedía contratos, contactos, dinero, perdón por pedir tanto y tan apremiantemente, dos cartas al día, sableando para sellos, resentido, achacándole al amigo los trenes de lujo, el caviar y la condescendencia.Ingeborg Bachmann y Paul Celan se cruzaron unas doscientas cartas y algunos poemas como cartas de amor desde que se encontraron en Viena en la primavera de 1948. En 1950 compartieron en París el desastre de vivir juntos. En 1957 volvieron a reunirse, ya casado Celan con la pintora Gisèle Lestrange, y el nuevo alejamiento fue definitivo. En los mensajes que se cruzaron, abundan más las excusas para no encontrarse que los nexos reales entre dos amantes o dos amigos. Hay miedo a decir demasiado y a no decir, más ausencia que presencia, un amor que parece dar más soledad que compañía. El silencio no evita los malentendidos, sino que los aumenta, y estas cartas son más de desencuentro que de encuentro. Celan, que había perdido a sus padres en un campo de exterminio alemán, llegó a sentirse traicionado en su condición de judío: a su juicio, Bachmann y su compañero de los últimos años cincuenta, el escritor Max Frisch, no lo respaldaron en un ataque masivo contra su obra, achacado por Celan a actitudes antisemitas. Amiga traidora, Bachmann habría tratado de tranquilizarlo en vez de ayudarle…
¿Qué significa leer estos intercambios? Poner el oído en una conversación entre inteligencias clarividentes, que así se reconocen entre sí: su correspondencia suele iniciarse con elogios mutuos entre dos ingenios especiales. Pero, para hablar de la veracidad epistolar de los escritores, recuerdo que Flaubert elogió a una novelista de Ruan, su ciudad, en una de sus numerosas cartas a George Sand. ¿Podía su “querida maestra” recomendarle la obra a algún reseñista? “Es un libro que tiene algo. ¡Qué estilo!”. Un año antes, Flaubert le había escrito a su sobrina a propósito de la misma novela: “Es un libro absolutamente fallido”.