El ejercicio de la duda
Montaigne no pretendía llegar a ninguna conclusión. Dudaba porque le complacía el procedimiento de ponerlo todo en cuestión, incluso lo que parecía más obvio
Pienso que el ejercicio de la duda es la práctica filosófica por excelencia. Una práctica, además, que sería muy saludable convertirla en hábito generalizado, como correctivo de las reacciones viscerales que solo llevan a confrontaciones insustanciales y huecas. La duda es la habilidad para distanciarse de lo obvio, la voluntad de tomarse un respiro antes de dar una respuesta o emitir una opinión. Solo desde la duda se eliminan los prejuicios, los supuestos no fundados y las creencias no examinadas. Lo que no significa que la duda sea incompatible con la búsqueda de una cierta verdad.Quien mejor supo ejercitar la duda en el terreno de la filosofía fue Montaigne, aunque la llamada “duda metódica” fuera una invención de Descartes. La de Montaigne y la de Descartes eran dos formas distintas de dudar. Descartes veía en el método dubitativo un instrumento para obtener la verdad primera, la verdad de todas las verdades, el célebre “pienso, luego existo”. Montaigne no pretendía llegar a ninguna conclusión ni punto de partida cierto. Dudaba porque le complacía el procedimiento de ponerlo todo en cuestión, incluso lo que parecía más obvio. Para hacerlo se inventó una forma de escribir y razonar a la que llamó “ensayo”: algo tentativo, inconcluso, nunca definitivo.
A juicio de Montaigne, anida en nosotros la contradicción y la confusión, por eso dice que “somos, no sé cómo, dobles en nosotros mismos, y eso hace que lo que creemos, no lo creamos, y que no podamos deshacernos de aquello que condenamos”. Dudamos de nuestra propia integridad por lo que es absurdo que pretendamos definirnos con trazos coherentes, como alguien de una sola pieza. Y nos equivocaremos igual si queremos describir o juzgar a alguien por unos rasgos estables o comunes. Si a Descartes le preocupaba “la verdad”, Montaigne se contentaba con llegar a descubrirla en sí mismo, aunque solo fuera como un cúmulo de incoherencias.
La de Montaigne y la de Descartes eran dos formas distintas de dudar. Si a Descartes le preocupaba “la verdad”, Montaigne se contentaba con llegar a descubrirla en sí mismo, aunque solo fuera como un cúmulo de incoherenciasEs lo que hace de Montaigne un filósofo cada vez más cercano a nosotros: la desconfianza en la capacidad del intelecto para encontrar un asidero que no pueda defraudarnos. Su pensamiento no es ambicioso. Lector incansable, se empapa de las costumbres de otros pueblos y culturas, de formas de vida relegadas como inhumanas por la arrogancia europea. Lo que Montaigne tiene claro es que el punto de vista desde el que contemplamos e intentamos comprender la realidad no puede ser solo el nuestro. “Cada cual llama ‘barbarie’ a aquello a lo que no está acostumbrado”. Estamos acostumbrados a verlo todo desde la propia perspectiva, a valorar lo nuestro y a despreciar o ignorar lo ajeno.Montaigne se dio cuenta de que un discurrir dubitativo y modesto afianza la libertad interior de cada uno. Cuando uno duda del pensamiento hegemónico lo hace desde la libertad, que no significa desde la soledad, pues la duda invita al contraste de opiniones y al diálogo. En esa actitud se asienta la democracia bien entendida.
Seguramente fue la experiencia vivida de guerras constantes, provocadas por posiciones religiosas extremas, la que llevó a Montaigne a entender que aprender a dudar es una lección imprescindible para vivir bien consigo mismo y con los demás. A través de la duda se percibe la existencia de un “molde común humano”, tal vez la única verdad a la que se pueda aspirar. Una verdad que se construye desde el rechazo de tópicos y lugares comunes y se descubre con la apertura a lo que es distinto. Montaigne, según explica el excelente libro de Sarah Bakewell*, no valora la exaltación ni el desafuero, sino “la curiosidad, la sociabilidad, la amabilidad, el compañerismo, la adaptabilidad, la reflexión inteligente, la capacidad de ver las cosas desde el punto de vista del otro y la ‘buena voluntad’, cosas todas ellas incompatibles con la hoguera feroz de la inspiración”.
La actitud dubitativa es para Montaigne una garantía de convivencia y la mejor guía para encontrarse y conocerse a sí mismo. Je suis moi même la matière de mon livre, reconoce en los Ensayos, porque estos están escritos desde la subjetividad. Es lo que los hace atractivos: que, al referirse a cosas extrañas y alejadas, el autor se retrata a sí mismo. Lo hace desde la sensación de que es más lo que ignora que lo que sabe. Montaigne desdeña el sistema y adora la dispersión. No pretende enseñar ni explicar nada, solo narrarlo. Se detiene en el relato de las cuestiones más desconocidas, pero no para extraer lecciones. A Montaigne no le atraen los dilemas morales, sino cómo vive realmente la gente. Sabe que no tener asideros a los que agarrarse es parte de la condición humana: “Si mi alma pudiera conseguir al fin un asidero firme, no escribiría más ensayos, sino que tomaría decisiones, pero siempre está sometida a aprendizaje y prueba”. No se trata de provocar preguntas que apunten a respuestas universales: “¿cómo debería uno vivir?”. Sino de plantearse simplemente “¿cómo vivir?”.
Montaigne se dio cuenta de que un discurrir dubitativo y modesto afianza la libertad interior de cada uno. Cuando uno duda del pensamiento hegemónico lo hace desde la libertad, que no significa desde la soledadLa duda de Montaigne se nutre del escepticismo de los filósofos griegos. Una doctrina que se asienta en la epojé, la suspensión del juicio, con respecto a todo aquello que es incierto. Solo una cosa es indudable y necesaria: que el hombre se deteriora, envejece y muere porque es finito. Todo lo demás es más opinable que cierto, por lo que las posiciones dogmáticas carecen de fundamento. El discurrir filosófico se convierte, desde tal perspectiva, en una filosofía de la vida sin excesivas pretensiones porque no somos tan sabios para tenerlas. “Aunque todo lo que nos ha llegado registrado desde el pasado fuese verdadero y conocido por alguien, sería menos que nada comparado con lo que nos es desconocido”. Por eso el Montaigne que así se pronuncia es recordado más que nada por su pregunta: que sais-je? La sabiduría no consiste sino en dudar de lo que uno cree que sabe.Quien vive en la incertidumbre y en la duda, como Montaigne, no elude la imperfección, sino que la acepta. Todos somos humanos y por encima de la humanidad no hay nada que se pueda conocer y que nos sirva para algo. Uno de los párrafos más citados de los Ensayos es este: “No tiene sentido que nos subamos a unos zancos, porque aunque llevemos zancos tenemos que andar con nuestras propias piernas. Y hasta en el trono más elevado del mundo nos tenemos que sentar sobre nuestro propio culo”.
La duda lleva a la crítica, empezando por la autocrítica, evita las posiciones extremas, ama el orden y los términos medios, lo cual no es fácil ni atractivo, por eso la gente lo rehuye o lo desprecia. Pero, mantiene Montaigne, “el pueblo se equivoca. Es mucho más fácil andar por los extremos, donde la extremidad sirve de límite, de freno y de guía, que por la vía del medio, ancha y abierta, y según el arte que según la naturaleza; pero es también mucho menos noble y menos digno de elogio. La grandeza del alma no reside tanto en ascender y avanzar como en saber mantenerse en orden y circunscribirse. Tiene por grande todo aquello que es suficiente. Y muestra su elevación prefiriendo las cosas medianas a las eminentes”.
Montaigne vive en una época de cambio y desconcierto, que propicia la duda. Por eso no escribe grandes teorías ni tratados. Describe visiones peculiares de la realidad, que aparentemente chocan con la nuestra, pero dejan de hacerlo si se analizan con perspicacia. Como la visión de los caníbales, criminalizados por devorar seres humanos, sin caer en la cuenta de que también en nuestros pagos hay devoradores de hombres, los usureros que se lucran con el dinero de pobres viudas. El humor y la ironía van de la mano de la distancia que hay que tomar para corregir los prejuicios más asentados. No hace falta enredarse en especulaciones trascendentes, como suele hacer la filosofía más aplaudida. Las realidades más prosaicas también enseñan cómo vivir. Montaigne es imprescindible.
* Cómo vivir. Una vida con Montaigne, Ariel, Barcelona, 2011.