El arte de saber ver
Desde sus orígenes krausistas, el legado de la Institución Libre de Enseñanza, que continuó en la Residencia de Estudiantes, forma parte perdurable de la mejor pedagogía española
Oigamos a Juan Ramón Jiménez, residente honorario en la Residencia de Estudiantes en 1913: “Todo bello, duramente bello, con esa belleza escueta de lo popular mejor, de lo artesano digno que ignora, al crear su belleza, la blandura ajena. Materia y línea sin adorno, sin más, con todo lo menos posible. Francisco Giner (él nombraba siempre a don Juan Facundo Riaño) fue de los primeros que vieron en España la gran belleza de lo popular acendrado, fogoso, no plebeyo. Nada más lejano de lo popular que el chabacanismo plebeyo, el brillo, ese aquí estoy yo de la abundancia desmedida”.Es probable que de los recién nombrados, y de su discípulo Manuel Bartolomé Cossío, venga su idea de que en el arte la ética y la estética están soldadas sin remedio. Es una idea fundada en la percepción y el aprecio de lo inmediato: “Mi cuarto es precioso: tiene tres ventanas grandes al jardín y todo el día lo tengo lleno de sol: además, el jardín está precioso, con muchas flores, que a mí solo, entre los 150 residentes, me permiten cojer para mi cuarto”. Pero no es un aprecio ingenuo, sino favorecido por la tradición de la casa donde vive, la de la Institución Libre de Enseñanza, que desde sus orígenes krausistas defendió la categoría de lo bello-útil y el aprecio por las artes aplicadas y populares: Manuel Bartolomé Cossío, ante una exposición de bordados, reflexionaba sobre la “perpetuidad […] evolutiva” del arte popular, que “no admite en el contemplador términos medios: arte de humildes, arte de refinados”. De hecho, en aquella Residencia y en su siguiente sede (1915), en los edificios de la que el propio Juan Ramón Jiménez nombró “la Colina de los Chopos” —y plantó algunos él mismo—, la decoración (cerámica de Talavera, bordados de Puente del Arzobispo o Lagartera, pocos muebles sólidos, estampas de Vermeer y Miguel Ángel) configura un interior de distinción antiplebeya donde se toma el té (hasta la desesperación, según García Lorca y sus amigos) y donde se procura no alzar la voz.
La vieja desconfianza institucionista respecto de la simple instrucción se trasladó en el ámbito universitario a la reticencia frente a la Universidad técnica. “Solo una mente abierta a todas las ideas y perseguidora de una síntesis de conocimientos puede abrirse camino hacia una vida mejor”, opinaba Alberto Jiménez Fraud, el director de la Residencia. De ahí su cuidado en equilibrar “artes y ciencias” y en envolver todo esto en un ambiente espiritual y estético, mil veces glosado.
También en 1879 escribe Giner que el modelo de las lecciones —en todos los grados, desde la escuela primaria a la Universidad— debe convertirse “en una conversación familiar, práctica y continua entre maestro y discípulo”. E igualmente en 1879 su discípulo Manuel Bartolomé Cossío (1857-1935) sintetiza el “Carácter de la pedagogía contemporánea” en “el arte de saber ver”: “El mundo entero debe ser, desde el primer instante, objeto de atención y materia de aprendizaje para el niño, como lo sigue siendo, más tarde, para el hombre. Enseñarle a pensar en todo lo que le rodea y a hacer activas sus facultades racionales es mostrarle el camino por donde se va al verdadero conocimiento, que sirve después para la vida. Educar antes que instruir; hacer del niño, en vez de un almacén, un campo cultivable, y de cada cosa una semilla y un instrumento para su cultivo”. En 1880 recuerda Giner la genealogía intelectual del “método intuitivo” en Rousseau, Pestalozzi y Fröbel. En 1908 puede leerse en el “Prospecto” de la Institución Libre de Enseñanza (redactado por Cossío) que esta propone “trabajo intelectual sobrio e intenso: juego corporal al aire libre; larga y frecuente intimidad con la naturaleza”, coeducación como el resorte más poderoso “para acabar con la inferioridad positiva de la mujer”. Y destaca especialmente: “Las excursiones escolares, elemento esencial del proceso intuitivo, forman una de las características de la Institución desde su origen”. En ellas se aprende “la amplitud de horizonte espiritual que nace de la varia contemplación de hombres y pueblos”, la “elevación y riqueza del sentir que en rico espectáculo de la naturaleza y el arte se engendran”, “el amor patrio a la tierra y a la raza, que solo echa raíces en el alma a fuerza de intimidad y de abrazarse a ellos”.
“Educar antes que instruir; hacer del niño, en vez de un almacén, un campo cultivable», reclamaba Cossío. Giner, por su parte, proponía «trabajo intelectual sobrio e intenso» y «larga y frecuente intimidad con la naturaleza”Apenas cabe aludir a la fecundidad de estos principios —amor por lo popular, por lo concreto, por el camino— en poetas educados en la ILE: Manuel y Antonio Machado, Jorge Guillén, Emilio Prados, García Lorca, que participó en los “viajes de arte” organizados en la Universidad de Granada por el catedrático institucionista Martín Domínguez Berrueta. Pero también Ortega inaugura en 1916 su serie de ensayos El espectador remitiendo el título a los “amigos de mirar” de que habla Platón en La República e incluye en ella unas “Notas de andar y ver”. Y en un tercer ámbito, la alegría y el vigor de la excursión salta de las páginas de las Iglesias mozárabes (1917) de Manuel Gómez Moreno, igual que es condición para la compilación de romances recogidos por Menéndez Pidal y su mujer María Goyri, quien transmitió el amor a la tradición medieval y popular a sus discípulos del Instituto-Escuela, y a través de su hija Jimena, a los del colegio Estudio, hasta hoy. A su vez, hablar de don Manuel y don Ramón nos lleva al Centro de Estudios Históricos, y por ahí a la mejor tradición de nuestra filología, de Pedro Salinas a Américo Castro, a Vicente Llorens, de Dámaso y Amado Alonso a Rafael Lapesa, a Claudio Guillén.
Con la Guerra Civil, la dictadura franquista, el exilio, casi todo se deshizo. Pero un joven de los años sesenta, de voz no desdeñable, José Ángel Valente, definía la trayectoria de la Residencia como “una rica aventura espiritual, cuyo sentido estamos lejos de haber agotado y cuya necesidad profunda puede sentirse hoy con la misma viveza y urgencia que en el momento de su iniciación”.