El baile de los intelectuales
Cuando los escritores ejercen de ideólogos, se contaminan, se ensucian, y no siempre actúan con la escrupulosa elegancia del que ofrece herramientas para aventurarse en la complejidad de las cosas
Los intelectuales son unos pesados. Lanzan invectivas desde la atalaya de una incontaminada pureza y reclaman que se les rinda pleitesía por su capacidad de compromiso. Próximos a alguno de los grandes relatos que explican el mundo, aplican sus muletillas a cualquier situación. Tienen un afán obsesivo por estar presentes en todos los fregados: para apostillar un comentario, para denunciar la barbarie, para convertirse en portavoces de una masa anónima a la que dan voz, para ir a las trincheras por un puñado de ideas. Con eso, piensan, adquieren la estatura de héroes y buscan así su mejor perfil para terminar figurando en los escaparates de la Historia o, bueno, por lo menos en los de los medios de comunicación. No les importa ser irresponsables, y cuando la realidad no se ajusta a sus parámetros la culpa la tiene la realidad. Militantes de una causa, llevan incorporados los ademanes del mandarín. Hay ratos en que parece que regañaran a sus clientelas por no ajustarse a los patrones debidos. Son sacerdotes laicos, siervos de una ideología, animosos portadores de la bandera de la definitiva revolución o de la verdadera democracia, les encantaría tener una regleta a mano para amonestar a los descarriados.Ese ha sido el gran modelo, que tuvo su tiempo de esplendor durante la Guerra Fría y que tan bien encarnaron Sartre y todos sus seguidores. Llegaban y se pronunciaban, supieran o no del asunto y al margen de los matices, y en muchos casos con proyectiles cargados con la metralla de la revolución. Pero había también otros, los que se salían de la fila y reclamaban la palabra para expresar su estupor y desconcierto, para hurgar en las heridas, para recorrer el laberinto de las cosas con la vana vocación de arañarles algún sentido. Escrupulosos con los detalles, más que transmitir consignas querían fulminarlas.
Malraux, Camus, Cortázar, Vargas Llosa. Y tantos otros. Cuando los escritores, que en sus obras se enredan con sus obsesiones para darles forma, tratan con el mundo, operan ya como intelectuales. Es decir, buscan argumentos, liman sus ideas y elaboran estrategias para situarse frente a una realidad cambiante. Se contaminan, se ensucian, y no siempre actúan con la escrupulosa elegancia del que ofrece herramientas para aventurarse en la complejidad de las cosas. Muchas veces toman partido y son previsibles. Se ven obligados a abandonar el reino de la ambigüedad, que es la marca de aquellas creaciones que no agotan sus sentidos y que siempre admiten nuevas lecturas, y no tienen más remedio que afinar la puntería. El mayor peligro, que no todos sortean, es rendirse a la fascinación de transmitir un mensaje, ese recado que susurran a sus lectores para que aborden las cosas siguiendo un derrotero. Hay ocasiones en las que van más lejos, y se arremangan y entran directamente en la gestión política. Otras, en cambio, la endiablada libertad de su escritura les da vuelo, y asaltan las estancias del poder y las hacen estallar: el lector debe buscar entonces el sentido de las cosas entre las ruinas.
André Malraux (1901-1976) viajó en 1923 a Indochina y descubrió allí que los muchos eran explotados por unos pocos y se hizo de izquierdas. Luego anduvo en su obra rascándole a la condición humana, pero cuando se produjo el golpe de los militares en España, en 1936, se implicó en la defensa de la República y escribió La esperanza. Le tocó pelear en la Resistencia durante la Segunda Guerra Mundial y, después, entre 1959 y 1969 fue ministro de Cultura con De Gaulle: entonces la izquierda lo tachó de traidor. Su herencia fue la restauración de los edificios del viejo París y llevar el arte y el teatro a las provincias.
Los intelectuales son sacerdotes laicos, siervos de una ideología, animosos portadores de la bandera de la definitiva revolución o de la verdadera democracia, les encantaría tener una regleta a mano para amonestar a los descarriadosAlbert Camus (1913-1960) procedía de Argelia, de una familia de colonos franceses, estuvo en el Partido Comunista (que abandonó cuando el pacto germano-soviético) y trabajó de periodista. En El extranjero explora lo gratuito y absurdo de la vida. Durante la guerra contra los nazis le tocó dirigir Combat a partir de 1944 y se convirtió en la conciencia de la Resistencia. Más adelante quiso irse zafando de las férreas consignas ideológicas y defendió al rebelde como arquetipo frente a Sartre, que reclamaba la disciplina del revolucionario. Se fue desencantando de los corrillos intelectuales ante la complejidad de la guerra de Argelia.Mario Vargas Llosa (1936) se ha metido en diferentes novelas en las entrañas del poder y se ha ocupado de los revolucionarios que querían cambiar el mundo o de algún sátrapa, como el dominicano Trujillo, que destruyó a su pueblo. En 1990 fue candidato a la presidencia de Perú con una coalición de derechas, el Frente Democrático, y fue derrotado tras una intensa campaña. Sigue presente en los periódicos, pronunciándose sobre los asuntos del mundo y de la vida: es un liberal convencido, que ha ido distanciándose de las posiciones más izquierdistas de su juventud.
Julio Cortázar (1914-1984) empezó su obra literaria desentendido de cualquier consigna política y procuró sobre todo agrandar las posibilidades del lenguaje e iluminar aquellas zonas oscuras por las que deambulan los humanos. Rayuela (1963) fue una exhibición de recursos y de propuestas transgresoras, y sus cuentos fascinaron por la inclusión de elementos fantásticos. En 1973, con el Libro de Manuel, dio un giro y entró de lleno en la novela más comprometida y, en 1976, tras un viaje a Solentiname, se convirtió en un apasionado defensor de la revolución sandinista.
Resulta curioso que los escritores adquieran a ratos el rostro del ideólogo y, otras veces, desciendan en cambio al brumoso territorio de las dudas y la complejidad. Les ha ocurrido a Malraux, Camus, Vargas Llosa y Cortázar. A veces, la urgencia de los asuntos del mundo los ha obligado a alimentar al rebaño con tópicos que los cargan de razón. Otras han facilitado herramientas al individuo para que construya sus propios criterios. Sin los espejos que los intelectuales levantan para deformar o iluminar la realidad, esta no sería sino un fantasma que pasa de largo y se esfuma. Hace falta el comentario, la interpretación, la celebración, la duda, el acento. Y también el compromiso, pero el compromiso con los asuntos públicos no es algo que tenga que ver necesariamente con las tareas del escritor o del intelectual: es cosa de cualquier ciudadano. No se habla del compromiso de los ingenieros cuando alguno ocupa una cartera ministerial. Estar al frente de Cultura con De Gaulle fue cosa del ciudadano André Malraux y la campaña presidencial en Perú la hizo también otro ciudadano, Mario Vargas Llosa. El único compromiso de un escritor es con sus palabras, su escritura, sus artículos, sus libros, sus conferencias.
Y seguramente ese compromiso será más rico si consigue mantener su independencia frente a cualquier consigna partidista, y continúa velando por ampliar su campo de maniobras. No empujar a nadie hacia ninguna parte, pelear más bien por despejar el horizonte, sembrando y cosechando dudas y revelando la fragilidad del individuo frente al tumulto de las masas. Cuando sus circunstancias lo han conducido a defender posiciones partidistas, el escritor como tal escritor se extravía. Quizá gane como ciudadano, pero pierde inevitablemente el lector, que nunca reclama consignas sino que espera de los grandes escritores que le ensanchen el camino del conocimiento y que le permitan disfrutar de la vida.