El castillo de naipes
Tras la abdicación forzada de Nicolás II, la pareja imperial y sus cinco hijos pagaron todos los desafueros de un sistema que no supo renovar a tiempo sus estructuras
En febrero de 1917, aislada en Tsárskoye Seló, Alejandra Feodorovna, sus cuatro hijas, y su hijo y heredero, el pequeño y hemofílico zarévich Alexis, esperan noticias del tren del zar que no acaba de llegar a la capital fundada por Pedro el Grande. El tren no llegará nunca, la consigna de la Duma —¡Paren ese tren!— surtió efecto: el uno de marzo el convoy será detenido y Nicolás II obligado a abdicar al día siguiente ante autoridades civiles — responsables del gobierno provisional— y del ejército —general Ruzski—, que afirmaría poco después que nunca entendió cómo se había perdido tanto tiempo. El zar se persignó y firmó el documento de su abdicación no sin antes dudar entre la persona de su hijo y la de su hermano Miguel. Por fin se decidió por el gran duque Miguel, que de esa forma se convertirá en el último y fugaz Romanov reinante. Paradojas de la historia: el primer y el último Romanov llevarán el mismo nombre. Es increíble pensar que los brillantes fastos de 1913, que conmemoraron el tercer centenario de la entronización de la dinastía, terminarían en el sótano de la destartalada casa de Ipátiev, donde casi todos sus miembros fueron fusilados, sus cadáveres mutilados y rociados con cianuro, y sus restos quemados y esparcidos en el bosque.“Tras su abdicación el ex zar parecía tranquilo y liberado”, escribe en su diario, recogido por Marc Ferro, el diputado Chulguin, testigo presencial de aquellas horas que cambiarían el mundo. En realidad, bien podía estarlo, ya que para Nicolás el trono había supuesto una carga superior a sus posibilidades, y aunque era hombre de probadas virtudes, ninguna tenía que ver con la de un estadista que debía ejercer una omnímoda autocracia en el Imperio más extenso del planeta. Los motines que esos días de crudo febrero invernal de 1917 se habían desatado con especial virulencia en San Petersburgo, de inmediato seguidos en Moscú, tenían su origen en la carestía de suministros provocada por la insensata entrada de Rusia en la guerra: no había para vivir y era inútil rezar. Ya no se trataba de exigir un cambio de gobierno sino un cambio de régimen, pero sobre todo de llevarse algo a la boca porque el hambre acuciaba; meses más tarde, se añadiría a estas necesidades básicas la astuta consigna de Vladímir Uliánov, conocido como Lenin, exigiendo todo el poder para los sóviets, algo lógico si se analiza la cadena de golpes de efecto a los que la intelligentsia bolchevique irá acostumbrando a sus contrincantes hasta su definitivo desplome. No obstante, aún no es el momento, Lenin deberá esperar solo unos meses, hasta el 7 de noviembre de ese mismo año, para que, por fin, amanezca con luz rompedora la nueva era de los tovarich.
Es increíble pensar que los brillantes fastos de 1913, que conmemoraron el tercer centenario de la entronización de la dinastía, terminarían en el sótano de la casa de Ipátiev, donde casi todos sus miembros fueron fusiladosOtra causa directa del hondo descrédito del zarismo se halla en la atroz derrota de Tannenberg, en la que las tropas bien pertrechadas del mariscal Hindenburg liquidaron al ejército del general Samsónov, sin artillería, sin botas, desmoralizados; aquella masacre hizo rebosar la copa de sangre. Durante la retirada, Samsónov se suicidaría disparándose un tiro en la sien, pero, al margen de ese gesto que le honra, la cifra de víctimas se elevará a ciento setenta mil rusos, llevados a la muerte por una diplomacia sonámbula y unos gobiernos —recordemos el de Protopópov— inspirados en el misticismo taumatúrgico de la zarina y en la impotencia del zar. Como escribe Juan Gil-Albert en El retrato oval, “los Romanov se hundirán bajo el peso de su propio esplendor, se hundirán evocando a los muertos, siguiendo etapas de un doloroso calvario, arrastrando con ellos a buena parte de Rusia, inmersa durante años en una cruenta guerra civil entre blancos y rojos”.
De la ‘douceur de vivre’ al abismo provisional
La cita atribuida a Talleyrand —“Nadie puede decir que ha conocido la douceur de vivre si no vivió en el Antiguo Régimen”— también puede aplicarse a la exhibición de riqueza de la élite social que rodeó a Nicolás y Alejandra desde su entronización en 1894 hasta el mismo día de su destronamiento en 1917. Pocos conocen que la pareja imperial odiaba las demostraciones de poder absoluto que se vieron obligados a consentir para asentar la fragilidad de su poder; en realidad toda esa parafernalia no haría más que empañar su ya desgastado prestigio. No hay más que visionar la apertura de la tercera Duma por el zar y su esposa para comprobar que detrás de aquellas esplendorosas imágenes de cine mudo se alza una hueca magnificencia. Como indica Sebag Montefiore: “La aristocrática San Petersburgo percibió un apocalipsis inminente y reaccionó con un aciago carnaval de hedonismo temerario cuya escapatoria fueron los bailes de disfraces, el opio, el satanismo y el orgasmo transformador”; y en el centro de ese escenario, o a consecuencia del mismo, emerge el monje nómada Grigori Yefímovich, conocido por su apodo, Rasputín, sanador de las hemorragias del zarévich a través de la hipnosis, consejero áulico de la desesperada Alejandra, hombre contradictorio cuya personalidad bascula en torno a su misterioso samovar y cuyo complejo asesinato, dirigido por el príncipe Félix Yusúpov la densa noche del 16 al 17 de diciembre de 1916, todavía alimenta un mito vivo de ida y vuelta. El historiador Andréi Amalrik apunta una actitud coincidente entre los objetivos de Rasputín y los del propio Lenin, al menos en los meses que precedieron a las dos revoluciones, esto es: tierra para el campesinado, paz inmediata con Alemania, igualdad del estatuto entre rusos y no rusos dentro de los límites del Imperio. Y, sin embargo, ambos no podían ser más antagónicos.
Pronto se confirmó que el gobierno provisional, surgido de la Duma la noche del 1 de marzo de 1917, no podía ofrecer ni paz ni pan, ni orden ni libertad a la ciudadanía rusa. A estas alturas pocos cuestionan que el máximo error de su presidente, el socialmoderado Alejandro Kérenski, fue mantener al antiguo Imperio dentro de la guerra y no imponer su autoridad frente a los golpistas de la derecha —no en vano se produce el abortado putsch del general Kornílov en agosto del 17—, ni frente a sus aliados circunstanciales, los bolcheviques, que rápidamente se aprestaron, desde el sóviet de Moscú, a romper los frágiles apoyos de Kérenski. La Revolución de octubre fue simbólicamente decisiva para la formación del nuevo estado que constituyó varias checas tan infernales como eficaces contra conspiraciones monárquicas, anarquistas y socialrevolucionarias. En una u otra dirección, la guerra civil se apoderó de ciudades y estepas y alcanzó su cénit en el verano de 1918.
No cabe duda de que la suerte de la familia imperial estaba echada desde la huida de Kérenski, que los protegió mientras pudo, incluso los trasladó, previendo su caída, a la lejana villa de Tobolsk, hasta que fueron capturados por el Comité Revolucionario de los Urales que los confinó en la casa Ipátiev de Ekaterimburgo, donde al fin se cometería el magnicidio: “Somos cadáveres insepultos, una verdadera carroña, fuimos parte de un todo que ya no existe, estamos muertos, definitivamente muertos”, les hace decir Manuel Chaves Nogales.
El poderío de los Romanov no era más que una fantasmagoría y se derrumbó como un castillo de naipes.