El castillo interior y el mundo
Si la figura de Teresa de Jesús goza de alcance universal, es como escritora y escritora mística, no como reformadora de una orden religiosa o imagen del santoral católico
Qué pensaría Teresa de Jesús de la situación de las mujeres hoy, tan difícil todavía? ¿Qué pensaría de una honra que ha ido modificando su referente, pero que conserva gran parte de su sentido en el funcionamiento social? ¿Qué pensaría de la organización, jerarquía, ideología de la Iglesia católica, hoy como ayer? Entre otras, estas fueron causas de profundo sufrimiento para ella, como se percibe en sus escritos. Y si viviera ahora, es muy probable que siguieran siéndolo.
Tal como la tradición la ha transmitido —personaje indiscutible del catolicismo, Doctora de la Iglesia, fundadora de la rama descalza del Carmelo, todo ello sintetizado en uno de sus nombres, santa Teresa—, su figura nos permite analizar la apropiación que artistas y escritores sufren por parte de un sistema (ámbitos académicos, instituciones culturales, medios de comunicación y, en el caso de los místicos, una ligazón eclesiástico-política nunca claramente deslindada), un sistema que no puede asimilarlos como lo que son, fuerzas perturbadoras de enorme dinamismo creativo. Y hace reflexionar también sobre éxito y fracaso, lo enigmáticos que resultan; y cómo el fracaso late a menudo tras el triunfo, según se miren las cosas.
Un impulso amoroso
De personalidad rica y compleja, con inmensa energía y formidable potencia de proyección, ¿quién fue Teresa de Ávila, Teresa Sánchez, Teresa de Cepeda y Ahumada, Teresa de Jesús (nombre que ella quiso para sí)? Ojalá la celebración del centenario de su nacimiento acerque la riqueza de su legado (lo que sin duda nos hará ver una parte difícil, casi tenebrosa de nuestra historia —de ahí venimos—); y confiemos, sobre todo, en que estimule nuevas lecturas, lejos de lo hagiográfico y doctrinal, de una obra cuya lengua solo tiene par en Cervantes. Si su figura goza de alcance universal, es como escritora y como escritora mística, no como reformadora de una orden religiosa o como imagen del santoral católico.
Ella vivió en un ámbito cultural específicamente hispano, el de los conversos, tan inhumano en la praxis vital y tan poderosamente creativo. Supo de la terrible farsa social de la honra (y de su tomar cuerpo en las mujeres) y la limpieza de sangre. Por eso sintió siempre una inquietud (aquel desvivirse del que habló Américo Castro), el comecome de encontrar un lugar de relación verdadera, un lugar en que ser y parecer no tuvieran diferencia. Como muchos en su tiempo, lo halló en el sentir religioso, en una relación con Dios a través de lo que llamaban oración interior, y que ella describía así: “No es otra cosa, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama”. Es, pues, una relación afectiva, un impulso amoroso lo que pone en marcha su vida espiritual, de la que dará cuenta en su escritura; y es también lo que activa su proyecto fundacional. Teresa de Jesús creyó en la bondad de esa práctica para hombres y mujeres, y por eso inicia la reforma del Carmelo, creando la rama descalza y llegando a fundar diecisiete de esos centros de oración interior —y, como se sabe, el primer fraile que la sigue en esa empresa es Juan de la Cruz.
Su proyecto, con ser personal, no resulta raro en la época y entronca con la corriente erasmista y de los espirituales del Recogimiento, que será violentamente reprimida por la reacción conservadora de la Iglesia a través del Concilio de Trento y la vigilancia inquisitorial. Nuestros grandes espirituales —el mismo Juan de la Cruz, Teresa de Jesús, Luis de León o Miguel de Molinos— compartieron ese deseo de cambio y sufrieron persecución por ello. En el caso de Teresa de Jesús la primera fase del proceso inquisitorial se centra en el manuscrito del Libro de la vida y se desarrolla desde 1574 a 1585. Cuando ella muere en 1582, no ha habido todavía veredicto exculpatorio ni definitivamente inculpatorio. La segunda fase del proceso comienza en 1589, año en que hay nuevas delaciones respecto a sus libros —que se había ocupado de imprimir fray Luis de León—, y durará hasta 1607, veinticinco después de su muerte.
Se trataba de un enfrentamiento entre dos modos de entender el fenómeno religioso: uno, propio de una iglesia muy antigua, con costumbres relajadas, con ceremonias y ritos cada vez más externos y menos sentidos, en el que el hecho religioso se solapa con el engranaje institucional, y deja fuera al pueblo y a las mujeres, que no conocen el latín. Frente a esa posición, aparece el afán de quienes buscan un tipo de espiritualidad que satisfaga sus necesidades interiores. Es decir, preservar formas y jerarquía, por un lado; o indagar en esas formas, por el otro, hasta dar con el tuétano, con el núcleo vivo del cristianismo, rechazando una organización jerárquica que no se sustente sobre la autoridad moral de una experiencia religiosa. Esta segunda actitud es la de Teresa de Jesús: meditación y acendramiento de la interioridad, contemplación, oración de quietud, unión íntima con Dios son aspectos que describe. De todo ello sabemos por sus libros, libros de una espiritual, una mística.
Gracia y luz
Lo místico es experiencia de un sujeto, y es al mismo tiempo una lengua; solo conocemos la experiencia por los escritos de quienes la han tenido (desde posiciones religiosas muy diversas), con aspectos comunes y profundas diferencias entre ellos. En el caso de Teresa se trata de una experiencia solitaria, en que la soledad es invadida por una presencia (y una voz) que la abisma y la enciende. De esa vivencia mística del comienzo de la modernidad hoy solo sabemos por analogía con la experiencia estética y la experiencia poética. Y, sin embargo, se diría que después de Nietzsche esa tradición continúa, al margen de las religiones, y bajo formas de escritura apasionantes de observar.
Teresa de Jesús habló de ese conocimiento amoroso a través de imágenes de enorme plasticidad: la de la huerta y sus modos de riego, en el Libro de la vida; o la del castillo interior en la obra de este título, también conocida como Las moradas, páginas llenas de gracia y luz, a pesar de escribirlas en uno de los momentos más sombríos de su vida. Presenta las estancias del castillo, metáfora del alma, a modo de racimo o caracol, como un palmito: “no habéis de entender estas moradas una en pos de otra como cosa enhilada, sino poned los ojos en el centro que es la pieza o palacio adonde está el rey, y considerad como un palmito que para llegar a lo que es de comer tiene muchas coberturas que todo lo sabroso cercan. Así acá, en rededor de esta pieza están muchas y encima lo mismo; porque las cosas del alma siempre se han de considerar con plenitud y anchura y grandeza (…) y a todas partes de ella se comunica este sol que está en este palacio”. Sin embargo, a Teresa nunca le gustó hacer castillos en el aire, y valora sus experiencias no solo por el sentimiento con que las vive, sino por los efectos que le dejan y las obras que propician. Es una vivencia interior que tiene sus frutos en el modo de relacionarse con los demás; y en este sentido, nunca le parece suficiente la insistencia: “Torno a decir que para esto es menester no poner vuestro fundamento sólo en rezar y contemplar; porque si no procuráis virtudes y hay ejercicio de ellas siempre, os quedaréis enanas; y aun plega a Dios que sea sólo no crecer, porque ya sabéis que quien no crece, descrece”.
Todos sus libros son autobiográficos y, junto a la riqueza plástica y la penetración analítica, responden a una poética conversacional. A quien se dirige en el párrafo anterior es a las monjas, y ese es un primer nivel del diálogo; las llama hermanas o hijas y les habla con igual naturalidad de las cosas que ocurren en el fondo del espíritu que de los asuntos más triviales de la vida diaria. El segundo nivel es el de los confesores que le han pedido que escriba —y en este plano habría que situar también las decenas de letrados a los que a lo largo de la vida se sentirá obligada a pedir confirmación de que no hay en lo que vive y dice nada que pueda excluirla del ámbito que ha elegido—. El tercer interlocutor, en un plano muy distinto y de donde parece proceder todo lo que ha vivido y ahora escribe, sería Dios mismo o, mejor, una intensa presencia que ella ha sentido de Dios y que se ha hecho relación íntima y también impulso de su propio crecimiento.
Su proyecto entronca con la corriente erasmista y de los espirituales del Recogimiento, que será violentamente reprimida por la reacción conservadora de la Iglesia a través del Concilio de Trento y la vigilancia inquisitorialComo Juan de la Cruz, Teresa de Jesús buscó salir, escapar de las dicotomías en que se sentía apresada (hombres / mujeres, ricos / pobres, cristianos viejos / conversos, cultos / iletrados…) y de las que socialmente no es posible salir. Precisamente por esto, su proyecto vital, que es una entrega a la vida del espíritu, entendida en su raíz amorosa y que consiste en la anulación del yo (soporte de cualquier identidad para los otros, identidad misma) para perderse en una experiencia de superior identidad con lo divino, se traduce también a la vez —por su virtualidad expansiva (fundar conventos, difundir un modo de vida) y por su propia forma de ser (arraigada en el mundo, con los pies en la tierra)— en una reafirmación del yo. De modo que en los miles de páginas que escribe realiza el esfuerzo gigantesco de levantar y sostener una identidad subjetiva —un pasar de objeto a sujeto—. Busca en el lugar de la escritura, como hace un hombre letrado, el reconocimiento de los hombres, pero quiere ese lugar y ese reconocimiento como una mujer y, hasta donde puede llegar en su expresión, con una violencia insólita: “ni aborrecisteis, Señor de mi alma, cuando andabais por el mundo las mujeres, antes las favorecisteis siempre con mucha piedad. ¿No basta, Señor, que nos tiene el mundo acorraladas para que no hagamos cosa que valga nada por Vos en público ni osemos hablar algunas verdades que lloramos en secreto, sino que nos habíais de oír petición tan justa? Que sois justo juez, y no como los jueces del mundo, que como son hijos de Adán y en fin todos varones, no hay virtud de mujer que no tengan por sospechosa”. Así hablaba en Camino de perfección, en párrafos que fueron duramente censurados.Los libros de Teresa de Jesús tienen la riqueza de su experiencia y todo lo que su modo de entender la escritura pone en juego. Muestran lo que ha sido su vida, sus anhelos, sus avances y regresiones, su relación con los próximos y con el mundo, sus proyectos y su modo de llevarlos sorprendentemente a efecto. Abre su alma y nos muestra también en ejercicio su inteligencia: vemos lo que dice y todo lo que con ello quiere decir, y todo lo que no dice, con una escritura compleja y transparente a la vez, que arrastra en la lectura e implica a quien lee. Impresiona ver cómo toma decisiones, con frecuencia contra sí misma, contra sus propios impulsos iniciales; cómo analiza esos impulsos sin mentirse; cómo se hace a sí misma, literalmente y en una medida mucho más amplia de lo que el medio en que vive permitía. Rechaza lo que no quiere y araña parcelas de autonomía donde parece que no pudiera haberlas. Trabaja ensanchando su conciencia y ahondando en su vida espiritual, y sus libros —como sin esfuerzo— exploran ese ensanchamiento y ahondamiento.
Como en el Quijote, cuando el personaje vuelve a la realidad y muere, las etapas últimas de Teresa de Jesús, tal como muestra la documentación, dejan un regusto de profunda tristeza. El castillo interior no es el mundo. No se trata solo de la Inquisición, que no levantó nunca su amenaza; el enemigo es también el hermano (los ataques de la rama calzada del Carmelo en estos años fueron de una crueldad atroz, y basta como ejemplo la prisión y la tortura de Juan de la Cruz en Toledo); o, peor aún, el enemigo puede estar dentro, entre los más próximos —y los próximos son tanto sus familiares, como sus monjas, o una figura tan importante para ella como Jerónimo Gracián, aunque en este caso casi prefiera no reconocer su decepción.
No está claro que un proyecto de la radicalidad y exigencia del suyo pueda ser asumible por una comunidad en expansión. Organización, objetivos, jerarquía, disciplina, castigos y ascensos, parcelas de poder y lucha por ellas parecen inevitables. El anhelo de autenticidad que lo puso todo en marcha se institucionaliza al expandirse. Tal vez una reforma como la que ella soñó solo es posible como impulso individual, algo que no puede hacerse colectivo ni durar. Tal vez donde ella había pensado autenticidad y amor aparecían comodidad y poder. Tal vez la experiencia que ella había vivido de oración interior, y que requería la mayor exigencia hacia uno mismo, no era un ideal deseable para un grupo. Todo parece natural, casi inevitable, tal vez razonable, pero —como al cerrar el Quijote— lo razonable del mundo, de la realidad, de la lucha por el poder, de la muerte, deja su regusto, una punzada de pena que nos interpela directamente.