El hermano profundo
Walt Whitman descubre impresionado que el ser humano es una conciencia que incrementa el misterio del mundo, que a la vez lo goza. Ninguna fuerza supera la energía de lo fraternal
Walt Whitman es el primer poeta moderno que habilitó la poesía como una herramienta de exaltación de sí mismo en el confín de su propia biografía. Asumió el poema como un proceso en marcha que toma cuerpo, forma, sentido y vuelo, según la vida va cumpliendo su propósito. Walt Whitman se reconoce íntimamente como una materia humana apta para licuarse en todas las combinaciones, para hablarle al mundo sin interferencias entre el todo y él. Un poeta que entiende el papel primordial de su misión como la manera de comunicar algo que aún no se ha dicho. O no ha sido enunciado de ese modo. Walt Whitman es el poeta sorprendido en todo momento de habitar ese nombre suyo: Walt Whitman. En ‘Hojas de hierba’ se canta la democracia no como sistema político sino como espacio de encuentro, como celebración, como éxtasis, como liturgia que sustituye lo finito por lo infinito. La democracia es un tema literario, como lo son en Borges los espejosUna de las primeras grabaciones de voz que se conserva es la suya recitando el poema “América”. Sabemos por ese registro cómo sonaba Whitman. Qué voz tenía. Cómo sonaba un hombre de su tiempo. Aquella grabación es un canto donde quiere convocarlo todo y a todos. Ese poema es la fundación de un tiempo nuevo, de una expresión hasta entonces inédita. Colosal. Las aportaciones más plenas de su escritura vienen del pensamiento totalizador de una realidad extensible, abrazadora, untuosa, pero también del hallazgo de unos recursos técnicos propios donde el poema es erupción y hermandad, canto sublime de la anatomía y la moral. El poder está en el ritmo, en la comunión que este impone a quien se acerca. En el contagio de ese entusiasmo por decir, por dejar rastro, por hacer casi rehenes que son, como el poeta, hombres que estiman la libertad y la plenitud, la igualdad y los derechos. Porque la suya no es una percepción parcial de lo real, sino una inaplazable intervención plena en lo inmediato. Porque los músculos no están separados de los signos. Porque en Hojas de hierba se canta la democracia, no exactamente como sistema político sino como espacio de encuentro, como celebración, como éxtasis, como liturgia que sustituye lo finito por lo infinito. La democracia es un tema literario, como lo son en Borges los espejos. ¿Es libre el hombre que duerme y sueña? Del mismo modo que lo es quien se entrega a los caminos buscando la adhesión de otros seres, el amor de otros hombres —el homoerotismo no como ardor, sino como acuerdo, como equilibrio, como fiesta sin más nomenclatura que la complicidad y el deseo—, la intimidad con los semejantes sin más intermediación que las palabras, que la naturaleza, que América. Es el misticismo whitmaniano, donde no hay exactamente tesis ni antítesis, como tampoco dificultad ni propiedades. El hombre es todos los hombres. Verbo y gesto son una unidad material y esencial. “Me celebro y me canto a mí mismo. / Y lo que yo diga ahora de mí, lo digo de ti, / porque lo que yo tengo lo tienes tú / y cada átomo de mi cuerpo es tuyo también” (versión de León Felipe).El proyecto lírico y vital de Whitman, insólito y desbordante, recorre el siglo XIX americano fijando una percepción inédita no solo de la sonoridad del verso blanco, sino de la alegría, de la excitación general. El hecho capital de su poesía es el cambio de valores. La fundación de una nueva astronomía que tiene su eje en el ser humano, en la maravilla de la hermandad, en el intercambio. En el prólogo a la edición de Hojas de hierba de 1855 escribió esto: “La prueba de un poeta es que su país lo absorba sentimentalmente de la misma forma que él absorbió a su país”. Y también por eso podemos asumirlo más como un sujeto de sustrato divino que como un poeta naturalmente religioso. Él funde los instantes de intensidad y los ofrece como un Yo, como un Nosotros, como un Todo impulsado por un instinto pleno de felicidad, grandeza, fuerza, amanecer, ventana. De ser americano. De ser el mediador entre el hombre y América. De ser el filósofo de la desmedida, pero también el padre de una nueva urbanidad que tiene como horizonte el orgullo de lo común, la fortuna de la convivencia y bucolismo activo que se hace de mil sangres juntas, del proyecto de humanidad. A la manera de Lucrecio, también puede decir que cuando la necesidad nos arranca palabras sinceras, cae la máscara y aparece el hombre formando un mismo todo acerca de la naturaleza de las cosas. “Nacido aquí de padres cuyos padres nacieron aquí y / Cuyos padres también aquí nacieron. / A los treinta y siete años de edad, gozando de perfecta salud, / Comienzo y espero no detenerme hasta morir. / Que se callen los credos y las escuelas, / Que retrocedan un momento, conscientes de lo que son y / Sin olvidarlo nunca. / Me brindo al bien y al mal, me permito hablar hasta correr peligro. / Naturaleza sin freno, original energía”.
La condición de revelar belleza, como avanzó Borges, está en esta poética. Whitman enseña de algún modo a ser americano. O, de otro modo: tiene necesidad de inventar un héroe. Un héroe fuera de lo mitológico. Un héroe como “el ubicuo dios de los panteístas”, hecho de muchos retales pero que es él a la vez, él hecho de los demás, dotado de la carnalidad del hombre a quien también confía la emoción y la tristeza, la duda y la ansiedad, el apetito y el regocijo. El cuerpo es el lenguaje; y el amor, el centro de todas las cosas.
Whitman busca la intimidad con los semejantes sin más intermediación que las palabras. En su misticismo no hay tesis ni antítesis, dificultad ni propiedades. El hombre es todos los hombres. Verbo y gesto son una unidad material y esencialLeer las epopeyas de este poeta abundante tiene algo de ejercicio de fe en la humanidad, en la justicia, en la libertad. (A estas alturas del siglo no lo pone fácil). Pero también es un encendimiento de tantas emociones vinculadas con el vértigo del encuentro con el otro, donde colisionan varios ‘whitmans’: el discreto periodista, el caminante sin fatiga, el poeta que suena en todas direcciones. Escribe un libro infinito que no busca sitio en el tiempo, ni en el pasado, ni en el futuro. Y él, centro de la escritura, se presenta como un ser sin final, una pértiga de células y de sonido. Un pensador lírico, un poeta político, un utopista de la posibilidad. De Hojas de hierba dice: “Camarada, esto no es un libro. / El que lo toca, toca a un hombre” (versión de Borges).Walt Whitman, tatuado de vendaval, descubre muy impresionado que el ser humano es una conciencia que incrementa el misterio del mundo, que a la vez lo goza. Y si ninguna velocidad puede superar la de la luz, ninguna fuerza supera la energía de lo fraternal. Su escritura no es una respuesta, sino una lúcida afirmación de la convivencia, del diálogo, del encuentro. El poeta mira una imagen y ve una realidad. “¿Quién ha hecho esto?”, pregunta. “No sé qué hombre, qué dios, qué hermano profundo”. Y esa vuelta al “inocente estilo de Adán” (Georges Santayana) tiene algo de primer y último vagido que aloja también por dentro un espíritu sofisticado. A través de la razón de lo imprevisto canta a los hombres, sin banderas ni banderías. Canta a la especie y dice la verdad: que la democracia es un perpetuo anhelo de construcción y lo demás no tiene sentido. Que la democracia sin pasión carece de vigor y de futuro. Que el encargo del poeta es su propagación. En esa certeza pudo Whitman fundar toda su vida. Y ensanchar la nuestra.