El hidalgo cervantino de Argónida
—Es posible que la infancia se resuma en un olor, en un sabor… La percepción emocional de la infancia admite, en fin, sinestesias. ¿En qué imagen o en qué sensación cifrarías la tuya?
—Eso de las sensaciones que se conservan de la infancia es una cuestión bastante compleja, sobre todo porque tienden a mezclarse en la memoria, esa sinestesia a que te refieres. Ya se sabe además que la memoria funciona siempre de una manera muy impredecible, muy arbitraria. Pero quizá sea el calor de principios del verano, que en Jerez es muy agobiante, esa astenia malsana de la siesta, lo que mejor recuerdo en este sentido, y luego el olor a humedad alojado en una especie de desván de la azotea de mi casa, un olor que todavía hoy remite a no sé qué advertencia abstracta de la sexualidad.
—De adolescente, te deslumbra la figura de Espronceda. Es curioso: en vez de un héroe de ficción que parece más o menos real, como suelen ser los héroes literarios concebidos para deslumbrar a los jóvenes, tú te identificas con un personaje real que parece de ficción.
—Bueno, sí, Espronceda me sedujo más bien por vía novelera; es decir, a cuenta de un adolescente aficionado a las primeras modestas aventuras de la vida. Ya he contado por ahí algo de todo eso: un día encontré en la pequeña biblioteca de mi casa materna una biografía de Espronceda y me quedé fascinado por la figura del poeta, por el hombre de acción, no por su obra sino por su vida. Y lo que yo quería era parecerme a ese personaje tan seductor y aventurero. Se conoce que todavía no había perdido la inocencia.
—¿Cuál es tu recuerdo más nítido de los años de guerra?
—No sé, yo tenía entonces 9, 10 años y los recuerdos se me emborronan, se enredan unos con otros. Pero quizá lo que tenga más presente sea la imagen de un hombre al que mataron cerca de casa. Mi hermano y yo oímos unos disparos y alcanzamos a ver desde un balcón, antes de que mi madre nos apartara de allí a toda prisa, al hombre muerto en mitad de la calle, ensangrentado y boca arriba, y a dos falangistas pistola en mano. Y luego tengo fijado en la memoria el tono taciturno de las calles, sobre todo cuando iban a recogerme por la tarde al colegio (a los marianistas de la calle Porvera) y sentía vagamente, mientras volvía a casa, como una impresión generalizada del hambre, el frío, el miedo… Parece una idea un poco libresca, pero estoy seguro de que esa sensación flotaba realmente en la calle.
—Tu relación con Jerez, con sus jerarquías tan marcadas, siempre ha sido ambivalente, incluso contradictoria… Hay rechazo y vinculación, atracción y repelencia…
—Sí, algo de eso hubo… Yo viví obviamente muy de cerca el clima social de Jerez y, desde que se me despertó un cierto pensamiento crítico, empezó a no gustarme lo que veía. Me refiero a un Jerez de hace cosa de medio siglo, cuando esa sociedad era todavía un curioso modelo de refinamiento e incultura, de buenos resultados económicos y mala educación cívica. Pero la propia dinámica de la historia fue modificando esas formas de vida. Ya nada es lo mismo, claro, tampoco yo soy el mismo. Lo que conté en Dos días de setiembre viene a ser ya como el testimonio de una etapa afortunadamente superada. Y mis relaciones con Jerez también fueron cambiando: pasaron de ser tensas a ser normales. Ni siquiera fue una reconciliación, fue un desenlace de lo más previsible…
—Sin embargo, en la costa atlántica encuentras tu territorio mítico, tu Argónida, un lugar que participa de lo real y de lo ensoñado, que permite y propicia su transformación en materia literaria. Allí, en ese aislamiento, supongo que puedes sentirte un poco como Montaigne y otro poco como Robinson Crusoe.
—Pues no sé, prefiero sentirme como Montaigne, al que siempre releo con gusto. Lo de Argónida, lo de Doñana, es una fijación que me viene de lejos, de mi infancia, cuando andaba por allí en plan de buscador de tesoros y empecé a tener conciencia de que ese era para mí un territorio digamos sagrado, una especie de santuario de la naturaleza en estado puro, aunque siempre en peligro. Ágata ojo de gato, que es la novela mía que yo prefiero, trata de algo de todo eso, del viejo mito de la mater terrae, de la madre tierra que castiga a todo el que pretende ultrajarla. Ahora vivo la mitad del año frente a Doñana, en una playa medio perdida entre Sanlúcar y Chipiona, justo en la desembocadura del Guadalquivir. Mi actividad predilecta es esa: ver pasar la vida sin hacer nada, observar desde la otra orilla las dunas y los pinares de Doñana. Eso me reconforta, me sirve de lenitivo, que buena falta me hace.
—A estas alturas, cuando ya se han depurado tantas anécdotas, ¿a qué escritores otorgarías la condición de indispensables?
—Una cuestión peliaguda… Puestos a elegir, y dentro de la órbita de la lengua española, me quedo con Juan de la Cruz, Cervantes y Góngora. Luego hay un gran vacío que llega hasta Valle-Inclán y Juan Ramón Jiménez, y luego están Cernuda y Lorca, y pare usted de contar… Lo que viene después está demasiado próximo.
—¿Y qué grandes nombres de la literatura te parece que tienen un pedestal falso?
—De esos hay bastantes. Con los años, mi selección de escritores prescindibles se va ensanchando… Es como si envejecieran más aprisa que yo, que ya es decir. También ocurre que ahora, cuando me dedico preferentemente a releer, cada vez descubro más falsos pedestales. He llegado a tener mi cuarto lleno de falsos pedestales, y eso es de lo más engorroso. Qué tropa de escritores afamados circula por ahí sin que se sepa a santo de qué siguen en activo.
—Eres aficionado a dibujar y has escrito mucho sobre pintores…
—La afición por la pintura me vino seguramente de cuando tenía mucho tiempo libre y pocas ganas de escribir. En vez de escribir hacía dibujos, muchos dibujos y de muy varia naturaleza. Además, cuando me vine a Madrid, hace ya un siglo, solía reunirme con pintores más que con escritores, eran menos monotemáticos. Luego, con los años, empecé a escribir comentarios sobre pintura, en concreto a partir de mi amistad con el grupo de El Paso, sobre todo con Millares, con Saura, con Viola, y con críticos de arte como Moreno Galván, Cirlot, Gaya Nuño… Antes solía decir que más que un pintor frustrado era un pintor poco conocido. Ahora ya ni eso…
—Tu último libro de poemas, Entreguerras, ¿viene a ser una especie de esencialización poética de tus libros de memorias?
—Algo de eso hay… Es como una recuperación fragmentaria de hechos vividos, libros leídos, andanzas, conflictos, viajes que se me quedaron como desgajados del caudal narrativo de las Memorias. Digamos que es un poema de los llamados fluviales, con sus afluentes, sus desbordamientos, un largo soliloquio sometido a los flujos y reflujos de la memoria. Podría decirse que tuve que ir acompasando mi respiración a la respiración del poema, esas memorias superpuestas, entrecortadas, que me dejaron literalmente exhausto. Ya ha pasado más de un año y todavía no me he recuperado.
—Has sido editor de la poesía de Cervantes mucho antes de recibir el Premio Cervantes…
—Verás, siempre me ha parecido que la poesía de Cervantes había sido bastante maltratada en antologías y manuales. Por lo común, o se silenciaba o se aireaban las mismas composiciones, que no eran precisamente las más significativas… Y me puse a revisar esa poesía, no ya la de la Galatea o el Viaje del Parnaso, sino las muestras incorporadas al Quijote, al Persiles, a las Novelas ejemplares, a los entremeses y comedias… Y llegué a la conclusión, como decía Cernuda, de que había que leer de una vez por todas la poesía de Cervantes con menos telarañas en los ojos. Estoy de acuerdo además con la idea de que quien escribió el Quijote no pudo ser sino un gran poeta.
—Acabas de publicar Oficio de lector…
—He reunido un buen número de textos dispersos, todos ellos relacionados con lecturas. Se trata de eso, de una selección de comentarios de lecturas o de relecturas. En realidad, ahí están plasmadas mis preferencias, incluso mis manías, en materia literaria. Lo que pasa es que las relecturas son siempre impredecibles, el juicio del lector depende de la natural movilidad del gusto. Hay libros que pueden agradar en una primera lectura y que luego, al volverlos a leer, acaban resultando poco atractivos. O sea, que el acto de releer tiene algo de ejercicio sutil de crítica literaria. Con los años, lo normal es que uno acabe sometiendo su biblioteca particular a un inevitable proceso selectivo.
—¿Cómo terminamos esta charla, Pepe? ¿Con una frase sentenciosa o con una copa?
—Prefiero una copa, un amontillado viejo, por ejemplo… La frase sentenciosa me la reservo para cuando no se me ocurra decir nada mejor.