El mar de Barcola
El Adriático que desde el golfo de Trieste se extiende hacia Eslovenia y Croacia, es el espacio fundacional de la vida de Claudio Magris, el libro de sus recuerdos de infancia
En un bellísimo retrato dedicado al gran escritor del mar que fue Conrad, incluido en el volumen Alfabetos, Claudio Magris volvía a capturar de forma maravillosa a esos héroes perseguidos, una y otra vez, por la mala fortuna. Héroes que tan bien ha sabido narrar este autor, en su pequeña o gran épica, de un vértigo a otro, de un precipicio a otro, en cada una de sus obras, desde Conjeturas sobre un sable, Otro mar, La exposición y A ciegas hasta su magnífica y monumental novela, No ha lugar a proceder, recientemente aparecida. Personajes derrotados “por la vida, por sus fantasmas o por sus propios principios, por las ambigüedades de la historia y del espíritu”, como se decía en el citado ensayo, titulado “Conrad: nacer es caer al mar”.Una oscura condena desde el nacimiento y desde ese misterioso tiempo anterior en el que se navega en el mar turbulento y remoto de la vida que vendrá. Algo, forjado por recuerdos, por visiones, que de Almayer a Nostromo, de Lord Jim al Kurtz de El corazón de las tinieblas —dice Magris— se convertirá en una especialidad conradiana, de “ese Kafka sacado al aire libre”, como él lo llama, que recorre todas sus obras. Que las recorre pero que Conrad había almacenado, mental y fantásticamente, desde que era un niño y aún se llamaba Teodor Józef Konrad Korzeniowski en la bella Cracovia de la dura opresión zarista. Allí fue donde contempló un día a su padre, un gran patriota polaco que siempre luchó por la libertad de su pueblo, atrapado en una especie de “fantasía simbólica”: quemando todos sus escritos. Una determinación para el calvario y la pérdida que hacía aparecer a su padre, en sus recuerdos, como alguien “vencido”, mientras —informa Magris— los testimonios de lo que dejó escrito y su concurridísimo funeral en absoluto daban la idea de “la despedida de un vencido por la vida”. Más tarde, cuando ya había salido de Polonia y surcado los mares del mundo, cuando ya había dado a la posteridad novelas inmortales en una lengua adquirida, el inglés, en la que reinaría como un maestro entre los maestros, nunca dejaría de evocar aquella escena, nos dice Magris. De un modo u otro, aquel triste y desolado retrato infantil de su progenitor que tanto le impresiónó, aquel retrato lo reelaboró a su manera, en los principales sentimientos y angustias de su obra: “la derrota heroica, el coraje impávido al afrontarla y una oscura vocación por la rendición”.
A ese apacible paisaje idílico y familiar, con sus característicos topolini o plataformas de baño a la vez que lugares de encuentro para los que pasan el día en el mar, la madre de Magris lo llevaba cada día, de mayo a octubreEl mar, un mar Adriático que desde el golfo de Trieste, e Italia, se extiende hacia Eslovenia y Croacia, es fundamentalmente el mar de la vida de Magris, el libro de sus recuerdos de infancia. Esa foto fija y obcecada, como era fija y obcecada la imagen sombría de Conrad, antes de lanzarse a navegar por el mundo. En el caso de Claudio Magris, el mar de la costa adriática es el paisaje de la existencia compartida con sus seres queridos, de sus libros, de sus estudios, de su zambullirse en cualquier época del año, como él mismo ha contado muchas veces. Es su identidad forjada y recorrida en su obra por el agua, ya sea en la forma de viaje danubiano, o ya sea simbolizando el sentido del abandono, de la aventura, del amor y “de la unidad de la vida, más allá de heridas y de naufragios”, que encarna su querido e insustituible microcosmos mediterráneo y adriático.Allí en el mar de Barcola, en las cercanías de Trieste, en ese apacible paisaje idílico y familiar donde, durante todo el año, la senda y el bosque de pinos son lugares clásicos para los paseos de los triestinos, llenos de bañistas en cuanto empieza a apretar el calor, con sus característicos topolini o plataformas de baño a la vez que lugares de encuentro para los que pasan el día en el mar, la madre de Claudio Magris lo llevaba cada día, de mayo a octubre. Un mar agradablemente doméstico y controlado, aunque a la vez símbolo magnífico todo él, de lo más majestuoso que encarna a lo largo de la historia el Mediterráneo: una mezcla incesante, apasionante e inagotable, con todas las fusiones y amalgamas posibles e imaginables, de civilizaciones y culturas. Una mezcla que también, siempre, anuncia otras cosas. Desde su “modesto” rincón, desde ese bello golfo y puerto de Trieste, se anuncian otros mares más grandes, océanos, viajes, rutas peligrosas, odiseas a veces hostiles, a veces plagadas de desafíos, de hallazgos y trofeos jamás soñados. También del “buen combate”, como dirá Magris hablando de Conrad. Así llamaba San Pablo al “deber de dar sentido a la existencia aceptando ese desafío”, en el extremo del cual está, permanentemente, la otra cara de la verdad, una verdad no menos humana, como recuerda Magris: “La deserción, la rendición y la huida”.
Salir de casa, abandonar el conocido y sereno golfo de Trieste, la seguridad y protección del que fue el puerto más importante del Imperio Austrohúngaro, la “puerta de entrada” de lo mejor de la cultura no solo germánica y centroeuropea; poner tierra y mar por medio de aquella “sugestiva amalgama germano-judía-eslava, producto de aquel mundo de frontera que era, antes y después de la disolución de Austria, el mundo danubiano” —como lo definía Claudio Magris en el libro escrito junto a Angelo Ara, Trieste, una identidad de frontera—, entregarse a la inmensidad de un océano abierto, “monótono e indefinido”, es lo que hará el jovencísimo héroe de Otro mar, Enrico Mreule, sin ni siquiera esperar a ver coronados sus estudios de filología clásica realizados en Innsbruck y Graz.
El puerto más importante del Imperio Austrohúngaro fue la “puerta de entrada” de lo mejor de la cultura no sólo centroeuropea, “producto de aquel mundo de frontera que era, antes y después de la disolución de Austria, el mundo danubiano”Su fuga, ese rotundo portazo a aquella magnífica “puerta de entrada”, lo llevará lejos: a Argentina. Lo llevará a intentar transformarse en otro, a “borrar sus propias huellas, despistar a quién sabe quién” y aparecer de repente, convertido en gaucho, en la inmensidad ahistórica de la Patagonia. Su fuga es la fuga de la cultura mediterránea, europea, familiar, a la vez que asfixiante y proclive a la inquietud, a la nostalgia y añoranza permanente de la otra cara de algo inexpresable. Por ejemplo, de esa “renuncia completa, que no participa de ningún valor”. Algo que compartía plena e intensamente con sus amigos dejados atrás. Que compartía casi en ese “exceso” que puede llegar también a veces a encarnar el mar: “El mar —se dirá en Otro mar— es un exceso porque devuelve la gran promesa de felicidad y la gran búsqueda del significado”.Entre lecturas —leídas en el original— de Platón, de Homero, de los presocráticos, el Evangelio, Schopenhauer, los Upanishad, Leopardi, Ibsen, Tolstói y los discursos de Buda, ese pulmón de acero de la cultura europea y universal el joven Enrico lo comparte con un grupo de amigos filósofos y filólogos clásicos —entre ellos el genial filósofo, suicida en 1910, con tan solo 23 años, Carlo Michelstaedter— en una buhardilla bohemia de Gorizia, justo en la frontera de Eslovenia, en vísperas de la Primera Guerra Mundial. Una identidad, una metáfora permanente de tantas cosas más, la frontera, que les da forma a todos ellos, en ese concreto lugar del mundo y microcosmos al que pertenecen. Tan frontera sería Gorizia, cuna de aquella breve y fulminante “generación perdida” austrohúngara, que en 1948 se optó por la solución salomónica de construir dos gorizias separadas por un puesto fronterizo, para que todo el mundo se quedara contento. Una Nova Gorica en el lado esloveno, y la Gorizia italiana de siempre, en el lado italiano.