El placer del miedo
Los relatos de Poe habían logrado infundirme un miedo que se refugiaba allá en los adentros de mi alma, como un cachorro en su madriguera. Me castañeteaban los dientes y el corazón se me subía a la garganta, mientras imaginaba los horrores que Poe acababa de desplegar ante mí; pero, extrañamente, en lugar de espantar su recuerdo, me esforzaba por guardar su rescoldo, para que siguiera comunicándome aquel escalofrío tan grato. Estaba, en efecto, asustado (y la clandestinidad de mi lectura aumentaba todavía más el susto); pero tal angustia me procuraba un indescifrable placer que deseaba retener y prolongar, y también repetir a la noche siguiente, y cuantas noches me fuese posible. La lectura (sobre todo si era lectura que robase horas al sueño) siempre me había procurado un placer recóndito y delicadísimo; pero aquel era un placer nuevo que nunca antes había experimentado, algo mucho más carnal (¡la carne de gallina!) y a la vez mucho más inefable y espiritual que no sabía descifrar.
«El corazón se me subía a la garganta, mientras imaginaba los horrores que Poe acababa de desplegar ante mí; pero, extrañamente, en lugar de espantar su recuerdo, me esforzaba por guardar su rescoldo, para que siguiera comunicándome aquel escalofrío tan grato»Algunos años más tarde encontraría una explicación a este placer que por entonces me parecía ininteligible. H.P. Lovecraft indaga las causas de la emoción que nos provoca la lectura de un buen relato de terror: todos, más o menos, tenemos conciencia del “lado oscuro y maléfico del misterio cósmico”; todos hemos experimentado en alguna ocasión un sentimiento de incertidumbre y de peligro, ante un mundo acechado de posibilidades malignas; y todos, a la vez que hemos huido de ese peligro, hemos sentido una inevitable fascinación o curiosidad que, sin embargo, no nos hemos atrevido a satisfacer, por simple cobardía, por respeto reverencial a las realidades preternaturales, o tal vez… por instinto de conservación. Esa fascinación o curiosidad que en la vida corriente no logra imponerse (salvo que uno sea un temerario o un insensato, salvo que esté endemoniado o perturbado) encuentra su desaguadero natural ante un relato de terror, que nos garantiza que la fruición apenas barruntada que la inminencia de un peligro despierta en nosotros podrá al fin ser disfrutada en plenitud y sin castigo, porque íntimamente sabemos que ese peligro nunca podrá desencadenarse sobre nosotros, sino tan sólo sobre esa porción de nosotros mismos que permanece prendida de la narración. Cuanto mejor sea el relato que estamos leyendo (cuanto más primorosa sea su arquitectura verbal, cuanto más vívida la narración y más consistentes sus personajes), más porción de nosotros mismos estará prendida del sortilegio; pero incluso cuando leemos una obra maestra, un resorte último en nuestras almas nos garantiza que la amenaza que nos hace castañetear los dientes, que desboca nuestro corazón y estremece nuestros miembros no tiene entidad real, fuera del encantamiento producido por la lectura. En esa certeza última (que puede llegar a ser solo subconsciente, como ocurre cuando soñamos) radica el placer del miedo: sabemos que el abismo que se ha abierto ante nosotros no tragará definitivamente nuestras almas, sino que tan sólo las acariciará brevemente con la brisa de un fuego imaginario. Un fuego cuyo calor huidizo conservaremos luego en la memoria.Experimentar el miedo, lejos de resultar placentero, causa dolor y deja a veces terribles secuelas en nuestro organismo y, sobre todo, en nuestra alma. Pero recrear esa emoción a través de un buen relato de horror provoca un gozo duplicado, que suma a la fascinación al fin colmada que causa la inminencia de un peligro el alivio de saber que ese peligro es imaginado. Naturalmente, este placer que produce la recreación del miedo que experimentamos ante la suspensión de las leyes naturales o en presencia de realidades invisibles nada tiene que ver con el placer insano que algunos tarados encuentran en ciertas “expresiones artísticas” de nuevo cuño (más cinematográficas que literarias, por lo común) que se regodean en chapotear en las cloacas del alma humana, allá donde las inmundicias más innombrables y las bestialidades más abyectas encuentran su asiento. El placer del miedo que aquí hemos tratado de describir nace de saber que los demonios han sido encadenados; el placer malsano al que ahora me refiero nace del anhelo de liberar esos demonios. Y los demonios, una vez sueltos, son una marea negra que anega las conciencias, un cuchillo que apuñala las sensibilidades, un microbio que infecta los sueños. Y las conciencias anegadas, las sensibilidades acuchilladas, los sueños infectados engendran monstruos que, para ser aplacados, exigen su ración diaria de alimento; ración que, cada día que pasa, se incrementa, hasta acabar engullendo a quien los cobija.
Quien halla placer en contemplar descuartizamientos de personas o abusos sexuales (por fingidos que sean), donde la brutalidad nihilista de las imágenes se mezcla en amalgama execrable con la pornografía más extrema, no busca el placer del miedo, sino que anhela infernar su vida (y tal vez, secretamente, también la del prójimo), justamente lo contrario que trata de conseguir un buen relato de terror, que no es otra cosa sino mantener el infierno a buen recaudo. Nuestra época tiende a confundir estos placeres antípodas (en un esfuerzo por amalgamarlos), pero conviene seguir deslindándolos, en defensa del arte y de nuestra propia y cada vez más maltrecha humanidad.