El valor del magisterio
Lo innovador parece sustituir a lo bueno en el orden de nuestros valores, pero la figura tradicional del maestro, tan a menudo cuestionada, sigue siendo imprescindible
Había una vez un niño en una clase de matemáticas. De repente un pajarito se posó en el alféizar de la ventana y comenzó a cantar. El profesor siguió llenando de números y letras la pizarra, insensible a la belleza de su canto. El pajarito mostraba al alumno la belleza de la vida, mientras que el profesor seguía con sus ecuaciones. El alumno, que era sensible y emotivo, permitió que su conciencia fluyera hasta sintonizar con el canto del pájaro. Su corazón estaba en el alféizar, no en la pizarra y durante unos minutos fue intensamente feliz.De este cuento se pueden extraer varias conclusiones interesantes sobre la mentalidad de algunos pedagogos:
1. No solo son insensibles a la belleza de las matemáticas sino que no tienen ningún pudor en confesarlo, sin comprender que hay profesores de matemáticas capaces de mostrar la belleza de su asignatura.
2. Sospechan que los profesores de matemáticas son sordos.
3. Creen que es más educador atender al canto de un pájaro que a las explicaciones de un profesor.
4. No les importa que el alumno suspenda el próximo examen de matemáticas sin aprobar por ello el de ornitología.
Son muchos los pedagogos convencidos de que hay que permitir que los niños sigan los caminos de su propia atención. Aprender, nos aseguran, es fácil y entretenido, porque todos nos hacemos preguntas y todos somos filósofos y científicos en potencia. Pero la verdad es que, si se trata de aprender cualquier cosa, se puede aprender de cualquier manera, pero si se trata de adquirir conocimientos relevantes y sistemáticos, hemos de poner algo de nuestra parte, porque los conocimientos no se ordenan solos. Pensar es fácil, pero pensar bien no. Por eso es más probable que en los transportes públicos nos encontremos con personas resolviendo sudokus que leyendo a Hegel.
Todos, efectivamente, nos hacemos preguntas, pero no suelen ser buenas preguntas. Millones y millones de hombres han visto caer manzanas de los árboles. Pero para ver en su caída el esbozo de una ley científica, se necesita tener educada científicamente la mirada. Para pensar bien hemos de aprender a quedarnos a solas con nuestros pensamientos y a hacerles las preguntas adecuadas. Hay quien no puede hacerlo por incapacidad para dominar su atención. Nuestra querencia espontánea no es la concentración, sino la dispersión. Por eso mismo, la facultad de controlar la atención es el verdadero fundamento de la inteligencia, del carácter y de la voluntad.
Cuando se dice que el conocimiento debe ser construido por el alumno, debemos preguntarnos si ese alumno tiene ya educada la capacidad atencional, porque, de lo contrario, estará construyendo un blindaje a su narcisismo. La verdad es que no hay nada en el conocimiento que le impida ser transmitido. Obviamente se puede transmitir mejor o peor, pero el buen profesor nos evita perdernos en los laberintos de nuestras distracciones. “La tortura más cruel es la del maestro que no tiene nada que enseñar”, decía Erasmo. Tenía razón, porque aprendemos, fundamentalmente, por impregnación.
Las cosas se pueden aprender de cualquier manera, pero si se trata de adquirir conocimientos relevantes y sistemáticos, hemos de poner algo de nuestra parte, porque los conocimientos no se ordenan solos. Pensar es fácil, pero pensar bien noVivimos tiempos extraños en los que una escuela se puede hacer popular gracias a su fobia al pupitre, a la pizarra, al libro de texto, al aula, a las asignaturas… o al profesor transmisor. Lo innovador parece sustituir a lo bueno en el orden de nuestros valores. Pero es difícil encontrar una escuela innovadora que nos aclare qué evidencias se compromete a provocar y a evaluar en sus alumnos. Nuestra escuela, en general, prefiere evaluarse más por la altura de sus propósitos que por la evidencia de sus resultados.Dicen que nuestra escuela está enferma de monotonía, pero a mí, un horario escolar bien hecho me parece un milagro, especialmente si es seguido con puntualidad, porque la puntualidad de los profesores evita no pocos problemas de disciplina de baja intensidad. En PISA 2009 se decía que en España las pequeñas interrupciones consumen el 20% del tiempo de clase. Es decir, de los cinco días lectivos semanales, uno lo dedicamos a intentar poner orden.
A mi modo de ver, los rasgos propios del buen maestro son los siguientes:
1. Conoce el oficio: es puntual, sabe hablar y mirar a los alumnos a la cara y conoce por qué hace lo que hace en cada momento.
2. Posee conocimientos amplios y sabe cómo transmitirlos. No hay didáctica de las matemáticas sin un buen conocimiento de la materia.
3. Se compromete con prácticas reflexivas, es decir, con evidencias. No solo se preocupa por cómo tener éxito. Le interesan también las razones de las dificultades de cada alumno, la lógica que subyace a sus errores. He defendido con frecuencia la necesidad que tenemos de una errorología.
4. Su rumbo es coincidente con el del centro.
5. Es consciente de la dimensión política y no solo psicológica de su trabajo. Por eso se preocupa de transmitir con cariño a los jóvenes lo mejor de nuestro legado cultural.
6. Conoce los métodos que carecen de evidencia científica, sea cual sea su glamour en la prensa. Sabe que con la excusa de la innovación, se están introduciendo con un entusiasmo acrítico las más curiosas metodologías basadas en pseudociencias o en ciencias mal comprendidas (piénsese en los neuromitos). Al mismo tiempo que crecen las críticas al conocimiento factual, se fomenta el emotivismo y, en general, la pedagogía New Age. Pero es de sentido común evitar todos aquellos métodos que a lo largo de los años no han mostrado ninguna eficacia, salvo que se estén utilizando de manera experimental y entonces habría que tener a las familias bien informadas.
7. Enseña para educar y, en consecuencia, presta suma atención a la adquisición de las virtudes intelectuales.
Pero si lo que desea es ser bien recibido en un congreso innovador, lo que debe hacer es utilizar tópicos sentimentales sobre los sagrados derechos del niño, resaltando especialmente su derecho a conquistar la felicidad por medio de la libertad, y si pretende ganarse un aplauso extra, entonces debe lamentarse de la crueldad de los exámenes y los deberes, condenar el currículo tradicional, la compartimentación del saber en asignaturas, la memorización y la disciplina. Esto no lo digo yo, sino el pedagogo William Chandler Bagley en… 1934.
Querer ser solo innovador denota una gran falta de ambición y, sobre todo, de originalidad. La historia de la educación es el relato del descontento de la escuela consigo misma. Vayan ustedes a una biblioteca de pedagogía y lo comprobarán. La innovación ha sido la ortodoxia pedagógica al menos desde que en 1928 Ferrière publicó, conmemorando el centenario de Pestalozzi, el libro Tres heraldos de la nueva educación, dedicado a los innovadores Hermann Lietz, Giusseppe Lombardo Radice y Frantis˘ek Bakule. En el prólogo se recogen todas las críticas que los innovadores de hoy dirigen a la escuela tradicional. La crítica a la escuela tradicional está tan presente que es más que probable que los estudiantes de magisterio conozcan mejor Summerhill o a los profetas de la descolarización que los métodos bien contrastados de tratamiento de la dislexia.
En Inglaterra acaban de invitar a 30 maestros de Shanghái para que les muestren cómo enseñan matemáticas. Lo que han enseñado es que los alumnos pueden comprender las matemáticas yendo paso a paso, un concepto después de otro, asegurando la comprensión de cada uno mirando a los niños a la cara. Podemos, claro, despreciar a los chinos, pero deberíamos también explicar a los padres para qué mundo educamos a sus hijos: para el que tendrán o para el que a algunos pedagogos les gustaría que tuvieran.