Entre la reflexión y la intriga
La novela española durante la Transición vivió la coexistencia de dos líneas principales: la recuperación de la narratividad y la experimentación metaliteraria
El concepto y vocablo Transición viene ocupando un lugar reconocido en la historiografía literaria. Proveniente de la política, ha sido adoptado con frecuencia para referirse a varias cosas al mismo tiempo. Con los conceptos historiográficos hay que ser preciso, porque se tiende a usarlos de manera demasiado amplia y vaga. Por fortuna, a diferencia de otros conceptos (como ocurre singularmente con el de posmodernidad, que ha terminado por no decir mucho, queriendo decir tanto) la Transición tiene un inevitable anclaje cronológico, derivado de la Historia política: se denomina Transición a la época que va desde la muerte de Franco (1975) al triunfo del Partido Socialista en las elecciones de 1982. Si queremos ser estrictos la Transición es eso, si bien hay quien la quiere extender a la “movida” (remoción de estructuras y hábitos sociales) de toda la década de los ochenta, lo que nos llevaría a desvirtuar un momento que merece ser estudiado sin rigidez pero con la necesaria acotación.Un segundo concepto de Transición en narrativa evita la rigidez cronológica y quiere referirse a los evidentes cambios que la novela española sufre desde la que podríamos llamar novela social-realista del franquismo. Esos cambios operan fundamentalmente en dos direcciones por los cuales una novela de Transición (en este sentido estilístico) se reconoce. Son dos direcciones curiosamente contradictorias entre sí. Por un lado se evidencia una tendencia a la recuperación de la narratividad, de los géneros de la intriga, bien sea policiaca o de novela histórica. Pero por otro hay una tendencia casi opuesta: la que Gonzalo Sobejano llamó ensimismada queriendo apelar a un tipo de novela reflexiva, fundamentalmente metaliteraria, esto es, vertida sobre el propio proceso de creación, en pugna con la simple narración de historias. Un tercer sentido de novela de Transición, pero que nos llevaría cronológicamente hasta la frontera del nuevo siglo, es la manera como ciertas novelas han reflejado el tema de la Transición política. Esta última acepción quedará fuera de este breve recuento.
Hay consenso en situar La verdad sobre el caso Savolta (1975) de Eduardo Mendoza en el quicio de la transición novelística, puesto que reúne varios de los elementos que definen el cambio de rumbo. Tiene la felicidad de coincidir su publicación con el año 1975 que sitúa el inicio del nuevo periodo historiográfico, pero además convienen a su estilo dos rasgos que serán predominantes en la Transición: la recuperación de la intriga ligada al desarrollo de una historia de investigación criminal y un fondo social y político que no se deja de lado. Podría decirse que en esta novela Mendoza realiza una síntesis muy hábil entre lo culto y lo popular, puesto que su lector no deja de verse atrapado por la intriga del género policiaco, pero respecto del cual hay una mirada desarrollada en planos de estructura muy trabajada. Otro autor que sirvió para la recuperación de la novela policiaca insertándola en un discurso político fue Manuel Vázquez Montalbán, quien inicia en 1972 la serie protagonizada por el comisario Carvalho, envuelto en intrigas de investigación criminal que tienen un reflejo de la sociedad política del momento, serie que en estos años de la Transición va desde la novela La soledad del manager (1977) hasta Asesinato en el Comité Central (1981), en el que actúa de fondo social el denominado eurocomunismo. Juan Marsé desarrolla por aquellos años casi en solitario un tipo de novela en el que el realismo centrado en la sociedad de la posguerra y el franquismo se ve asaeteado por los sueños de personajes que tienden a salir de las atmósferas sociales opresivas. Durante la época de la Transición en la que nos hemos centrado publicó Si te dicen que caí, aparecida en México en 1973 y en España en los años que hemos elegido como marco, y La muchacha de las bragas de oro (1978). Carmen Martin Gaite publica durante estos años Fragmentos de interior (1976) y El cuarto de atrás (1978), y ambas suponen la incorporación de la intimidad reflexiva sobre etapas de la formación de una sensibilidad femenina. Emblema generacional de la Transición fue Bélver Yin (1981) de Jesús Ferrero. Ambientada en China, inicia una forma de integración de cauces narrativos en la que el cosmopolitismo canaliza una visión de temas simbólicos y antropológicos. Otra vez las vertientes cultas se nutren de estructuras convencionales en la forma de novela histórica.
Hay consenso en situar ‘La verdad sobre el caso Savolta’ (1975) de Eduardo Mendoza en el quicio de la transición novelística, puesto que reúne varios de los elementos que definen el cambio de rumboLa segunda dirección de la novela de la Transición, la conocida como experimental y metaliteraria, tuvo enorme desarrollo. Aunque se publica tres años antes de la muerte de Franco, hay que convocar La saga / fuga de J. B. de Gonzalo Torrente Ballester, que fue emblemática de los nuevos tiempos narrativos, donde una fantasía desbordante y en planos estructurales complejos encauza de manera paródica temas de la historia de España. Otro novelista que desarrolló una quiebra del realismo con fábulas que revisitan la historia de España fue Juan Goytisolo, que en los años de la Transición publica Juan sin Tierra (1975) y Makbara (1980), ambas una revisión de la relación con la España musulmana, pero en estructuras sintácticas casi poemáticas. Julián Ríos publica en 1983 Larva, novela antirrealista de inspiración joyceana donde el juego lingüístico y las metamorfosis verbales sustituyen a la historia.En una convergencia donde se cruzan la narración histórica y el desarrollo metaliterario cabe situar la tetralogía titulada Antagonía de Luis Goytisolo, puesto que Recuento (1973), una novela que reconstruye la primera resistencia franquista en la Barcelona de los sesenta, ve desarrollarse en las siguientes entregas de la tetralogía —Los verdes de mayo hasta el mar (1976), La cólera de Aquiles (1979) y Teoría del conocimiento (1981)— toda una figuración intelectual y reflexiva sobre la propia creación novelística. También evoluciona hacia lo metaliterario Juan García Hortelano que en estos años entrega Gramática parda (1982), una obra culturalista en el límite con el ensayo. Manuel Longares en La novela del corsé (1979) realiza una relectura con elementos de comentario e intertextuales de la tradición del folletín amoroso.
Emerge como novelista de la Transición, en un plano intelectualista, la primera época de Juan José Millás, quien en Visión del ahogado (1977) reúne elementos de la novela policiaca y la simbología kafkiana. El José María Guelbenzu de El río de la luna (1981) supone la ruptura del realismo por el procedimiento de novela poética, puesto que es indagación simbólica en torno al tema amoroso en planos narrativos complejos. José María Merino en El caldero de oro (1981) imagina una novela como si fuera un palimpsesto en el que a modo de capas se superponen rescates de la memoria y elementos míticos.
Los años de la Transición asistieron finalmente al nacimiento para la novela de algunos de los autores de estilo más personal cuya obra ha continuado creciendo. Me refiero a Javier Marías, cuya primera novela, Los dominios del lobo, es de 1971 y que en los años que estamos siguiendo publica El monarca del tiempo (1978). Luis Mateo Díez aparece con Apócrifo del clavel y la espina (1977), sobre la pervivencia de una sociedad anacrónica, y con Las estaciones provinciales (1982) inicia una reconstrucción de la vida provinciana durante el franquismo. Álvaro Pombo publica en estos años Relatos sobre la falta de sustancia (1977) y El parecido (1979). Por último, Enrique Vila-Matas publica su primera novela, La asesina ilustrada, en 1977 y en 1982 reaparece con una colección de cuentos, Nunca voy al cine, donde se aprecia ya su visión irónica en la que la experiencia es metamorfoseada por la ficción.
Hecho un balance, podría decirse que la novela española durante la Transición no únicamente desarrolló un lenguaje narrativo preocupado por indagar nuevos ámbitos, sino que vivió la coexistencia de dos líneas principales: la recuperación de la narratividad y la experimentación metaliteraria.