“Escribir es aullar sin ruido”
La mexicana Guadalupe Nettel, la chilena Isabel Mellado y las argentinas Valeria Correa Fiz y Samanta Schweblin, se miden con las tradiciones latinoamericanas y anglosajonas para desafiarlas
La frase de Marguerite Duras preludia el modo en que el relato contemporáneo despliega una diversidad de aullidos que son más potentes al condensar núcleos viscerales del animal que fuimos, que somos y que seremos; pero que negamos amparados en una racionalidad que nos protege de las pulsiones primarias. La mexicana Guadalupe Nettel, la chilena Isabel Mellado y las argentinas Valeria Correa Fiz y Samanta Schweblin, cuatro singulares cuentistas que exploran el género con el atrevimiento que les proporciona medirse cuerpo a cuerpo con las tradiciones latinoamericanas y anglosajonas para desafiarlas, parecen confluir en las curiosas coincidencias que se perciben en algunos de sus libros: El matrimonio de los peces rojos, El perro que comía silencio y La condición animal, los tres publicados por Páginas de Espuma. La “animalidad” —que no es una anomalía con aristas fantásticas ni un desvío de las reglas— aparece explicitada en los títulos. Las tres narradoras podrían sugerir que nada de lo animal les resulta ajeno. En el caso de Schweblin, en cambio, lo extraño —que trasluce a veces el animal interior— es un germen de la propia realidad que procede como una foto levemente fuera de foco.Lo extraño es lo habitual para Nettel, Mellado, Correa Fiz y Schweblin, aunque difieran en las estrategias narrativas y en el trabajo con el lenguaje. En esta línea tan versátil como elástica que excede inicialmente el género fantástico, Nettel se desliza por las aguas que han recorrido Adolfo Bioy Casares, Julio Cortázar, Guy de Maupassant, Josefina Vicens y Elena Garro, para indagar en lo anómalo y lo extraviado que habita en lo cotidiano. Schweblin ha deglutido con fascinación a Bioy Casares y a Cortázar, pero especialmente a Antonio Di Benedetto para construir tramas que ocurren en un plano realista; mas un gesto apenas perceptible, el eco de una palabra o una mínima sospecha, abren la historia hacia otra posibilidad. La cuentista argentina logra disipar la frontera entre lo real y lo irreal y pone en jaque esas convenciones para vislumbrar lo desconocido, que jamás es lo inventado o lo imposible, sino lo que está escamoteado por ese pacto que distingue normalidad y anormalidad como compartimentos estancos. Correa Fiz abreva en los climas y atmósferas de Silvina Ocampo, H.P. Lovecraft y Edgar Allan Poe para destripar el mal y la pérdida de la condición humana. En los textos de Mellado las referencias más visibles levitan entre el pensamiento metafísico de Macedonio Fernández y las greguerías de Ramón Gómez de la Serna. La gran pericia de la escritora chilena consiste en reducir la distancia entre poesía y cuento, como si fueran las dos caras de la misma moneda lingüística.
En los relatos de Nettel, los animales y los insectos operan como “un espejo que refleja emociones o comportamientos subterráneos que no nos atrevemos a ver”, según advierte la narradora del primer cuento de El matrimonio de los peces rojos poco antes de enterarse de que la dupla de peces que tuvo, los Betta Splendens, conocidos como “luchadores de Siam”, tienen notorias dificultades para la convivencia. En el tenso y resquebrajado acuario familiar —nada mejor que los peces para comprobar la complejidad del entendimiento y la coexistencia en cualquier tipo de pareja—, los gritos también pueden ser silenciosos.
El bisturí de Correa Fiz es de una ferocidad insólita: puede narrar a fondo, como si se introdujera en las tripas del mal, las escenas más crueles y horripilantes con una delicadeza y precisión casi japonesa. Como sucede en el primer cuento de La condición animal, cuando una mujer que vive en las afueras de Miami con varios gatos es asediada por una pandilla de adolescentes, encabezada por una rubia oxigenada de ojos grandes, cuya forma de mirar “era casi un alarido”. Uno de los chicos de la pandilla agujerea la carne de Philip en el muslo izquierdo para colgarlo de una pata. La rubia, “la Reina Loca”, como la llama la mujer, ordena lamer un poco de sangre que gotea del animal. “Ella misma puso el dedo en la herida del gato y se lo llevó a la boca. Se pintó los labios con sangre”, cuenta la testigo y narradora antes de que se produzca el desmoronamiento de su pareja. Esa especie de resquebrajamiento la conduce al extremo de matar a su gato preferido para descubrir que las apariencias engañan y el macho Philip —nombre elegido porque el felino es parecido al actor estadounidense Philip Seymour Hoffman— en su agonía se revela hembra.
El relato contemporáneo despliega una diversidad de aullidos que son más potentes al condensar núcleos viscerales del animal que fuimos, que somos y que seremos; pero que negamos amparados en una racionalidad que nos protege de las pulsiones primariasMellado experimenta con el cuento desde una excepcional condensación poética —próxima a una suerte de respiración lírica sin el corte de los versos—, como si persiguiera la multiplicidad de sentidos que emergen con los sonidos más que con el significado de los mundos narrados. “La palabra del hombre tiene sentido y sonido —plantea Antón Chéjov en su Autobiografía—. Escuchad el sentido, y no conoceréis al hombre. Escuchad el sonido, y conoceréis al hombre”. La narradora chilena escribe cuentos como si atrapara poemas desgarrados en el aire, con un desenfado humorístico distintivo que combina la potencia al grano de Wallace Stevens, la melancolía zumbona de Chéjov y lo lúdico-fantástico de Cortázar. Lo novedoso radica en expandir el campo del valor de la imaginación, porque “la verdad parece ser aquello que vivimos en conceptos de imaginación antes de que la razón los haya fijado”, como postulaba Stevens. “Errar es humano, perdonar es perruno”, dice el perro free lance de pueblo en el relato “Mi primera muerte”. Pero va más allá cuando agrega: “A lo largo de mi vida he comprendido que casi ningún hombre tiene palabra, pero todos tienen silencio y eso es lo esencial”. El procedimiento que instaura funda una realidad, que puede variar de relato en relato, donde dinamita el verosímil. Lo que importa no es la credibilidad, sino ese estado de “naturalismo” sinestésico. Un ejemplo sería el principio de “Rebajas”: “Fui a comprarme un abrazo en las rebajas, pero no tenían mi talla. Solo había uno rosado y tupido que me quedaba ancho”.Lo extraño es lo empírico avizorado a través de un zoom que, al acercar tanto la imagen y las experiencias cotidianas, deforma a sus criaturas sin que sean demasiado conscientes de esa mutación. No hay nada más perturbador que la deformación que se funde en el río de la normalidad. En Siete casas vacías, Schweblin bucea en lo real desde su reverso siniestro y lúgubre para interrogar los vínculos familiares y desmontar las zonas más incómodas respecto de las normas establecidas. Madre e hija salen a mirar casas y el asunto de los límites traspasa la raya con el robo de una pequeña azucarera en “Nada de todo esto”. Los hijos se pueden extraviar bajo el mismo techo —cualquiera sabe lo fácil que es perderlos de vista—, quizá lo inquietante sea que se pierdan junto a dos abuelos que andan desnudos por el jardín, como sucede en “Mis padres y mis hijos”. El tabú se expresa en una pregunta retórica que arroja uno de los personajes: “¿Me está diciendo que hay chicos y adultos desnudos y juntos?”. Lola, una anciana enferma, cruel y repleta de manías, como por ejemplo hacer listas, quiere morirse. La protagonista de “La respiración cavernaria” todas las mañanas, inevitablemente, vuelve a despertarse. Hay un camino infranqueable entre el deseo de la muerte y su materialización, como si la pesadilla de una probable eternidad se prolongara en una normalidad cada vez más retorcida.