ETA en la literatura
Con algunas excepciones que desafiaron la autocensura, los escritores solo empezaron a tratar del dolor, el acoso y la humillación de las víctimas en los tiempos finales de la banda
El miedo a ETA ha condicionado la vida social del País Vasco y Navarra desde que tengo uso de razón. Yo nací en uno de los santuarios de los devotos fanáticos de la patria vasca y voy reconstruyendo de forma azarosa y aleatoria esa memoria difícil —por lo fragmentaria— de la infancia y adolescencia. El poder institucional y fáctico del nacionalismo obligatorio violento sustituyó al del franquismo, sin darnos un respiro. Algunos médicos, profesores o abogados marchaban de noche, casi siempre en silencio y nos pasaban desapercibidos los niños, sus hijos, que un día ya no estaban allí.En mi pueblo se erigían monumentos en un parque infantil a un activista muerto en un enfrentamiento armado con la Policía o la Guardia Civil —no podría determinarlo— mientras los hijos de los asesinados tras algún rumor maledicente pasaban a ser invisibles para todos. Terminaron por escapar, para evitar, al menos, las únicas miradas, las del odio. El terror se administraba en dosis homeopáticas que expandía la mancha del temor o de la reverencia ciega.
Me faltarían dedos en las manos para contar los negocios arruinados tras ser acusados por cosas tan graves como tratar con humanidad a las humildes esposas de guardias que vivían en el acuartelamiento que se encontraba en los arrabales de la villa, allí donde daba paso abruptamente al puro monte… El control social fuera de mi pueblo tampoco parecía tener fin y la gente callaba y los escritores en lengua española, durante mucho tiempo, también.
Estar en un lado u otro de la línea determinaba a quién se podía hablar o amar. Es un material narrativo de primera magnitud, sin duda, como lo es la literatura, en el análisis del fenómeno terrorista. La profesora en la Universidad de León, María José Álvarez Maurín, especialista en el estudio de la presencia del terrorismo en la literatura y el cine, cita a Walter Laqueur en su obra The Age of Terrorism (2003), donde señala que “la ficción resulta más prometedora para la comprensión del fenómeno terrorista que la ciencia política”. Así será, pero más que una huella de ETA en la literatura, durante más de una generación se puede rastrear la huella de la autocensura. Personalmente albergo la intuición de que algunos autores caparon un talento con el que podrían haber materializado grandes obras, para evitar problemas.
Raúl Guerra Garrido fue, sin duda, el hombre más libre frente a ETA de cuantos escribieron novelas en las tierras vascas. Escribió lo que quiso, como quiso, y, desde luego, cuando quiso sobre el terrorismo etarra. En 1976 publicó Lectura insólita de ‘El Capital’, el mismo año del Ehun Metro del escritor donostiarra Ramón Saizarbitoria que contaba en euskera la persecución policial de un terrorista. En 1981 publicó La costumbre de morir; La carta, en 1990; Tantos inocentes, en 1996.
Ahora que la violencia y su poder van quedando atrás, la literatura tiene un valor extraordinario para conjurar el miedo y para mostrar cómo se van poniendo en pie las sociedades desde los restos de la cobardía, de la devastación sorda y de la tragediaEn 1998 y 1999 colocaron artefactos de escasa potencia y arrojaron cócteles molotov contra la farmacia familiar en el barrio donostiarra de Alza. En 2000 la incendiaron hasta reducirla a cenizas, obligándoles a abandonar la actividad comercial. Por esos mismos años la librería de algunos de sus amigos, Lagun, llegó a sufrir decenas de pintadas amenazadoras y atentados, como ya los había sufrido entre 1969 y 1970 por parte de la extrema derecha… En uno de ellos, rompieron el cristal del escaparate, extrajeron brutalmente ejemplares de distintos libros y los quemaron en una pira. Poco después intentaron asesinar a uno de sus dueños, José Ramón Recalde, ex consejero socialista del gobierno vasco y antiguo antifranquista que sobrevivió a los balazos. La librería cerró, pero meses más tarde cambió de ubicación y fue más fácil proteger a los libros y a los libreros, Teresa, Rosa e Ignacio.Nada quebró su libertad interior y después de varios años viviendo bajo escolta policial publicó La soledad del ángel de la guarda. “La soledad es un desierto en el que nadie sobrevive sin cantimplora. Todo parecido de este desierto con la realidad no es parecido, es realidad”, así abre Raúl Guerra Garrido su novela de 2007. En estos tiempos, en este 2016, conviene revisar su obra, decente y honesta, escrita desde el epicentro de la violencia y con el valor añadido de haber sido parida a tiempo real de los acontecimientos y actitudes de la sociedad vasca.
En todo caso, rescataría de los años noventa Días contados de Juan Madrid, como una novela extraordinaria que dio lugar a la película del mismo título. También El hombre solo de Bernardo Atxaga se asomó a la temática del terrorista.
La percepción del miedo empezó a difuminarse en los tiempos finales del terrorismo, entrados los primeros años del siglo XXI, y desde entonces se rastrea de forma creciente la aparición de novelas o relatos que, de alguna manera, pintan el paisaje real o la temática terrible del acoso o del fango moral, así como las secuelas humanas en las víctimas.
La publicación de crónicas o novelas, de hecho, fue un indicador tan fiable como las estadísticas policiales o la disminución de los atentados mortales de que se acercaba el final de la tiranía del miedo. De una forma tímida, muchas veces, el angular empezaba a moverse y a tantear nuevos espacios y conflictos en la ficción.
Los peces de la amargura (2006) de Fernando Aramburu es una colección de relatos, íntima y exquisita, que destapa el interior de las vidas marcadas por el embrutecimiento o el dolor. La respuesta del escritor donostiarra Ángel García Ronda, publicada el mismo año, anticipa tiempos futuros de posterrorismo, con heridas abiertas y cuentas pendientes, en medio de la grisura moral de la ciudad que tantas veces prefirió no ver, para no sentir. Luisa Etxenike, también donostiarra, se atrevió en 2008 con El ángulo ciego, una novela muy interesante cuyo protagonista es un escritor, hijo de una víctima del terrorismo, que se desdobla en su obra.
Años lentos (2012) de Fernando Aramburu explora la naturaleza del adoctrinamiento violento y las complicidades de algunas partes de la sociedad vasca. En este año 2016, el autor ha publicado su novela Patria, que pinta un fresco de una calidad extraordinaria sobre la vida de dos familias justo en el corazón de las tinieblas, justo en el pueblo donde yo nací aunque nunca se nombra, pero que se reconoce por su ubicación, sus paredes, sus paseos, su habla, sus gentes y sus tragedias. Ahí nació esa memoria que voy ordenando desde hace años. La novela se lee robando horas al sueño y aun en su riqueza, en su áspera ternura, en su costumbrismo, en su hondura, es solo un poco de lo que falta por contar.
Por su parte Martutene (2012), del escritor en lengua vasca Ramón Saizarbitoria, incorpora una mirada abierta y crítica hacia su generación. El autor reconoció públicamente que en los años ochenta no veía el sufrimiento de las víctimas de ETA.
La violencia y su poder van quedando atrás, dejando pendiente para todos los demás afrontar —literariamente o no— lo que queda al descubierto cuando baja la marea del odio. Las obras citadas, como otras que se han ido publicando, apuntan a que, inevitablemente, este va a ser uno de los grandes nichos para la ficción en el futuro de las letras españolas. Ahora que podemos ver los destrozos de la pleamar de la sangre derramada, la literatura tiene un valor extraordinario para conjurar el miedo y para mostrar cómo se van poniendo en pie las sociedades desde los restos de la cobardía, de la devastación sorda y de la tragedia.