Diálogo con Francesc de Carreras
—El elemento principal del político es el lenguaje. En la antigüedad contaba con dos disciplinas de apoyo básicas, la retórica y la oratoria, con sus propias reglas. ¿Qué se ha hecho de ellas?
—La retórica ha ido a la baja, al menos la clásica. En el terreno del discurso, yo he vivido el cambio de estilo. Mi padre, Narcís de Carreras, había sido político de la Lliga Regionalista y utilizaba una retórica a la antigua, le hacían hablar siempre en las bodas y era impecable. Otro personaje muy brillante en los años sesenta era Manuel Jiménez de Parga, me inicié como profesor en su cátedra de la Universidad de Barcelona. En sus clases magistrales sabía mantener la tensión y colocaba una anécdota cuando era necesario.
—¿Quiénes son sus sucesores en la España actual?
—El estilo retórico clásico y rimbombante ha desaparecido. Por algún político que habla bien, abundan los que no. Una cosa penosa del Parlamento es que la gente suele salir con un papel y lee. En la época de la República se daban intervenciones improvisadas de gran calidad a cargo de Prieto, Azaña, Gil-Robles, y también de diputados poco conocidos, porque llegaba al Parlamento gente con una gran formación.
—¿Qué tal han sido los presidentes de la democracia como oradores?
—Adolfo Suárez leía los discursos que le escribía Fernando Ónega. Felipe González era muy bueno. Le vi una vez en Barcelona, en el Palacio de los Deportes lleno de obreros de los de antes, de cuando la clase obrera aún existía, y los levantaba de sus asientos. Era como ver llegar a Bruce Springsteen. Aznar lo hacía bien en el Parlamento, tenía capacidad de respuesta, pero le faltaba el atractivo y la simpatía de Felipe. Sin embargo mantuvo con él debates en que estuvo a su altura.
—¿Y Rajoy?
—Cuando usa el papel es muy aburrido, pero cuando lo deja y utiliza un estilo socarrón, irónico y muy gallego, resulta eficaz. No es un buen orador pero sí un buen argumentador.
—¿El debate político se ha trasladado en buena medida del Parlamento a las tertulias?
—Las tertulias constituyen un fenómeno de los últimos veinte o treinta años. En parte han sido positivas; yo en los años noventa participé mucho en la radiofónica de Josep Cuní. Si no te cortan y puedes explicarte tranquilamente, sí creo que contribuyes a que la gente pueda conformar su pensamiento. La tertulia televisiva tiene un problema, y es que a veces la gente que no está de acuerdo contigo te insulta por la calle. A mí me pasó por mis opiniones críticas con el nacionalismo, había quien me decía: “si no te gusta Cataluña, vete a otro lado”, y en alguna ocasión, yendo a cenar con mi mujer a un restaurante, me insultaban desde la mesa de al lado. Mostrar la cara tiene sus riesgos.
—¿Y las redes sociales qué aportan al lenguaje político?
“El tuit es lo contrario de la argumentación, se trata de un mensaje concentrado, un eslogan, frente a lo que debería ser una declaración deliberativa, de argumentos y contraargumentos a partir de los cuales se forman opiniones”—Pues un factor realmente nuevo que ha cambiado el panorama. El tuit es lo contrario de la argumentación, se trata de un mensaje concentrado, un eslogan, frente a lo que debería ser una declaración deliberativa, de argumentos y contraargumentos a partir de los cuales se forma una opinión que da legitimidad a las decisiones. Esto es crucial porque a las redes se les da mucha importancia, incluso los diarios serios reproducen los tuits de futbolistas, actores y otros personajes mediáticos; hoy cualquiera puede opinar. Y esas opiniones se utilizan de forma muy perversa. A partir de que se produce un hecho, las redes sociales empiezan a recoger tuits. Un político, por ejemplo, hace una declaración, y lo primero que se mira es cómo han reaccionado las redes sociales, que se equiparan a la opinión pública.—Pero aunque las equiparen con la opinión pública no lo son.
—No, porque ni siquiera constituyen reacciones espontáneas, los propios partidos cuentan en sus filas con gente que se dedica a tuitear y retuitear. A veces, cuando se habla de que “las redes sociales dicen”, a lo mejor son solo cincuenta personas. En Bruselas me explicaban que los lobbies disponen de un espacio importante en el Parlamento europeo y siguen con mucha atención todos los debates. Cuando los políticos opinan sobre determinados colectivos, sobre todo si es de forma crítica, inmediatamente se produce una avalancha de respuestas vía twitter. Tienen lugar linchamientos regulares hasta que el partido le advierte a su diputado: “sobre esto, mejor no decir nada”. De este modo las redes sociales frenan la libertad de expresión. Los tuiteros crean una falsa opinión pública, que en realidad emana de sectores minoritarios que complican los debates.
—El lenguaje político va cambiando con los años, pero también con los distintos sistemas de poder…
—Sí, y es interesante comprobar cómo en ocasiones se consolida un lenguaje a través de un conjunto de términos que de manera sutil van imponiendo una ideología. Este tipo de operaciones se ha estudiado muy bien a propósito de los lenguajes totalitarios, en el libro de Jean-Marie Domenach La propaganda política o en el de Victor Klemperer Quiero dar testimonio hasta el final, sobre el nazismo.
—¿Y en el franquismo?
—La utilización del lenguaje era muy deliberada, los propagandistas del Régimen ya lo habían aprendido en los años treinta, cuando la radio se establece como medio de comunicación. Sabían que el lenguaje que se usa en la radio es el que queda en el lenguaje más coloquial.
—¿Cómo cambia el lenguaje de la política española tras la muerte de Franco?
—El lenguaje de la Transición es el de la democracia de otros países. Analicemos, por ejemplo, un término como “la centralidad del Parlamento”. Estaba tomado del Partido Comunista Italiano de Togliatti, donde se hablaba mucho de la centralità. Por aquella época yo militaba en el PSUC, el partido comunista catalán.
—Algunos términos claves de aquella época se han esfumado. Por ejemplo: progresismo.
—Ha desaparecido progresivamente. A partir de un cierto momento se llevó a la ridiculización con toda aquella moda de los “progres”. Además tuvo en contra toda la filosofía posmoderna de impronta francesa e italiana de los años ochenta, los Foucault, Derrida, etcétera, que con un lenguaje muy difícil decían que esto del progreso era una idea ilustrada, pero que en la historia del mundo el progreso no era indefinido y podía dar marcha atrás. Y así pusieron en duda, con mucho éxito, la continuidad del proyecto ilustrado del siglo XVIII.
—La idea de democracia misma se ha visto sometida a muchas interpretaciones.
—Hay que estar atentos cuando la democracia se adjetiva. El franquismo usaba lo de “orgánica” para señalar que no se centraba en el individuo, sino en la familia o en el sindicato. Hoy en cambio se dice que es “avanzada” o “deliberativa”, cuando se centra en el debate. El latiguillo “de baja calidad” ha penetrado mucho, pero a ver, del 1 al 10, dónde le ponemos la nota. El populismo confunde democracia con democracia directa. La primera pasa por los partidos, que, dicen, “no nos representan”. Y es que ellos sostienen que la democracia consiste en que el pueblo hable directamente, evitando las representaciones.
—¿Usted no lo ve así?
—La democracia representativa se basa en que la ciudadanía elija a sus representantes para que tomen decisiones sobre temas que son muy complicados y a menudo de tipo técnico, y si no te gusta cómo lo hacen, no les votas en las siguientes elecciones. Mientras que la democracia popular consiste en que el ciudadano se esté pronunciando cada día. Pero con ello lo que en realidad se hace es evitar la responsabilidad del político. Luego los populistas manipulan el referéndum o las primarias que han convocado y dicen: esto no lo decimos nosotros, lo dice el pueblo, y por tanto solo lo puede rectificar el pueblo.
—Le planteo algunos términos de uso actual. ¿Qué me dice de la “casta”?
—Es un término que en España siempre se ha utilizado. Lo hacían los regeneracionistas, de Joaquín Costa a Ortega, combinándolo con el de “élite”, y se contraponía al pueblo llano.
—¿Y de la “hegemonía”?
—El joven Gramsci creía que el poder se conquistaba por asalto revolucionario. En cambio, el Gramsci de la cárcel propone la idea de hegemonía cultural, convencer a la gente de que se va por el buen camino hacia el comunismo y hacerlo gradualmente. Los de Podemos aprovechan el concepto del segundo Gramsci, pero en realidad lo utilizan de acuerdo con el primero: para ellos lo importante es tomar el poder, en este sentido son un poco bolcheviques, creen que únicamente desde el poder se puede hacer el gran cambio.
—Soberanismo.
“Los nacionalistas han sido unos maestros en manejar un lenguaje aparentemente neutro pero con un significado profundo, como ocurre cuando a España se le denomina Estado español, es decir, un artilugio jurídico”—El pujolismo, desde 1980, impone un lenguaje utilizando TV3, los medios públicos catalanes y los diarios controlados. Ese lenguaje se acaba contagiando a todas las esferas, incluso a las cadenas nacionales cuando desconectan para la audiencia catalana, da igual que sea la COPE o RNE Cataluña. Los nacionalistas han sido unos maestros en manejar un lenguaje aparentemente neutro pero con un significado profundo, como ocurre cuando a España se le denomina sistemáticamente Estado español, es decir, una casa vacía, un artilugio jurídico; mientras Cataluña es el pueblo de Cataluña, una nación.—Derecho a decidir.
—Se lo inventó el político del PNV Juan María Ollora en los años noventa. Arzalluz le pidió un texto para atraer a ETA a unas posiciones más moderadas. Como el derecho de autodeterminación era inaplicable porque Euskadi no cumplía los parámetros que se exigían internacionalmente, pues entre otras cosas allí no se vulneraban derechos fundamentales, se inventaron este sinónimo light de autodeterminación.
—Relato.
—Hoy se habla de relato para referirse a una historia argumentada. Como la ideología ha sufrido un descrédito, el “relato” se impone en el sentido de ver cuáles son nuestros argumentos para tomar decisiones. No me imagino hace unos años a alguien comentando: “Necesitamos un relato democrático para luchar contra Franco”. Cuando hoy falta “relato” es que los argumentos son flojos o inexistentes.
—Memoria histórica.
—A principios del siglo XX un grupo de historiadores españoles se pone a trabajar con la idea de desmontar los viejos mitos españoles: el Cid, la Reconquista, el Descubrimiento, mediante datos contrastados y con método científico. Ahora volvemos a encontrarnos con que la historia no interesa y en cambio hay que crear una “memoria histórica”. Hacerlo, y desde el poder, es un engaño, va contra la consideración de la historia como ciencia. Se vuelve a lo que hacían los historiadores franquistas, imponer una ideología sobre la realidad, que es mucho más compleja.