Entre el fusil y la pluma
En sus registros político, histórico, de género o culturalista, la obra de Sergio Ramírez, siempre con la figura de Darío como referente, se cuenta entre las más valiosas de la generación del ‘posboom’
Sergio Ramírez es, sin duda, uno de los escritores hispanoamericanos más significativos entre los herederos directos de los maestros de la segunda mitad del siglo XX. A diferencia de otros, Ramírez nunca intentó desmarcarse de esta tradición, asumiendo lo que los narradores del boom habían aportado a las letras hispanoamericanas y asumiendo también el hecho de que ciertas circunstancias sociales y políticas que determinaron el desarrollo de los primeros, estaban todavía presentes en el origen de los segundos. De cualquier modo, tanto Ramírez como algunos de sus compañeros de generación, no se encontraron muy cómodos con el discurso totalizante, con las metáforas globales, de sus hermanos mayores, e iniciaron un camino de ensimismamiento, de regionalización de sus preocupaciones tanto políticas como literarias.Cuando Ramírez comienza sus estudios universitarios en León, los barbudos cubanos están a punto de tomar el poder en La Habana. El destino, tanto político como cultural, de Cuba y Nicaragua van a estar íntimamente unidos desde esa fecha hasta 1990. La tarde del 23 de julio de 1959, cuando la guardia de Somoza disparó en León sobre una manifestación estudiantil, matando a cuatro muchachos e hiriendo a más de 70, Sergio Ramírez sintió que su vida iba a estar, de ahí en adelante, determinada por la lucha contra la dictadura. Los años siguiente son, por tanto, los de su iniciación a la vida literaria, pero también —y de manera indisoluble— a la política. En 1960 publica su primer relato, titulado significativamente El estudiante, que muy pronto incluye en un volumen de Cuentos (1963). La crítica ha sostenido que en estos primeros relatos Ramírez intenta rescatar a la literatura centroamericana de su carácter fragmentario, provincial y que solo se entendía de puertas adentro. De hecho, cuando acaba sus estudios se exilia a Costa Rica y colabora en la fundación de la Editorial Universitaria Centroamericana, empresa de enorme trascendencia en esos años.
La creencia en una posible Centroamérica unida, al menos culturalmente, condiciona no solo su visión del futuro político de la región, sino también su futuro desarrollo literario. Efectivamente, en el período siguiente, el “europeo”, va elaborando en distintos ensayos la figura referencial de su propia trayectoria, un Rubén Darío universal, que transforma el exilio en un arma para “fundar un verdadero arte nacional centroamericano, que es también por primera vez americano”. Darío estará ya siempre presente en la autofiguración que a través de su obra va construyendo a lo largo de los años, acompañando a Augusto César Sandino en la lucha y en el pensamiento revolucionarios.
Como otros escritores latinoamericanos coetáneos, Ramírez no se encontró cómodo con el discurso totalizante y las metáforas globales de sus hermanos mayores, e inició un camino de regionalización de sus preocupaciones tanto políticas como literarias En 1975 rechaza una beca en París y decide marchar a su país, a luchar por la causa sandinista. Ha publicado ya una novela primeriza, Tiempo de fulgor (1970), en la que demuestra un profundo conocimiento de las técnicas narrativas más novedosas y, de alguna manera, incorpora la literatura nicaragüense a la tradición narrativa de los maestros del boom. Además, tiene otra novela a punto de aparecer, ¿Te dio miedo la sangre? (1976), una primera incursión en la novelística de la dictadura y de la realidad nicaragüense, tejida a base de historias paralelas sin unidad de tiempo. Son diez años de lucha política, en los que Ramírez publicará algunos ensayos, pero ninguna obra de creación hasta Castigo divino en 1988, obra comenzada en 1985. Es esta una novela de las denominadas de archivo, que exonera un expediente judicial de 1939 y construye una trama semipolicial, llena de elementos melodramáticos y de alusiones al cine y a los mass media.En estos años, la tensión que estructura la mayoría de los textos de Sergio Ramírez es la preocupación por armonizar la creación literaria con la acción política. Tanto Ramírez como otros intelectuales de su generación y de las anteriores intentan dar una respuesta satisfactoria al reclamo de Ernesto Guevara: “En la revolución hay que probar a ver si se puede ser escritor en medio de la lucha cotidiana…”. Para esa labor, Ramírez recurre una vez más a la historia. Son los años de los ensayos históricos sobre Nicaragua, de la vuelta a la literatura testimonial con La marca del Zorro: hazañas del comandante Francisco Rivera Quintero contadas a Sergio Ramírez (1989), texto que sería considerado como el libro “oficioso” del sandinismo gobernante.
A partir de 1990, año en el que el sandinismo pierde las elecciones, el impulso revolucionario de una parte de los intelectuales que apoyaron el movimiento se orienta cada vez más hacia un sentimiento democrático. Y la tensión dialéctica entre acción y arte, o acción y literatura, se va inclinando cada vez más del lado de esta última. Ramírez se refugia en la historia, insistiendo en el viejo proyecto de la
autofiguración frente al perfil más positivo, más nacional y a la par más universal, del maestro Rubén Darío. En Margarita, está linda la mar (1998), Ramírez proyecta la figura de Darío desde el grupo de muchachos que ingenua y atropelladamente atentaron contra Anastasio Somoza, y toda la acción se centra —al igual que en otras novelas— en la ciudad de León, metonimia de toda Nicaragua. En Mil y una muertes (2005), Sergio Ramírez sigue utilizando el recurso de la historia, pero la balanza se inclina ya decididamente del lado de la literatura. El autor parece abandonar el tono épico y acercarse más a una suerte de culturalismo universalista, muy propio también de su modelo dariano al que, no obstante, en este relato se presenta desde su lado más humano y cotidiano.
En sus últimas novelas, como también ocurrió con alguno de los integrantes de la generación del boom, Ramírez recurre a los relatos de género, síntoma sin duda de una normalización democrática en su escritura. Retoma el género policial, que ya ensayó en Castigo divino, y crea sus particulares detectives, el inspector Dolores Morales y el subinspector Bert Dixon en El cielo llora por mí (2008), que continuarán sus andanzas en Ya nadie llora por mí (2017), su última novela. Retoma también el tema del testimonio en Adiós muchachos (1999), auténtica memoria de la revolución sandinista, y en Sombras nada más (2003), que es igualmente un fresco de la revolución, pero esta vez vista desde dentro, desde los testimonios ajenos de aquellos que participaron junto a él en la empresa. En la novela La fugitiva (2011), reconstruye la vida de una famosa escritora costarricense, Yolanda Oreamuno, personaje fascinante, una de las primeras defensoras de los derechos de la mujer en Latino-
américa, a través de una alter ego, Amanda Solano, y del relato que de ella hacen tres voces femeninas que la conocieron íntimamente. Y se atreve incluso con un personaje bíblico, Sara (2015), la mujer de Abraham, a quien, en una línea ligada a la narrativa de reivindicación feminista de los últimos años, retrata desde una óptica muy actual, reivindicando el papel de la protagonista en el libro sagrado.
Con la concesión del Premio Cervantes en 2017 puede decirse que la carrera pública de Sergio Ramírez ha alcanzado la meta deseada. No su escritura, que ya antes de esa recompensa se alineaba entre las más valiosas trayectorias literarias de la segunda mitad del siglo XX, pero sí la repercusión del escritor personaje, representante, como en su día lo fue “Rubén Darío, el grande”, de una nueva Nicaragua y de una nueva Centroamérica.