Javier Marías: “Hace falta valor para renunciar a saber algo”
—En su última novela la trama gira en torno a la verosimilitud de una información sobre el pasado de un personaje. ¿El rumor es la sombra de la verdad?
—La mayoría de las cosas que creemos saber es porque las hemos leído o nos las han contado otras personas y las consideramos certidumbres, aunque en el fondo muchas veces sean falsas. Son efectivamente un rumor. Con certeza no sabemos casi nada del pasado ni tampoco del presente. Lo grave es que mucho de lo que se nos cuenta sobre nuestra vida o la de otros tiene peso, y termina peligrosamente formando parte de nuestro conocimiento.
—Sin embargo, esa imposibilidad por conocer el pasado es uno de los pilares de su obra.
—El pasado siempre es algo movedizo y en cierto modo ambiguo porque la memoria es discontinua, está llena de sombras y es una forma de idealismo que desfigura lo vivido. Pero es cierto que existe una persistencia por conocer el pasado. En contra de lo que la mayoría de la gente opina, creo que a veces hace falta valor para renunciar a saber algo. La mayor parte de la gente tiene curiosidad y ahora está de moda el querer saberlo todo, exigir más transparencia. En cambio, en mis novelas, algunos de mis personajes renuncian a añadirle al mundo una historia que no es totalmente necesaria y puede resultar atroz. El pasado puede perturbar el presente y ser una fuente de conflicto.
“En mis novelas, algunos de los personajes renuncian a añadirle al mundo una historia que no es totalmente necesaria. El pasado puede perturbar el presente o ser una fuente de conflicto”—Es lo que ocurrió en la Transición que aparece de fondo en su novela. ¿Cree que olvidar permite avanzar?
—En la Transición se renunció a señalar, a llevar a nadie a juicio, incluso se pactó no contar, entre otras cosas porque el poder seguía en manos del ejército y hubiese sido imposible. También fue un acuerdo para poder tener un país con muchas de las cosas que la gente parece haber olvidado hoy y que no existían entonces, como las elecciones, una libertad de expresión que no está sujeta a férrea censura, el divorcio y otras libertades. Tal vez se silenciaron demasiados trapos sucios, pero sacarlos a la luz posiblemente hubiese impedido que progresáramos.
—¿Callarse no es una forma de injusticia?
—Es cierto que da rabia que las cosas atroces no se sepan y queden impunes. Personalmente me molesta mucho, pero también es verdad que la justicia desinteresada no existe, como dice uno de los personajes de Así empieza lo malo. También hay que tener en cuenta que a veces la cantidad de esas informaciones abruma a la justicia y a los propios ciudadanos, igual que está ocurriendo ahora con todos los casos de corrupción que se hacen públicos. Cuando mucha gente delinque, muchos son los que se salen con la suya. Esto sucedió en la guerra y ocurrió en la dictadura. Si nos pasamos la vida recordando y volviéndola a contar nunca se sale del pasado.
—Los protagonistas de sus novelas siempre tienen el deseo de indagar el secreto de otros. ¿Qué son más, espías o detectives?
—Es verdad que todos buscan involuntariamente conocer lo que pudo ser además de lo que fue, que se mueven entre las conjeturas, el desconocimiento de aquello que tienen que averiguar y la aparente necesidad de velar un pasado, pero por otra parte no pretenden llegar a una resolución. En ese sentido serían más espías que detectives. Ese elemento de voyeurismo es la explicitación de que leer es espiar vidas ajenas. Al entrar en las páginas de Madame Bovary nos inmiscuimos en su pensamiento, en lo que ocurre en su alcoba o en su carruaje y en cierta medida nos convertimos en destinatarios de sus confidencias. Sucede lo mismo con el cine e incluso con la crónica histórica. Algo imposible en la vida real a no ser que uno se oculte o coloque cámaras.
“Una de las razones por las que existe la literatura, la ficción, es porque nos permite contar algo cabalmente y del todo sin que pueda ser rebatido”—Una mirada que es reflexiva porque los personajes piensan en lo que ven y en cómo van a contarlo. ¿El lenguaje juzga la realidad?
—Absolutamente. Nada de lo que acontece existe de veras si no se cuenta. En Mañana en la batalla piensa en mí hay una frase que dice que el mundo depende de sus relatores y de la generosidad que supone contar. Si uno ve lo que sucede y se lo guarda, y las cosas no son incorporadas a lo que Umberto Eco llamaba la enciclopedia de cada individuo, que es el conjunto de saberes e informaciones, es como si no hubiesen ocurrido. Sólo tiene verdadera carta de hecho acaecido aquello que ha sido relatado con el poder de la palabra. Este es el privilegio de los escritores, contar las cosas desde el ángulo que eligen para observar, interpretar y narrar.
—Pero el hecho de contar está sujeto a muchos elementos que cuestionan lo que se cuenta, como las contaminaciones sensoriales o el influjo de la ficción en la memoria.
—En mi discurso de la Academia, La dificultad de contar, planteo que una de las razones por las que existe la literatura, la ficción, es porque nos permite contar algo cabalmente y del todo sin que pueda ser rebatido. Todo lo que no es ficción está expuesto al error, a la matización, a la posibilidad de que sea negado. Lo que contamos y nos cuentan es imperfecto, parcial, subjetivo. Cuando interviene la palabra y se aspira a reproducir lo acaecido, se fragmenta, se cuenta desde un momento dado y no desde el inicio, se deforma y se contamina. La memoria está fermentada por las ficciones que hemos recibido a través de nuestras lecturas, por los sentidos que han participado también en la observación de los hechos. En cambio la ficción es siempre como el escritor la ha inventado. Igual que sucede con el Quijote.
—La digresión, ese flujo de la conciencia, es una característica de su narrativa. ¿Es la suya una literatura del pensamiento?
—Yo no pierdo de vista que escribo novelas en las que hay una trama, personajes, conversaciones, pero como lector me gustan los libros que me hagan pararme, pensar, ver cosas en las que no había reparado nunca. La novela para mí es una forma de reconocimiento. Lo curioso que se produce con algunos autores, no con muchos, es que uno reconoce como verdaderas reflexiones literarias o situaciones de personajes, porque de alguna manera también las había experimentado antes, pero hasta que no las lee en ese momento no se ha parado a pensarlas. Hay libros de los que se olvidan los finales, que no dejan eco y que duran sólo mientras se leen. En cambio a mí me interesan las huellas de esas resonancias, de las atmósferas, la impresión de los tres o cuatro pensamientos que me son nuevos e incorporo a mi enciclopedia. Yo intento en mis novelas que el lector se emocione porque lee algo en lo que se reconoce.
“Shakespeare me abre sendas de ideas, me plantea posibilidades y me despierta ganas de escribir más y tomar esas bocacalles a las que él se ha asomado”—En sus libros el escritor y el narrador terminan coincidiendo en el acto de la escritura. ¿Es el narrador el doble del escritor?
—Hay cosas que no se le ocurren a uno estrujándose la cabeza en el sofá. Es en el acto de escribir una ficción cuando uno tiene las antenas mejor puestas y se le ocurren cosas que no se le ocurrirían en otras circunstancias. En mi caso, escribiendo es como mejor pienso. Uno escribe para comprender mejor el mundo, a sí mismo o los hechos que ha vivido, a través de las novelas, de sus personajes, de sus reflexiones y de sus sospechas, realizadas por un narrador que, a pesar de que le esté prestando mi voz y parte de mis experiencias, resulta distinto a mí aunque sea parecido.
—El título de su última novela es una cita del acto III de Hamlet. Es el séptimo libro donde lleva a cabo este juego de homenaje. ¿Qué supone para usted Shakespeare?
—Shakespeare es uno de esos autores que inquieta, que expone cuestiones ante las que uno no sabe reaccionar, y todo hecho con el lenguaje más inspirado y brillante que probablemente ha existido en la historia de la literatura. Para mí es además un autor muy fertilizante, lo cual podría parecer raro porque los más grandes escritores suelen paralizar a los otros escritores, pobres mortales, que vivimos después. En cambio a mí me estimula porque me resulta enigmático y no sé lo que piensa, porque hay cosas que menciona de pasada pero no explora. Esto me hace releerlo tranquilamente, sin complejos. Shakespeare me abre sendas de ideas, me plantea posibilidades y me despierta ganas de escribir más y de tomar esas bocacalles a las que él se ha asomado.
—El cine es un elemento muy presente en su narrativa. Incluso publicó un libro de críticas. ¿El cine es el libro de aprendizaje de la infancia?
—Para mi generación el cine fue uno de los grandes elementos educadores. De la aventura, de la vida y también en cierta medida de la mirada narrativa. Tuve la suerte además de tener un tío como Jesús Franco que me permitió conocer a actores como Jack Palance o Christopher Lee, y a otros secundarios de los que Enrique Muriel, uno de los protagonistas de mi última novela, es un buen conocedor. Mi anterior generación literaria, la de Juan Benet y García Hortelano, despreciaba el cine y era deliberadamente inculta cinematográficamente. Lo entendían como un mero entretenimiento. En cambio a Gimferrer o a Mendoza, que pertenecen a la mía aunque son algo mayores, les parecía un arte. Yo considero a Ford, a Welles, a Hitchcock, a la misma altura de Shakespeare y de Cervantes. Mi hermano Miguel, que es un tipo de cine de toda la vida, dice que en mis novelas la influencia más notable es la de Hitchcock. Su manera de manejar los tiempos muertos que anuncian algo, la creación de una expectativa, de una atmósfera que amenaza.
—Otro tema habitual en su narrativa es la imposibilidad del amor.
—El amor es muy complejo. Es un estado sujeto al azar, a la espera que nutre el deseo y a las sombras que puede generar. Yo no diría que es una imposibilidad, sino que en muchos casos existe cierta conformidad. Hay una frase de un cuento de Yeats que dice que en la persona que más detestamos suele haber algo que nos gusta y que en las que más adoramos podemos encontrar algo que nos desagrada. Creo que esto sucede en muchos matrimonios. No hay ninguna emoción que sea redonda o de una pieza en su imperfección, en su maldad, en su lirismo o en su generosidad. Es lo que más me interesa de la conciencia del amor que traté en Los enamoramientos.
—Usted también ha publicado libros de cuentos: Mientras ellas duermen o Cuando fui mortal. ¿Qué le interesa de este género?
—El cuento tiene una tradición distinta a la de la novela, aunque hay gente que los confunde como géneros. La novela moderna, creada por Cervantes, tiene pocos siglos de antigüedad y en cambio el cuento es inmemorial. Fueron orales durante mucho tiempo, pueden contarse con palabras distintas a las empleadas por el autor y exigen ligereza y contención, cosas muy difíciles de conseguir con una novela. No hay muchas diferencias entre mis cuentos y mis novelas. De hecho hay personajes de estas que a veces se cuelan en los relatos. Otras veces salen de la lectura de un artículo de prensa o de un detalle. El cuento me divierte porque me permite introducirme en subgéneros como el de la intriga policial o lo fantasmagórico.
—Piensa con la novela, se divierte con el cuento y ¿se queja con los artículos?
—Las novelas las cuenta un narrador que también es personaje como los demás y todo lo que se diga no se puede achacar a Javier Marías. En cambio en un artículo soy yo como ciudadano y estoy más obligado a razonar sobre aquello que me molesta, como la falta de entendimiento, la imbecilidad o las libertades que está coartando este mundo antipático en el que vivimos. Por otra parte en el artículo no se puede ser tan salvaje como en la novela, algo que por otra parte me permite ser más verdadero y decir cosas con un pesimismo que no dejo asomar en los artículos donde siempre hay un elemento de optimismo. En el fondo uno confía en que puede cambiar las cosas.