Hacia una revisión de los estereotipos
Muchas heroínas tradicionales encarnan historias de amor prohibido. Hay en la literatura demasiadas mujeres que mueren trágicamente, sean los personajes o las propias escritoras
Mi primera heroína de la novela clásica es francesa: la princesa de Clèves. ¿Casualidad? Claro que no. Tuve la inmensa suerte de estudiar en el Liceo Francés de Barcelona, y siempre me pareció que esa otra literatura tenía unos personajes femeninos mucho más atractivos que la nuestra. En clase de literatura española estudiábamos el Lazarillo de Tormes, y me repelía su brutalidad. Esos personajes ásperos y pendencieros, esa España hambrienta, polvorienta y sucia, esos bastonazos… ¡Qué distinta era La princesa de Clèves, de Madame de Lafayette, que leíamos para la asignatura de francés! Transcurría en salones, jardines y palacios, con torneos, bailes, cacerías… Había en ella cartas, monólogos interiores, confesiones; trataba sobre el amor, el deber, la fidelidad a una misma. Mis compañeras de clase no aprobaban, ni entendían, la decisión final de la protagonista, que enamorada del duque de Nemours, primero no consuma ese amor por no herir a su marido, al que no ama, pero respeta; pero cuando este muere, se niega a casarse con Nemours, por mantener su libertad interior. Del Lazarillo recuerdo una anécdota: que en todo el día, Lázaro no come más que una cebolla. De La princesa de Clèves, lo que recuerdo es un torneo en el que cada caballero viste el color favorito de su dama, y nadie sabe qué significa que Nemours haya elegido el amarillo; nadie, salvo la princesa, que recuerda haber mencionado una vez, en su presencia, que ese es su color favorito, pero nunca lo lleva porque al ser rubia, no le sienta bien… ¿No es comprensible que una (enamoradiza) quinceañera, como era yo entonces, prefiriese a la princesa de Clèves por encima de Lázaro de Tormes? Muchos años más tarde me di cuenta de la suerte que había sido para mí que en el Bachillerato me hicieran leer a una escritora, y no solo a escritores varones. Así pude poner en duda esa insidiosa idea (nadie nos lo dice con todas las letras, pero se deduce de los programas y los libros de texto) de que solo los hombres son creadores, mientras que a las mujeres no les corresponden otros papeles que el de musa o personaje surgido de la imaginación de ellos, como Minerva del muslo de Júpiter (una fantasía, la de que los varones pueden procrear, que encontramos en mitologías varias, incluida la Biblia: Dios Padre, sin necesidad de madre, da a luz al primer ser humano, y para más inri, luego Eva sale del cuerpo de Adán). De los programas y los libros de texto se deduce la insidiosa idea de que solo los hombres son creadores, mientras que a las mujeres no les corresponden otros papeles que el de musa o personaje surgido de la imaginación de ellosA veces, cuando me invitan a dar conferencias en universidades británicas o de Estados Unidos, elijo hablar de “La intimidad, ¿una dimensión ausente de la literatura española?”. Mi respuesta es afirmativa (a veces pienso que después de eso, los departamentos de español no me volverán a invitar nunca más), y para justificarla, alego dos pruebas. Una: los poquísimos escritores españoles que han llevado un diario íntimo, en contraste con lo habitual que siempre fue el género en Francia, por ejemplo. Dos: la comparación entre novelas que han sido hitos de la literatura española y francesa. Desde el Lazarillo, versus La princesa de Clèves, hasta El Jarama, versus La modificación. En Francia se desarrolla mucho más el monólogo interior, la confesión, la exploración de lo íntimo, que en España. Y sus personajes femeninos son mucho más protagonistas, y más ricos, matizados, con vida interior, que en el caso español. Siempre pensé que alguna relación existía entre las dos cosas: presencia de las mujeres (como personajes y también como escritoras, como lectoras, como salonnières…) y exploración de la intimidad; pero como autodidacta que soy, no me atrevía a afirmarlo… hasta que leyendo La voluntad de estilo de Juan Marichal, vi que él dice lo mismo.Mis siguientes heroínas novelescas vuelven a ser francesas. Qué le vamos a hacer, yo seguía en el Liceo Francés y en verano, en la Costa Brava, ¿con quién iba a ligar (o a intentarlo)? Con un chico francés, naturalmente, tan francés que se llamaba Pierre Durand. Francia representaba para mí todo aquello con lo que soñaba y que no hallaba en España: refinamiento, libertad, espíritu crítico, sexo no aprisionado en los estrechos límites de la moral católica, y una ironía corrosiva, como la de Voltaire o la de Diderot. Me encantó La religiosa, con ese personaje de abadesa que seduce a la bella novicia, en cuya compañía cae en unos éxtasis no muy ortodoxos… y, por cierto, le pide a la joven monjita que no le diga nada al confesor, porque total, no tiene importancia… ¿Heroína? Tal vez sea mucho decir, pero es uno de esos personajes que se recuerdan. Al igual que las dos grandes figuras femeninas de El rojo y el negro: Madame de Rênal, esa aburrida burguesa provinciana que se descubre capaz de desear (un deseo non sancto por Julien Sorel, tutor de sus hijos, triplemente prohibido: no es su esposo, es más joven que ella, es pobre), y Mathilde de La Mole, la exquisita aristócrata parisina que se arroja en brazos de Julien, secretario de su padre, se queda embarazada, desafía a la sociedad… y cuando lo guillotinan se lleva su cabeza. En una sombrerera, si no recuerdo mal.
Después, cómo no, leí Madame Bovary. Y La Regenta, Ana Karenina, El despertar, El primo Basilio y Amor de perdición. Todas ellas grandes novelas sobre mujeres que se enamoran de quien no deben. No las llamo “de adulterio”, porque si esa es la etiqueta, deberíamos incluir muchas otras, empezando por Fortunata y Jacinta. Ah, no, que si quien comete el adulterio es el hombre, no cuenta. El bueno de Juanito Santa Cruz, respetable marido de Jacinta y alegre amante de Fortunata, es un vividor, un calavera, un viva la virgen, un bobo simpático (igualito que mi abuelo). De trágico no tiene nada; lo trágico es que una mujer cometa el pecado imperdonable de acostarse con quien le apetece. Y, claro, terminan mal. Emma Bovary se envenena y expira entre espumarajos. Ana Karenina se tira a un tren; ojalá hubiera imitado a Gloria Fuertes, que se iba a tirar al metro pero se tiró a la taquillera, como cuenta en un delicioso poema. Edna Pontellier, la protagonista de El despertar, opta por ahogarse en el mar.
¡Dios mío, qué tristeza! Una joven como era yo entonces, que estaba empezando su vida amorosa, leía esas novelas y se quedaba hecha polvo. Sí, de acuerdo, las cosas habían cambiado. Pero ¿hasta qué punto? Para ellos, poco: seguían viéndose como conquistadores, que salen siempre, si no victoriosos, al menos indemnes. Nosotras sabíamos que el deseo sexual no santificado por el matrimonio ya no nos conduciría a la deshonra y al suicidio, pero… ¿adónde nos iba a conducir? ¿Qué otros modelos teníamos?
¿No tendremos nunca heroínas que lleguen a la edad madura e incluso a la vejez con poder, reconocimiento, autoridad, apacible sabiduría? ¿Que nos ofrezcan un modelo de vejez femenina que no sea ni la abuelita de cuento ni la vieja bruja?Luego me hice amiguísima de una chica lisboeta; empecé a pasar veranos en Lisboa y descubrí dos maravillas decimonónicas portuguesas: Amor de perdición, de Camilo Castelo Branco (vaya título…, pero no nos sorprende en un autor que tituló otra de sus novelas: ¡María, no me mates, que soy tu madre!) y El primo Basilio, de Eça de Queirós. Que, una vez más, son trágicas historias de amor prohibido. Con una curiosa particularidad: tanto Teresa, la joven heroína de Amor de perdición, como Luisa, la señora casada protagonista de El primo Basilio mueren de una muerte sumamente original: de pena. O de amor, de culpa, de tristeza; pero en ningún momento se rebajan los autores a buscar aunque sea un pretexto en algo tan vulgar como la medicina. Los finales de ambas novelas son inolvidables: Luisa, cuando su marido descubre su adulterio, se mete en la cama y en unos días, o semanas, se muere; en Amor de perdición Teresa, agarrada a los barrotes de su celda en un convento que para ella es una cárcel, contempla cómo se aleja, por el plateado Tajo, rumbo al Atlántico, el barco en el que su amado se dirige al destierro, tras lo cual se arroja al suelo y agoniza entre convulsiones. Es una estampa trágica, mientras que la de El primo Basilio es frívola y cruel: consiste en que Basilio, el desalmado seductor que ha provocado la muerte de su prima y amante, pasea por Lisboa y se encuentra a un conocido; hablan de Luisa, y Basilio observa que es una lástima que haya ido a morirse con un tiempo tan lindo…, tras lo cual se van a tomar un té a la Taberna inglesa.¿Qué ejemplos son esos?… Hay en la literatura demasiadas mujeres que mueren trágicamente, y me refiero tanto a los personajes como a las escritoras. Qué digo en la literatura: toda la historia del arte está llena de heroínas cuyo momento de gloria consiste en expirar, muchas veces por propia mano. Dido, Lucrecia, Cleopatra, Bovary, Karenina, Tosca, Butterfly, la Traviata, Teresa Wilms Montt, Virginia Woolf, Alejandra Pizarnik, Sylvia Plath, Anne Sexton… ¿No tendremos nunca heroínas que lleguen a la edad madura e incluso a la vejez con poder, reconocimiento, autoridad, apacible sabiduría? ¿Que nos ofrezcan un modelo de vejez femenina que no sea ni la abuelita de cuento ni la vieja bruja?
Pues bien, algunos hay. Porque afortunadamente hay cada vez más escritoras; y ellas han creado personajes femeninos nuevos, inéditos. Mujeres vistas no ya desde el punto de vista masculino, sino por sí mismas; definidas no solo en relación con los hombres: esposa, amante, musa, madre…, sino por sus propios sueños, vocación, personalidad, y por sus relaciones con otras mujeres: madres, hijas, amigas… Mujeres mucho más variadas que las heroínas tradicionales.
También en cuanto a edad: en la obra de las escritoras, han ido apareciendo heroínas mayores, personajes femeninos de edad avanzada que se salen de los estereotipos clásicos. Me quedaré con una: la protagonista de Chéri, de Colette. Una mujer que tras hacer carrera como cortesana, disfruta de una vejez económicamente desahogada (devorar diamantes resultó ser una buena inversión) y tiene un amante joven, al que ha seducido por lo mucho que es capaz de enseñarle. Ahora que lo pienso, quizá es la vejez que a mí también me gustaría: económicamente desahogada, con amante (aunque yo lo prefiero de mi edad) y apreciada por mi sabiduría.