El hechizo de los sóviets
Crónicas, libros de viajes, memorias y relatos testimoniales contaron de primera mano, desde una perspectiva más o menos crítica o celebratoria, la construcción del socialismo
Después de un primer momento en el que la persistencia de la Gran Guerra en el frente occidental limitó su repercusión fuera de Rusia, el formidable impacto internacional de la Revolución se reflejó pronto en las páginas de los diarios de todo el mundo y por lo general despertó, salvo en los sectores conservadores, una oleada de simpatía que trascendió con mucho el ámbito de los partidos o los sindicatos obreros. El prestigio de la autocracia zarista estaba bajo mínimos y los famosos Diez días (1919) de John Reed extendieron una visión épica del asalto al poder por los bolcheviques, tanto más admirable dado su reducido número y la inmensidad del país —en realidad un imperio— que habían conquistado. Ya en los años de entreguerras, el descrédito del parlamentarismo y de las llamadas democracias burguesas, del que se beneficiaron igualmente los movimientos fascistas, contribuyó a aumentar el sentimiento de amistad con la URSS entre amplias capas de la población que veían en el nuevo Estado —cuyos logros eran difundidos por la Komintern y los medios afines— un ejemplo de fortaleza y heroísmo colectivo. Es bastante probable que sin ese entusiasmo inicial, sumado a la eficaz labor de propaganda de los partidos satélites, el espejismo soviético no hubiera mantenido durante tanto tiempo su poder de seducción, que ya durante la Guerra Fría, aunque todavía considerable, se ceñiría casi exclusivamente a la órbita comunista.Desde el punto de vista de su recepción exterior, la historia primera de la Revolución es la de una ilusión bajo sospecha, aunque el alcance de los crímenes y arbitrariedades cometidos en su nombre —solo parcialmente conocidos en esos años— tardaría mucho tiempo en ser documentado por extenso. Hubo, por descontado, miedo al contagio, y voces alarmadas que interpretaban lo sucedido en términos apocalípticos. Otros, desde la izquierda, sin desear para sí mismos la dictadura del proletariado, pensaban que la conmoción en Rusia ayudaría a corregir los excesos del capitalismo. Como reconocían incluso algunos liberales, los alzados de Octubre habían tenido de su parte la razón histórica y una legitimidad de partida frente a la opresión del antiguo régimen, pero la sed de justicia de la que nació el mayor experimento social de la edad contemporánea convivió desde el principio —y no como resultado de una degeneración posterior— con una marcada vocación represiva que alcanzaría proporciones gigantescas en la era de Stalin. Los propios revolucionarios fueron sus víctimas y las sucesivas purgas pusieron de manifiesto que no había en la URSS lugar para la disidencia. Férreamente transmitida por una implacable red de comisarios, la ortodoxia tenía menos que ver con la aplicación de directrices políticas que con la voluntad de un déspota para quien los millones de muertos, como afirmaría famosamente, no eran más que una estadística.
En los primeros tiempos de la nueva era, muchos escritores, periodistas e intelectuales europeos viajaron a los antiguos dominios del zar para ver con sus propios ojos los efectos de la consolidación del poder bolcheviqueDisponemos de crónicas, libros de viajes, memorias y relatos testimoniales que contaron de primera mano, desde una perspectiva más o menos crítica o celebratoria, los éxitos o las carencias de lo que sus artífices llamaban la construcción del socialismo, una colosal obra de ingeniería donde por primera vez se llevaron a la práctica —así lo defendían sus partidarios— los principios teóricos del marxismo. Se trata de una bibliografía oceánica en la que sobresalen algunos nombres o títulos representativos, escritos durante las dos primeras décadas de existencia —las de mayor predicamento de la idea soviética— del Estado fundado por Lenin. Todos recogen impresiones sobre el terreno y dan fe de una demanda, nacida de la curiosidad temerosa o fascinada, por parte de los lectores de las naciones occidentales, cuyos periódicos acogieron muchos de los textos —publicados como series de artículos o reportajes— que después se convirtieron en libros.Junto al ya mencionado testimonio del norteamericano John Reed, enterrado con honores junto a la muralla del Kremlin, destaca en la que llamaríamos fase heroica el también temprano del francés Jacques Sadoul, que en sus Cartas desde la revolución bolchevique (1919) aporta una visión estrictamente contemporánea e igualmente entregada a la causa. Los propios protagonistas, entre ellos el venerado y luego perseguido Trotski, trataron de la gesta en obras de inevitable carácter propagandístico, pero entre las debidas a los rusos podemos acceder también a visiones poco o nada entusiastas como las que transmiten Marina Tsvietáieva en sus Diarios de la Revolución de 1917 (1919) o Iván Bunin en Días malditos (1925), sin olvidar obras poco convencionales como el Viaje sentimental (1923) de Viktor Shklovski, donde el gran teórico del formalismo recogió sus extrañas “crónicas de la revolución rusa”, o el recuento del disidente Victor Serge, un “exiliado político de nacimiento” que dejó constancia en El año I de la Revolución (1930) de su ya entonces pasada intimidad con el núcleo bolchevique. En los primeros tiempos de la nueva era, muchos escritores, periodistas e intelectuales europeos viajaron a los antiguos dominios del zar —aún no existía la URSS cuando H.G. Wells publicó su ambivalente Rusia en las sombras (1920)— para ver con sus propios ojos los efectos no solo económicos, sino también sociales y culturales, de la consolidación del país de los sóviets, donde el caos inicial había dejado paso a una poderosa burocracia que impulsaba una transformación acelerada y sin precedentes —insistían los cronistas— en la historia de la humanidad.
Con mayor o menor grado de adhesión, o desde un escepticismo hasta cierto punto comprensivo, todos querían formarse una opinión de primera mano sobre las dimensiones reales del mitificado paraíso socialistaBernard Shaw, John Dos Passos, Henri Barbusse, Romain Rolland, André Malraux, Stefan Zweig, Joseph Roth… Con mayor o menor grado de adhesión, o desde un escepticismo hasta cierto punto comprensivo, todos querían formarse una opinión de primera mano —aunque los itinerarios fueran guiados— sobre las dimensiones reales del mitificado paraíso socialista. La Komintern había jugado con habilidad la carta del antifascismo y muchos de los evidentes problemas de la autoproclamada sociedad del futuro, en particular el control omnímodo de las autoridades y la consiguiente falta de libertad, eran disculpados aludiendo a las buenas intenciones igualitarias, a la existencia de fallas no menores en el mundo capitalista o al momento todavía incipiente de un proceso cuyo objetivo final justificaba los posibles errores. También desde el comienzo, sin embargo, y sobre todo en la década de los treinta, se alzaron voces que denunciaron desde la izquierda el fondo autoritario de la Rusia soviética. Y antes que Koestler u Orwell, fue André Gide, prestigioso compañero de viaje de los comunistas, quien tuvo el valor de tomar distancia en su célebre y polémico Regreso de la URSS (1936), luego ampliado con unos Retoques (1937). Había los precedentes del citado Serge o del rumano Strati, pero el libro de Gide marcaría un hito en la literatura del desencanto.Recientemente analizados por Andreu Navarra en El espejo blanco, los relatos de los viajeros españoles a la URSS fueron muy numerosos en esos años y entre ellos destacan los del siempre lúcido Chaves Nogales, cuyos reportajes reunidos en La vuelta a Europa en avión. Un pequeño burgués en la Rusia roja (1929) — como el resto de sus impagables obras dedicadas a la materia— no tienen desperdicio. Libertarios como el bravo Ángel Pestaña, el socialista Fernando de los Ríos —que ya en 1921 tuvo, como el anterior, una impresión abiertamente desfavorable— u otros como Álvarez del Vayo, Llopis y Zugazagoitia, devotos comunistas como Alberti y Sender o un Pla que pese a su sensibilidad conservadora no dejó de celebrar el pulso renovador de la joven nación, fueron algunos de los que se desplazaron a los escenarios de la utopía para confrontar los altos ideales con su luminosa, imperfecta o decepcionante plasmación en la vida cotidiana. Hacia el XX aniversario de la Revolución, celebrado en plena Guerra Civil, el hechizo de los sóviets ya solo inspiraba a una parte —no la más comprometida con las ideas democráticas de sus fundadores— de quienes combatían del lado de la República.