Hijos de Babel
La confusión de voces no es castigo, sino virtud. El fracaso revela un tesoro. Hay que invertir el sentido de la metáfora para inyectar vitalidad en la visión de nuestro mundo
Hace un par de años asistí como invitado al Festival Passa Porta que se celebra en Bruselas. Durante la cena de clausura me senté junto a Eduardo Halfon y hablamos de Guatemala, de Israel y de nuestros goces y desdichas literarios. También conversamos a propósito de Ian McEwan, que estaba en la mesa de al lado y era la estrella del evento, y en torno a cuya estatura como escritor Halfon y yo no llegamos a un acuerdo. Fue una velada divertida y nada solemne, felizmente ruidosa.A pesar de la imposición del inglés como lingua franca en esta clase de eventos, se podía escuchar a gente hablando húngaro, francés, rumano, flamenco, ruso e incluso romanche, gracias a la voz y a la literatura de Arno Camenisch, escritor suizo que ha conservado viva esta forma de expresión del cantón de los Grisones. La literatura, la gran, auténtica Babel, se mostraba en su espléndida fragmentariedad. Ello me hizo pensar en Tom McCarthy, quien en Satin Island ha escrito que la torre mencionada en el Génesis «sirve como deslumbrante recordatorio de que sus ocupantes potenciales están diseminados por la tierra, se extienden en horizontal en lugar de verticalmente, parloteando en todas estas distintas lenguas». Babel, esa ruina rotunda, esconde en su debacle un triunfo. La confusión de voces no es castigo, sino virtud. Hay que invertir el sentido de la metáfora para inyectar vitalidad en la visión de nuestro mundo. El fracaso de Babel, la promiscuidad lingüística, revela un tesoro: la realidad es inagotable a la hora de ser nombrada.
Al día siguiente, muy temprano, me encontraba solo en el bufé del Hotel Le Plaza haciendo tiempo mientras esperaba el taxi que me conduciría al aeropuerto de Zaventem. Con tanta paz, se comprende que el servicio tuviera ganas de charla. Así que Carlos, alentejano, y Antonio, siciliano, que atendían mesas y preparaban comidas, respectivamente, se prestaron a una conversación a tres voces. Ambos rondaban los cincuenta años y hablaban un francés correcto, si bien sus acentos de origen resonaban insobornables. Los dos llevaban en Bélgica un par de décadas, y regresaban a Portugal e Italia por vacaciones. Amaban su tierra natal, pero no se arrepentían de la decisión que una vez tomaron. Quizá volvieran a morir al Sur, pero su vida, la de todos los días, ya no pertenecía a esas latitudes. Exhibían con orgullo sus credenciales de bruselenses, aunque agradecieron el rato que pasamos conversando en una furiosa mezcla de lenguas romances.
El problema del trasvase de individuos y poblaciones ha tenido su reflejo no solo en los textos legales, sino en los discursos científico, filosófico y religioso de los pueblos dotados de relatos mitopoéticosEl azar había querido que, mientras hablaba con Carlos y Antonio, en mi maleta, como lectura de viaje, reposara Un séptimo hombre, el documento que cuatro décadas antes, en 1975, el escritor John Berger y el fotógrafo Jean Mohr dedicaron a la emigración de trabajadores desde la Europa meridional hacia la septentrional. El libro, un centauro estético e intelectual que se mueve entre la poesía y la estadística, el ensayo y la apología, se concibió cuando todavía existía la Unión Soviética y aún no había nacido el Fondo Monetario Internacional. Y aunque el mundo ha cambiado mucho desde entonces, resultó curioso advertir cómo en la conversación con Carlos y Antonio se encontraban muchas de las peripecias, tantas de las convicciones y todas las ausencias que llevaron a sus sosias de hacía cuarenta años a dejar Évora, Setúbal, Catania o Agrigento para trabajar en las fábricas de Zúrich y en las factorías de Fráncfort.Una de las cosas que ha cambiado desde que Berger y Mohr publicaron su estudio es la evidencia de que ya no son solo operarios manuales lo que el Norte rico y fecundo demanda de las canteras del Sur. En esa misma Bruselas, o en cualquier ciudad holandesa, alemana, suiza o austriaca, uno encuentra ingenieros, médicos, profesores, músicos portugueses, italianos, griegos o españoles que han tenido que dejar sus países ya no para vender una fuerza de trabajo consistente en cavar túneles, preparar desayunos o formar parte de las cadenas de montaje de la industria del automóvil. Los herederos de Carlos y Antonio son hoy expertos en astrofísica, solistas de violín, cirujanos cardíacos.
Hace cuarenta años, Berger y Mohr llamaban la atención sobre lo que los economistas denominan “emigración como exportación de capitales”, el gasto que los Estados efectúan durante la crianza y educación de inteligencias y voluntades que un día dejarán partir. Con cada cocinero, con cada artista, con cada docente que un país manda fuera, subvenciona a la economía que lo recibe. Y todo ese patrimonio, tangible e intangible, a menudo no regresa. Es algo parecido a encender la calefacción en una casa con las ventanas abiertas. También en eso pensaba mientras junto a Carlos y Antonio me movía en torno a una nostalgia confusa, la añoranza de un espacio natal donde no siempre es posible vivir.
Desde los tiempos en que el hombre fue definido como “el animal que come pan” (Hesíodo) hasta el momento en que se nos muestra como “el prisionero de la pantalla de plasma” (Baudrillard), el problema del trasvase de individuos y poblaciones ha tenido su reflejo no solo en los textos legales, sino en los discursos científico, filosófico y religioso de los pueblos dotados de relatos mitopoéticos. La preocupación del hombre por rodearse de un marco jurídico o legendario que otorgue carta de naturaleza a su derecho por habitar un pedazo de tierra y preservarlo de injerencias externas se perfila como una de las expresiones más reiteradas de la identidad humana.
Inmigrante él mismo a consecuencia de sus problemas con las policías de media Europa, Marx escribió desde su cobijo londinense que las migraciones “son fruto de la dinámica revolucionaria de la Historia”. Desde una óptica menos alejada de lo que podría parecer a primera vista, Borges, diasporado por razones menos urgentes que las del teórico comunista, apuntaba desde su refugio en Ginebra que el emigrante resume en su carne el arcano conflicto entre Caín y Abel, lo que en clave simbólica, tan querida al autor de El hacedor, enmascara el debate entre sedentarios y nómadas.esde los tiempos en que el hombre fue definido como “el animal que come pan” (Hesíodo) hasta el momento en que se nos muestra como “el prisionero de la pantalla de plasma” (Baudrillard), el problema del trasvase de individuos y poblaciones ha tenido su reflejo no solo en los textos legales, sino en los discursos científico, filosófico y religioso de los pueblos dotados de relatos mitopoéticos. La preocupación del hombre por rodearse de un marco jurídico o legendario que otorgue carta de naturaleza a su derecho por habitar un pedazo de tierra y preservarlo de injerencias externas se perfila como una de las expresiones más reiteradas de la identidad humana.
La Historia parece obstinada en ratificar el paradigma borgiano. Es el nómada que viaja en búsqueda de beneficios económicos o de cualquier otro orden quien padece el inmisericorde acoso de las burocracias, parlamentos y casuística moral de las comunidades de acogida. Cuando Karl Rossmann, el joven protagonista de América, la primera de las grandes novelas inacabadas de Kafka, llega al puerto de Nueva York, sufre una alucinación premonitoria: la Estatua de la Libertad, resumen de las bondades de un país consagrado como tierra de la igualdad y de las oportunidades, no luce en su imponente diestra una antorcha, sino una espada. El peculiarísimo sentido de la ironía kafkiana diagnostica así como enfermedad la supuesta salud de nuestros más gozosos símbolos.
Al regresar Ulises de Troya, la ecumene cabía en el ánimo de un guerrero. Hoy tiene el tamaño de los sueños de Elon Musk. Y dentro de un milenio o dos, cuando el planeta esté en manos de los chinos infinitos o de los industriosos muchachos que trabajan a orillas del Ganges, la disyunción entre antorchas y espadas seguramente continuará vigente. Quizá los guardianes de la fortaleza se hayan convertido entonces en mendicantes. Y los mendicantes en inescrutables mandarines. Incluso es posible que algún hijo de las ruinas de Babel todavía escriba novelas que intenten poner orden en esa confusa aventura que significa estar vivo, moverse sin descanso, anhelar la pertenencia a algún sitio.