Javier Gómez Navarro
“El viaje enseña que hay valores comunes, universales y que alrededor de ellos la Humanidad debería construir una forma de entendimiento”
Javier Gómez Navarro fue ministro de Comercio y Turismo en el periodo 1993-1996, gerente de la editorial Cuadernos para el Diálogo, creador y más tarde propietario de la revista Viajar, y presidente de Viajes Marsans en los años ochenta. Su afición al viaje comenzó desde muy joven, cuando con doce años su familia le envió a estudiar a Europa y comenzó así un itinerario que le llevó a recorrer gran parte del mundo —Indochina es la única zona que desconoce— y que se convirtió en una forma de vida. Nos recibe en su biblioteca, de una belleza borgiana, plagada de recuerdos y de fotografías —bañándose con Ted Kennedy, con jefes de Estado, en lugares remotos y exóticos… Sus más de veinticinco mil volúmenes la convierten en una de las bibliotecas privadas de viajes más importantes del mundo.—Decía Ciro Alegría que el mundo es ancho y ajeno. ¿Es siempre ajeno o con el viaje nos apropiamos de él?
—Depende de la actitud que tengas en el viaje. La Humanidad surge en África, se expande por todo el planeta y en cada lugar que se asienta surgen culturas diferentes. A partir de la conquista de América —y sobre todo desde la invención de la máquina de vapor—, el mundo empieza a empequeñecerse y se produce una especie de reencuentro entre las culturas. Pero esa visión parte siempre del egocentrismo europeo, que cuestiona el valor de las culturas diferentes y las ha visto como ajenas, secundarias y atrasadas.
—Habla del descubrimiento de América, de la máquina de vapor… Pero los dos grandes viajeros arquetípicos son anteriores a esas épocas: Ulises y Marco Polo.
—Ulises pertenece al terreno de la mitología y Marco Polo es un personaje importante, pero por el hecho de haber escrito Los viajes de Marco Polo o El libro de las Maravillas. Su viaje lo hizo mucha otra gente, sobre todo franciscanos y religiosos que el Vaticano enviaba a Oriente, no solo para evangelizar, sino en busca de la leyenda del preste Juan, el patriarca que dicen que dirigía una nación cristiana en Oriente. Hay muchos viajes como el de Marco Polo, pero nadie escribe un libro como el suyo, que tuvo gran difusión, donde cuenta cosas que no se había imaginado ni que existiesen. El éxito de los libros de viajes en el siglo XIX radica en que hacen asequible un mundo diferente, exótico, donde el que viaja corre todos los riesgos y el que lee disfruta y satisface su curiosidad.
—¿Se ha agotado el exotismo?
—Está muy domesticado. Vas al Amazonas y el primer día ves que los indios te reciben con toda la ceremonia, pero cuando llevas allí cuatro días resulta que los niños llevan camisetas del Madrid o del Barcelona. Del mundo “no contactado” queda muy poco y su política es no permitir que se les contacte, para evitar el peligro de las enfermedades o la aculturación.
—¿Ha sido el comercio el gran impulsor del viaje?
—Sin duda. Los judíos inventaron la letra de cambio, los pagarés… Alguien salía de aquí con el pagaré de un veneciano y se lo hacían efectivo en Armenia, en Constantinopla o donde fuera. Fueron los impulsores del comercio y siempre han viajado mucho. También los árabes fueron grandes viajeros que dominaron el Índico, el gran océano de la navegación. El problema de la navegación de larga distancia era que conocías el camino de ida pero no sabías si podrías volver, porque se desconocían los vientos. Los primeros vientos de los que descubrieron sus direcciones fueron los alisios, en el Índico, y es allí donde comienza a desarrollarse la navegación y el comercio. Los agentes fundamentales del comercio fueron los árabes, muy anteriores a los venecianos y a todos los comerciantes del Mediterráneo.
—¿Qué cosas importantes ha aprendido en sus muchos viajes por el mundo?
—El viaje enseña a ser comprensivo, tolerante. A saber que hay muchas culturas diferentes y que ninguna es superior a otra. Que hay valores comunes, universales y que alrededor de ellos la Humanidad debería construir una forma de entendimiento.
—La palabra viajero está siendo sustituida por la de turista.
—El turista es un viajero que elimina todos los riesgos, que busca la tranquilidad y que, en vez de pasar sus vacaciones en su pueblo, se va a otro lugar. El viaje moderno empezó por razones climáticas. Los países del norte, los más desarrollados industrialmente, produjeron una burguesía que decide pasar sus vacaciones en el sur. Buscan el sol, el calor. Ahí empieza el turismo de masas. Hasta entonces, el turismo no era climático, sino cultural y de salud. En el siglo XIX y en el periodo de entreguerras, el primer destino mundial era Suiza.
—Cuando usted estaba en Cuadernos para el Diálogo, creó una revista pionera en España: Viajar. ¿Estoy equivocado o la idea surgió de la francesa Partir?
—En Cuadernos decidimos hacer un semanario tipo Cambio16, un poco más a la izquierda, más Le Nouvel Observateur. Tuvimos éxito, pero al cabo de tres meses salió El País y nos mató. Pasamos de vender 150.000 ejemplares a 60.000 en un mes. Como no podíamos reducir la plantilla —Ruiz-Giménez se opuso radicalmente a que se despidiera a nadie—, teníamos que inventar nuevos productos y yo, que estaba pasando la Semana Santa en París, descubrí la revista Partir y pensé que en España podía funcionar algo así. Con Luis Carandell como director, yo como editor, Juan Gabriel Pallarés y Ana Puértolas montamos la revista.
—España cada vez tiene más competencia como destino turístico de primer orden. ¿Qué tendríamos que hacer para asegurarnos ese primer puesto?
«El éxito de España entre los turistas, aparte del clima y el mar, radica en que aquí se divierten más. De forma espontánea y natural, hemos creado una forma de diversión que satisface a todos. Juerga, sol, playa y cultura»—El éxito de España entre los turistas, aparte del clima y el mar, radica en que aquí están dispuestos a pagar más porque se divierten más. De forma espontánea y natural, hemos creado una forma de diversión que satisface a todos. Juerga, sol, playa y cultura. Fue aquí donde empezaron a abrirse los museos por la noche. El museo Dalí fue el primero en darse cuenta de que el horario de los museos no permitía que la gente fuera y se planteó abrir por la noche, doblar el precio de la entrada y dar una copa de cava. Los visitantes se duplicaron. Se hizo compatible el sol y la playa con el turismo cultural. El turismo cultural de los años sesenta era una clase media baja, alemana e inglesa, que venía exclusivamente a tomar el sol. Y durante más de treinta años, en temporada alta, la demanda turística fue mayor que la oferta y eso significaba que hasta el más tonto ganaba dinero. Los precios nunca subieron mucho porque, sobre todo en la época de Fraga, estaban regulados por el Estado y a Fraga los ingresos le traían sin cuidado. Lo que le interesaba era el número de turistas para normalizar el régimen franquista y que viesen que en España se vivía como en otros sitios. Sin embargo, lo que interesa son los ingresos, no el número de visitantes. Ojalá los turistas bajaran y los ingresos subieran. Pero no hay manera de cambiarlo, persiste la vieja cultura.—¿Cuál fue su gran empeño como ministro de Turismo?
—La política turística tiene que ser un objetivo del presidente del Gobierno. Lo importante no son las agencias de viaje ni los hoteles. Hubo una época en la que ya había muchos hoteles y los cuellos de botella se presentaban en el suministro de agua, en los aeropuertos, en las carreteras, en la sanidad, en la seguridad… Cada sitio tenía problemas diferentes que no dependen del ministro de Turismo. Durante un tiempo, todas las semanas me llamaba el embajador de Japón porque en la Plaza de Oriente les robaban la cartera a los turistas. Mi concepto de la política turística era ver cuál era el cuello de botella en cada lugar y tratar de resolverlo gracias a una política coordinada. Hay que generar políticas de todo el Gobierno, capitaneadas por el presidente.
—¿No nos centramos demasiado en el turismo y olvidamos otros sectores económicos y de desarrollo durante todo este tiempo?
—Al turismo nunca le ha hecho caso nadie porque no ha generado problemas. Si no hay conflicto, la política no se ocupa. Felipe González lo hizo porque llevaba muchos años gobernando y se da cuenta de su importancia y también porque en el año 91-92 tiene lugar la primera crisis del turismo español. La llegada de turistas baja y eso genera una competencia entre los hoteleros, que bajan el precio casi un veinte por ciento. Ahora hay un problema gravísimo: el noventa por ciento de los empresarios piensa que hay que cambiar el modelo, pero nadie sabe hacia dónde hay que ir.
—¿Y hacia dónde hay que ir?
—Hay que vender un producto más complejo, con más cosas y que otros países no pueden dar. Por ejemplo: el Caribe tiene una hostelería infinitamente mejor y más barata. El problema es que en el Caribe, a partir de las cinco de la tarde, te mueres de aburrimiento. Es muy fácil que los turistas se integren en nuestra forma de vida y se diviertan y paguen por esa diversión. El problema es que tenemos un colectivo de alemanes e ingleses que solo quieren sol y beber cerveza. Lo ideal sería que pudiéramos prescindir de ellos, que se fuesen a otros sitios más baratos. Pero ahora no podemos hacerlo porque nuestra oferta es grandísima y las comunidades autónomas no se han enfrentado a ese exceso de oferta. Las comunidades autónomas tienen una política clientelar y no obligan a los empresarios a mejorar o a cerrar los cientos de instalaciones que no cumplen las calidades mínimas. La playa de Palma es un caso: fue el primer sitio que se desarrolló y, en este momento, la mitad de sus habitaciones son habitaciones patera, donde viven seis personas. El turista malo expulsa al bueno. ¿Ha cerrado algún hotel el gobierno de Baleares? No. Pero hoy nadie viaja para vivir peor de lo que vive en su casa y no se puede vender una habitación sin cuarto de baño.
—Benidorm es un claro ejemplo de éxito.
—Es el destino de más éxito del mundo y ahora los ecologistas lo defienden a muerte. Es mucho más eficiente y ecológica la oferta en altura que en extensión. Benidorm ha conseguido que se utilicen todos los servicios sin usar el coche. Tiene la mejor playa de España, pero construyeron muchas habitaciones y hoy la gente no cabe en esa playa. Ahora bien, la oferta de Benidorm, en todos los sentidos, es estupenda.
—¿Puede ser la Alhambra el contrapunto a esa oferta? La gente va a ver ese monumento y se marcha sin encontrar otros incentivos.
—El problema es que el turismo cultural lo ha gestionado gente de la cultura y su objetivo es que vaya el menor número de gente posible porque considera que el visitante perjudica al monumento. Tú vas a los palacios de Enrique VIII en Inglaterra y te reciben vestidos de época. Haces un crucero por el Mississippi y ves a los esclavos, a los esclavistas, a los dueños de las plantaciones, a las mujeres con su traje de Lo que el viento se llevó… Han convertido esos lugares en parques temáticos que enseñan cómo era aquella vida y la gente paga por ello. Los americanos están muy por delante de nosotros. Organizan los parques temáticos para sacar el mayor rendimiento económico.
—En España los parques temáticos no han dado buen resultado.
—Porque nuestra cultura del coche es totalmente diferente. A los europeos no nos gusta conducir. Para ellos, conducir es una gran diversión y el radio de acción de los parques, que aquí puede alcanzar los cien kilómetros, allí son ochocientos o más. Y están mejor organizados. Aquí en España se han improvisado todos. El precio de la entrada ha de estar en proporción con el tiempo que se esté dentro. Tienes que conseguir que la gente esté dentro mucho tiempo para que no se sienta estafada. Otra cosa: las compras son proporcionales al tiempo que estés en la cola. Tienes que medir en cada país cuál es el tiempo que se está dispuesto a hacer cola. Allí hacen mucha cola. Cuando hay poca gente, contratan a gente para que haga cola. Lo tienen todo medido, todo cuantificado, todo estudiado y organizado para la rentabilidad.