La calle de los libros
La búsqueda es síntoma de vitalidad. Mientras mantengamos alerta la curiosidad, sin importar lo que encontremos, es señal de que nos sigue latiendo el alma
El libro en librerías españolas más caro que se vendió el año pasado fue la Obra completa de Bécquer en primera edición: costó 3.000 euros y lo vendió una librería de Sevilla. En Estados Unidos se vendió una primera edición de El gran Gatsby por 48.000 euros —firmada y con sobrecubierta— y ni siquiera entró en el top ten de los libros más caros vendidos en ese país. El dato puede que no diga mucho de nosotros o sí, pero ahí lo dejo, para quienes tienen la idea de que todo en el mundo del libro antiguo es pobretería y locura. Ya sé que hay una norma —impuesta seguramente por quienes tienen mucho dinero— según la cual hablar de dinero es de mal gusto. No lo creo. Los artículos de Cyril Connolly sobre bibliomanía y coleccionismo están llenos de datos económicos, incluso da pistas excelentes a los londinenses sobre dónde deben buscar —en las librerías de extrarradio, claro— para no gastar el doble de lo que merece la pena gastarse. Gracias a Connolly nos pateamos hace años los barrios de Londres en pos de pequeñas librerías que tenían dos plantas siempre —la que daba a la calle y el sótano de los libros viejos. En una de ellas, cerca del cementerio de West Brompton, había una donde compramos un montón de primeras ediciones del propio Connolly y al ir a pagarlas la librera, de unos setenta años, nos dijo: gran escritor pero qué mal bicho. Estuvo una hora hablándonos de las miserias del gran escritor y por algunos detalles parecía querer darnos a entender que fueron amantes. Yo la creí pero mi mujer no, e hicimos una semana después una prueba: compraríamos las primeras ediciones que habíamos visto de Kingsley Amis, y si nos contaba batallitas personales de él, es que se lo inventaba todo, y si no contaba nada personal, la declararíamos “la amante de Connolly”. Como tantas otras veces yo me equivoqué, y en efecto, en cuanto depositamos unos libros de Amis en la siguiente visita, la librera empezó a contarnos indiscreciones del autor, y una semana más tarde hizo lo mismo con Anthony Powell, y con Stephen Spender y con Evelyn Waugh. O bien se inventaba todos aquellos recuerdos, para dejar claro que de joven le había roto el corazón a toda la narrativa inglesa del medio siglo, o bien decía la verdad y el mundo se estaba perdiendo unas memorias fantásticas. Algún día tendré que escribir despacio sobre aquel personaje. La última vez que estuvimos en Londres buscamos la librería pero ya no quedaba nada de ella. El mundo de los libros viejos representa fidedignamente el abanico social: desde la manta de un rastro a las “boutiques”, como tan cursimente se las ha bautizado, la escala de establecimientos que corresponden al ramo cubre toda la escala de clasesEl mundo de los libros viejos, antiguos o de ocasión (prefiero con mucho la última denominación, porque ocasión es oportunidad y suceso, algo que te pasa y al pasarte ya es “pasado” y memoria) tiende a lo extremo: dos tópicos lo denuncian. O bien se piensa en lugares donde casi hay que rebuscar entre la basura en pos de algún libro o, todo lo contrario, en subastas perfumadas donde hay cuatro millonarios por metro cuadrado. Lo cierto es que todo ese mundo de libros viejos o antiguos o de ocasión representa fidedignamente el abanico social: desde la manta donde alguien que los ha salvado de un contenedor de desperdicios vende en un rastro —o en las aceras de la Universidad, como pasa a menudo en Sevilla— a las “boutiques del libro”, como tan cursimente se las ha bautizado, donde unos especialistas imponen precios de miles de euros a volúmenes que podían haber estado en el contenedor (y lo mejor de todo: los venden), la escala de establecimientos que corresponden al ramo —no solo librerías, también tiendas de caridad: los mejores libros que encontramos en Londres estaban en Oxfam y Marie Christine del Castillo dio en un Centro Reto con la primera en dos tomos de La Regenta— cubre toda la escala de clases. El librero de libro de batalla que apila en mogollones sus libros y donde por muy pocos euros te puedes llevar todos los libros que una vida necesita para irse al otro lado del tiempo habiendo leído lo mejor que hemos producido —o sea, Homero, Virgilio, Dante, Petrarca, Cervantes, Shakespeare, Quevedo, Tolstói—, el librero con género más escogido —clase media— donde hay algunas piezas caras pero no insultantes, el librero ya especializado con el que hay que pedir cita para que te enseñe sus conquistas, el librero que vive en las nubes gracias a que tiene una cartera de clientes a quienes telefonea cuando se le pone a tiro un rinoceronte… Y luego está Abelardo Linares, que es una clase en sí mismo.Así que en esa curiosa —y falaz— contradicción se mueve el asunto: la gente suele tener una idea de los libros viejos que va de un extremo al otro sin pasar por la línea que los une. O los libros viejos son baratijas que dan grima y se expenden en locales poco higiénicos o son tesoros incalculables que se venden en salas donde el traje que lleva puesto el librero vale ya una fortuna. Está bien: le da una fachada al asunto, un aire legendario, le presta escenografía. Pero es lo que menos me interesa. Lo que más me interesa es que esos lugares, las barracas y los templos, hacen de manantiales para la confección de un reino personal y la mayor parte de las veces absolutamente íntimo —porque hay algunos casos en los que ese reino parece no obtener más ganancia que ser mostrada a los fotógrafos de una revista de decoración: la biblioteca. Creo que hay dos clases de propietarios de una biblioteca personal; los que consideran que los libros que la integran son una muralla que los defiende de las inclemencias de la realidad, del tiempo, de la vida, y los que consideran justo lo contrario: que los libros de su biblioteca son un puente que les lleva precisamente a la realidad, al tiempo y a la vida, y gracias a ellos esos tres cíclopes son menos inclementes. Aunque habrá habido épocas en mi vida en que pertenecí a los miembros del primer grupo, cada vez estoy más seguro de haber pasado a formar parte de los miembros del segundo grupo, comandados sin lugar a dudas por Alonso Quijano que utilizó los viejos libros de caballerías para convertirse en un caballero andante.
Se dice en La novela del buscador de libros, muy exageradamente, por supuesto, que en cada buscador de libros hay un Jesucristo buscando a algún Lázaro al que decirle: “Levántate y anda”. Porque todo libro es de alguna manera una sepultura, pero una sepultura dentro de la cual hay aún alguien vivo. Y eso es lo que uno va buscando en esas correrías por la calle de los libros: vida. La vida que se nos está yendo en las búsquedas y la que está encapsulada en los libros que encontramos. Una calle de los libros que une mágicamente lugares muy distantes: en la memoria, la Strand de Nueva York queda muy cerca de la Librería Inestable de Lima, de las librerías de Jimboko de Tokio, de la calle Donceles de México y de la Plaza de los Terceros de Sevilla. Y eso es fundamentalmente lo que pretende contar La calle de los libros, un fotolibro publicado por la Asociación de Amigos del Libro Antiguo de Sevilla, en el que las ráfagas de imágenes de mercadillos, rastros, librerías de postín, almacenes insondables son interrumpidas por poemas sobre libreros, libros, papel, lecturas de autores que van de Rubén Darío a Gonzalo Gragera, pasando por Juan Ramón Jiménez, Borges, Pablo Neruda, Juan Manuel Bonet, Luis Alberto de Cuenca o Felipe Benítez Reyes. “Qué buscas en los libros”, se pregunta Fernando Fortún. Cada cual tiene que encontrar su respuesta, sin duda, pero la pregunta está muy bien formulada: el poeta no se pregunta “qué encuentras en los libros”, sino que pone el énfasis en lo que todos compartimos, la búsqueda. Y la búsqueda es síntoma de vitalidad. Mientras mantengamos alerta la curiosidad, mientras sigamos buscando —sin importar lo que encontremos— es señal de que nos sigue latiendo el alma.