La fatalidad de Juan Ramón Jiménez
Durante años, la consideración ética y estética del gran poeta de Moguer ha estado distorsionada por un cúmulo de malentendidos, fruto del desinterés o la ignorancia
Hemos conocido en estos últimos cuarenta años algunos cambios significativos en la historia de la literatura española y en la apreciación de ciertos escritores. Digámoslo ya: si se transplantara a un lector de entonces a las librerías de hoy, o a un seguidor de los suplementos y revistas literarios de entonces a los de ahora, quedaría asombrado, haciéndose cruces del sic transit gloria mundi y demás contingencias. En pleno delirio por la poesía de Vicente Aleixandre, cuyo premio Nobel nos resultó a algunos tan exótico como el de Echegaray, ciertos poetas y críticos eminentes de entonces no tenían rebozo alguno en tildar a Antonio Machado de poeta “para maestros de escuela” y a Juan Ramón de poeta “de casino de pueblo”. Por suerte para Unamuno, de este ni siquiera se acordaron. Hablamos de los tres más grandes poetas del siglo XX en español, comparables a Lope, San Juan de la Cruz o Quevedo. Y no decían tales gracietas porque fuesen más bravos que nadie, sino porque se sentían impunes: la sociedad los secundaba, y lo soltaban, eso y más, como aquello tan chistoso de que tenían que llevarse de nuevo a Solzhenitsyn al gulag porque se estaba poniendo muy pesado precisamente denunciando el gulag. En el terreno de la prosa las cosas no estaban mejor. Solo Valle-Inclán, un carlista d’annunziano de circulación restringida, parecía haber sobrevivido a la liquidación por derribo. Baroja, Azorín, una vez más Unamuno, d’Ors, Pérez de Ayala o Gómez de la Serna, fosilizados en los libros de texto como antiguallas, no tenían apenas implantación social ni el prestigio que expendían los mandarines, cuando no estaban estigmatizados por haber elegido el bando equivocado en la Guerra Civil. Tanto es así que algunos llegaron a pensar que estos autores eran franquistas solo por figurar en los libros de texto que se estudiaban entonces en España.Desde luego que a Juan Ramón no lo “descubrimos” nosotros, los happy few que entonces empezábamos a escribir y a buscar para la literatura española otro canon menos espumoso acaso, pero más cercano y cordial. A Juan Ramón se le estudiaba, se le leía, se le editaba, por supuesto. ¿Dónde, quiénes, cómo? ¿Dónde? En la universidad, por profesores, como Sánchez Romeralo o Eugenio Florit, a quienes no importó en absoluto ocuparse de un autor “desprestigiado” en el “cogollito”, por usar este término tan querido de madame Verdurin: ingente, cursi, neurótico, hipocondríaco, atacado día sí y día también por la crítica artillada y prestigiosa de los “profesores poetas” desde todas las cotas eminentes del hispanismo mundial: Salinas, Guillén, Alonso, Cernuda y la chusma universitaria enrolada en sus armadas (léase chusma en su acepción náutica, por favor). ¿Quiénes? Los amantes de la poesía, pocas gentes anónimas a quienes no importaron tampoco las burlas que circulaban sobre Platero y yo (uno de los libros más hermosos de nuestra literatura), poetas que habían de leerlo en secreto, con gusto y devotamente, en sus rincones provincianos (Córdoba, por ejemplo, o Málaga o Sevilla) y acaso otros que años después, cuando rolaron los vientos, se apresuraron a confesar que se habían destetado poéticamente en las páginas de la Segunda Antolojía, tras haber pasado la tarde en la calle Velintonia. ¿Cómo? Quienes buscaban hace cuarenta años los libros de JRJ apenas tenían dificultades si lo hacían en las librerías de viejo. Se encontraban aún muchos de ellos en sus ediciones originales, cuidadas por el propio poeta, a un precio no solo razonable, sino asequible al bolsillo de un joven en paro, como lo era uno entonces. Que se encontraran en la edición original era importante, imprescindible diríamos para comprender cabalmente aquello que había dicho el propio JR, “en edición diferente los libros dicen cosa distinta”, ya que tanto empeño había puesto él en la renovación tipográfica española como en la renovación poética. ¿Y en las librerías de nuevo? Muy poca cosa o mucho, según se mire. En todas ellas existían estos tres libros, dormidos en sus anaqueles: Platero y yo, la Tercera antolojía poética (en la que trabajaron Zenobia y Eugenio Florit durante años, hasta la muerte de Zenobia) y las Obras completas de la editorial Aguilar, publicadas al rebufo del Nobel, y solo por esta circunstancia (es un decir lo de completas: solo figuraban en ellas y de manera acrítica los libros editados en vida de su autor, y en una edición tan estrafalaria —guaflex azul turquesa y “papel fumadero”, como él llamaba al papel Biblia—, que se diría hecha a propósito contra JRJ). Había algunos libros más, desde luego (todos aquellos de prosa, ensayos y cartas editados en Aguilar también por otro de los “leales”, a quien tanto debemos los lectores de JRJ, Francisco Garfias, y las reediciones que se habían venido haciendo en la editorial argentina Losada de los títulos más significativos, por no hablar, claro, de la ejemplar dedicación de los herederos del poeta, con Francisco Hernández-Pinzón y su hija Carmen, combatidos y cuestionados a menudo principalmente por aquellos a los que ni siquiera interesaba JRJ, luchando contra viento y marea para mantener vivos su recuerdo y su legado), pero en esos anaqueles siguieron todos esos libros muchos años, hasta desaparecer de ellos poco a poco bien entrados los noventa del siglo pasado, al tiempo que se iba produciendo eso que se ha dado en llamar “cambio de tendencia”, quiero decir, un giro paulatino y evidente en la consideración ética y estética de Juan Ramón. Pero lo cierto es que ningún lector interesado de verdad en JRJ había dejado nunca de tener a mano suficientes libros suyos como para seguir leyéndolo y estimándolo en lo que es. Solo hubiera tenido que pasarse por una librería de nuevo o de viejo, alargar la mano, pasar por caja y llevarse a casa alguna de las obras cumbre de la poesía española de todos los tiempos, quiere decirse aquí que quien no lo leyó hasta Lírica de una Atlántida —la mayor parte de cuyos textos se habían venido publicando con anterioridad, por cierto— no fue porque fuese difícil acceder al poeta, sino porque tenía la cabeza puesta en otras cosas o en otras partes, en Velintonia, por ejemplo, o abismada en peliagudas hermenéuticas de ciertas místicas, siempre tan rediticias.
No es posible la estética sin una ética que la sostenga: la poesía exige de cada uno de nosotros una conducta noble, recta, sin engaños, sin trapacerías, siempre del lado de quienes más necesitan de nosotros y de nuestros desvelos¿Qué sucedió para que cambiaran las cosas, cómo pasó JRJ de ser considerado un “poeta de casino de pueblo” a serlo como uno de los grandes poetas de todos los tiempos?Aunque él mismo lo había vislumbrado (“Cada vez que se levante en España una minoría, volverán la cabeza a mí como al sol”), influyó mucho por un lado el descrédito de las poéticas de la vanguardia, vistas hoy la mayor parte de ellas como juegos bastante párvulos, y por otro el descrédito político de esas mismas vanguardias, tanto en su versión negra, azul o roja, como corresponsables de los totalitarismos del siglo XX. Y al menos uno percibió algo en lo que JR, que tantas veces había sido ridiculizado como un marfilópata hiperestésico, venía insistiendo también desde los años treinta, antes de ese exilio de más de veinte años en el que murió: no es posible la estética sin una ética que la sostenga, el poeta es uno vistiendo, escribiendo, componiendo sus libros, relacionándose con unos y con otros, viviendo en sociedad en definitiva: la poesía exige de cada uno de nosotros una conducta noble, recta, sin engaños, sin trapacerías, siempre del lado de quienes más necesitan de nosotros y de nuestros desvelos… Baste acercarse a su libro Guerra en España para corroborarlo. El poeta hace mejor el mundo descubriendo, mediante su escritura, lo mejor suyo. Esas ansias de perfección y de belleza son en él una fatalidad, algo a lo que no podrá sustraerse. Y descubrir lo mejor del mundo es en sí mismo hacer un mundo mejor, más habitable, recto y noble. He ahí resumida toda su filosofía poética. La rosa, la mujer, la obra, las ciudades, los viajes, los amigos, los maestros, el dolor, la dicha solo son instrumentos de conocimiento y de vida que nos conducirán a un mundo en el que la gente no hará obras poéticas ni mucho menos esteticistas. El poeta, y quien le acompañe en ese viaje, habrá dejado entonces de hacer poesía para ser poesía viva, transformando el mundo en algo mejor que esto que conocemos. La poesía es, sí, solo un camino hacia la plenitud vital y poética.
La tarea ingente que se propuso tenía por fuerza que quedar incompleta. La abordó desde infinidad de flancos: poemas, ensayos, aforismos, prosas, retratos, clases, conferencias… En todos ellos percibimos el mismo impulso: vivir hacia adentro, en la atención extrema y permanente, desde que uno se levanta hasta que se acuesta, contribuye como pocas cosas al mejoramiento de lo de afuera. Lo demás, el precio que pagó por ello, es solo anécdota: es cierto que se volvió loco de sí mismo (estuvo enfermo toda su vida de males reales e imaginarios), y que fue exigente consigo tanto como con los demás (intransigente solo con la estupidez o la malevolencia o la calumnia, sus famosas “malas pulgas”), pero hay en toda su obra una tensión inaudita en alguien que escribió tantísimo y que corrigió de manera neurótica mucho más, dándole tarea de sobra a los filólogos de los próximos mil años. Aunque a todos aquellos que quieran acercarse a su obra en este tiempo que tan distraídos nos trae y nos lleva, podrían bastarles, sí, esos tres o cuatro libros que durmieron durante décadas en los estantes de las librerías españolas: Platero y yo, su Tercera antolojía, Españoles de tres mundos y una selección de sus aforismos (los suyos están a la altura de los mejores, de Lichtenberg a Nietzsche). Volvemos a estar como entonces, como hace cuarenta años, pero de qué modo tan distinto.
El tiempo irá dejando a un lado las anécdotas que rodearon su vida y que le hicieron objeto de todo tipo de leyendas, burlas y puyas, y nos lo presentará tal cual fue: un hombre cabal, refinado y sensual como un príncipe árabe (él mismo bromeaba a propósito de su barba nazarí y su sensibilidad oriental) y austero como un cuáquero (no en vano fue siempre un hombre de la Institución Libre de Enseñanza, parco en el comer y el vestir), fiel amante de su mujer (a quien “adoró como a la mujer más completa del mundo, y no pudo hacerla feliz”, diría al final de su vida sumido en la depresión, sin ser exacto del todo: la hizo feliz como él podía hacerla feliz), disciplinado, trabajador, franco en el trato, amante de los niños y preocupado por su instrucción, principalmente la de los más pobres. La posteridad, sí, nos lo presentará como el poeta completo, único, extraordinario que buscó en la tierra firme de la belleza el sentido de la vida, el legítimo sentido de la vida que la vida nos desbarata de continuo con sus crueles galernas. Y tenerlo con nosotros siempre, con su vida tan desdichada como decente y su obra feliz, es, tal y como decía Leopardi, un consuelo, pero también un ejemplo y una deuda que afortunadamente jamás podremos saldar porque nos mantendrá a su lado.
Durante años, la consideración ética y estética del gran poeta de Moguer ha estado distorsionada por un cúmulo de malentendidos, fruto del desinterés o la ignorancia