La figura vencedora del Arquero
Tanto en su época de militancia como tras el distanciamiento de la política, Sergio Ramírez, como él mismo escribió de Bergman, siempre ha
despreciado el fanatismo y la ausencia de reflexión
La ironía sigue siendo un arma poderosa
en el actual contexto de la lucha ideológica.
Sergio Ramírez
Leer los ensayos literarios y políticos, las memorias de su tiempo como revolucionario, y los apuntes diarísticos; leer sus discursos y reflexiones sobre escritores y libros, compromiso y conciencia social; y aun acercarse a sus ediciones de los textos de otros, como los dos monumentales tomos de El pensamiento vivo, de Augusto César Sandino, y El hombre del Caribe, las memorias del teniente Abelardo Cuadra, “que había peleado en las Segovias contra Sandino y [fue] partícipe de la conjura para asesinarlo”, es un ejercicio de (re)conocimiento. Cada vez que escribe sobre alguien, o sobre algo, deja constancia de que esa lectura también lo describe a él, no solo cuando trata de la historia de su país, sino también de otros escenarios. Acerca de las memorias de Ingmar Bergman, comenta (¿convocando alguna analogía?): “Despreciaba el fanatismo porque había tenido suficiente de ello en su infancia, bajo la férula luterana de su padre”. En el pensamiento de Ramírez siempre se detecta el desprecio por el fanatismo y la ausencia de reflexión, de meditación.
No debería pasarse por alto el libro de relatos Tropeles y tropelías (1972) al abordar al ensayista que convive con él. En este libro, ganador del Premio Latinoamericano de Cuento de la revista Imagen, de Caracas, queda claro hacia dónde apunta el discurso del autor: hacia el humor. El último relato, “Suprema ley por la que se regula el bien general de las personas, se premian sus acciones nobles y se castigan sus malos actos y hábitos, dictada en XIV parágrafos”, es un desternillante código hammurabiano, obra de un gobernante megalómano que pretende regimentar hasta el más mínimo detalle de la vida; un cúmulo de leyes que, visto lo visto en Latinoamérica, no se atina a saber si constituye una espléndida broma del autor o es una verdadera antología de preceptos recogidos en diferentes puntos del continente, esa “bucólica atrocidad que habitamos”. El artículo 53 es antológico: “La poesía de un mal recitador recitada en público será penada con multa de quince a veinte reales según la extensión del verso en cuestión”. Ironía y realismo mágico.
La obra no narrativa de Sergio Ramírez está formada por ensayos literarios y políticos, memorias de su tiempo como revolucionario, apuntes diarísticos o discursos y reflexiones sobre escritores y libros, compromiso y conciencia socialEn El alba de oro. La historia viva de Nicaragua (1983), Ramírez verbaliza el trabajo del escritor cuando otras urgencias lo reclaman, como la política y el gobierno: “Una de las preguntas rituales que se me dirige en ocasión de entrevistas de prensa o cuando converso con amigos literatos a quienes tengo tiempo de no ver, es que si mis tareas como dirigente de la revolución me dejan tiempo para escribir; y siempre he respondido que no, si se piensa en el acto premeditado y consuetudinario de sentarse a la máquina en un horario fijo, porque en la revolución todo horario es sorpresivo”. Concibe su libro como las reflexiones de un dirigente político, pero con el olfato del escritor que anota donde puede mientras asiste a reuniones y viaja por su país; medita sobre lo que va presenciando en su labor en pro de la revolución: “Es el testimonio diario, sin pretensiones, de un intelectual en su aprendizaje constante con la revolución y con las masas que dirigidas por el Frente Sandinista, la llevan adelante”. Tal era entonces el destino de su escritura. Su postura intelectual queda clara en su intervención en el Primer Encuentro de Trabajadores por la Cultura: “Los intelectuales y el futuro revolucionario”. Entre otras, propone a sus compañeros intelectuales dos acciones perentorias: compromiso social con lo popular y autenticidad del artista dentro de un marco universal; todo desde luego en beneficio de la revolución y sobre todo del pueblo. Los capítulos de ese libro son la meditación nacida de la urgencia que supone la reconstrucción de un país. Este, y su libro de memorias Adiós muchachos, son textos fundamentales para entender la historia contemporánea de América Latina y, cómo no, la del autor. En este recuento vital Ramírez no ha renunciado a sus principios más íntimos, por supuesto, pero ahora tiene una más amplia perspectiva de aquellos años de sueños y esfuerzos: “Vale la pena recordar que la revolución sandinista fue la culminación de una época de rebeldías y el triunfo de un cúmulo de creencias y sentimientos compartidos por una generación que abominó al imperialismo y tuvo la fe en el socialismo y en los movimientos de liberación nacional […] Era la izquierda. Una época que fue también una épica”. Sabe que se trata de un tiempo que ya pasó, empujado quizá por el inexorable fluir de la historia, que coloca a cada quien en el puesto que le corresponde. Por ejemplo, su relación con Fidel Castro —que en 1980 se había alojado en su casa de Managua y que solía agasajarlo en La Habana mostrándose en público con un ejemplar de la novela Castigo divino— menguó tras su salida del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN): “Nunca volví a Cuba, ni a saber de él, salvo a través de esporádicos saludos suyos que me pasa Gabriel García Márquez, con quien le mando cumplidamente mis libros”. Sin duda, como él mismo cuenta, el abandono del FSLN fue más que traumático. Se trató de la ruptura de una familia que había creado junta un sueño. Ante decenas de micrófonos y acompañado por los suyos, en 1994 renunció a las filas de sus compañeros de tantos años: “No puedo decir que no me sintiera conmovido. Por el recuerdo del pasado, por todo lo que quedaba detrás de mí. Y por los agravios, ahora que Saturno me alzaba desde el suelo para meterme entre sus fauces”.“Los verdaderos vicios se adquieren temprano”, escribió para la Feria Internacional del Libro de Guadalajara; el tiempo los acentúa. El escritor que anida en el político, o el político que anida en el escritor, ha vivido estas décadas en una continua, a veces tensa, meditación en la que la palabra y la acción, la ideología y el arte, han ido de la mano, pero sin sumisiones ni dobleces. Al inaugurar su blog, en enero de 2007, Ramírez lo confiaba a su “paisano inevitable”, Rubén Darío: “Cada flecha que dispara, cada flecha es una hora; / doce aljabas cada año para él trae el rey Enero; / en la sombra se destaca la figura vencedora / del Arquero…”. Como la del escritor, que del mismo modo que el arquero vence al tiempo con sus palabras, que son flechas.