La Ilustración española
Los avances de la Revolución Científica de los siglos XVI y XVII, que sentó las bases de la ciencia moderna, fructificaron tardíamente bajo la monarquía de los Borbones
No existe para mí período más hermoso en la Historia que el siglo XVIII, el de la Ilustración. Animados por la gran confianza que depositaron en la capacidad científica y tecnológica humana de comprender y utilizar la naturaleza, los ilustrados creyeron que era posible construir una sociedad más racional, justa y cómoda. La gran fuente que alimentó esas ilusiones fue la Revolución Científica, el periodo de los siglos XVI y XVII en el que se sentaron las bases de la ciencia moderna. Pero aquella Revolución no floreció de la misma manera en España; independientemente de que pudiéramos recordar las iniciativas de los denominados novatores, un no demasiado numeroso conjunto de profesionales que a finales del siglo XVII se esforzaron por introducir —especialmente en la medicina y ciencias vinculadas a ella— savia nueva, informada de lo que se estaba haciendo en otros países europeos, lo cierto es que España partió con retraso en el movimiento ilustrado. No se equivocaba el médico valenciano Juan de Cabriada (1665-1714) cuando escribió en su Carta filosófica, médico-chymica de 1687: “Que es lastimoso y aun vergonzosa cosa que, como si fuéramos indios, hayamos de ser los últimos en recibir las noticias y luces públicas que ya están esparcidas por Europa […] ¿Por qué para un fin tan santo, útil y provechoso como adelantar en el conocimiento de las cosas naturales (sólo se adelanta con los experimentos físico-químicos) no habían de hincar el hombro los señores y nobleza, pues esto no les importa a todos menos que las vidas?”. La querencia hacia la “ciencia útil”, esto es, hacia la técnica, que sentían los ilustrados, manifestación de sus deseos de mejorar la condición humana, aparece en muchas de las iniciativas propiciadas por los primeros BorbonesAyudó, y mucho, en la introducción del pensamiento que reclamaba Cabriada la instauración en España de una nueva dinastía monárquica: la de los Borbones, encabezada por Felipe V (1683-1746), al que siguió Fernando VI (1713-1759). Pero no es de estos, de quienes se pueden mencionar no pocos logros “ilustrados”, de los que ahora debo tratar, sino del tercer Borbón, Carlos III (1716-1788), de cuyo nacimiento se cumplen ahora 300 años.La querencia hacia la “ciencia útil”, esto es, hacia la técnica, que sentían los ilustrados, manifestación de sus deseos de mejorar la condición humana, aparece en muchas de las iniciativas propiciadas por los primeros Borbones; un buen ejemplo es la creación de tres Reales Fábricas. Las dos primeras, la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara (1720) y la Real Fábrica de Cristales de La Granja (1727), se fundaron durante el reinado de Felipe V, pero la tercera, la de Porcelana del Buen Retiro, lo fue en 1760, el año siguiente de que Carlos III asumiera el trono de España. En esta, los primeros artífices y materiales fueron traídos de Nápoles, donde el nuevo Borbón había sido rey, como Carlos VII, entre 1731 y 1735; se trataba de emular a la porcelana de Capodimonte. Una táctica que emplearon los Borbones fue traer del extranjero técnicos que dominasen el arte de la producción de aquello deseado, como muestra el caso del arquitecto italiano Francesco Sabatini (Palermo, 1722-Madrid, 1797), cuya relación con el rey se había iniciado mucho antes, cuando Sabatini trabajó en la construcción del Palacio Real de Caserta, mientras Carlos era rey de Nápoles. Junto a Ventura de la Vega y Juan de Villanueva, Sabatini formó el gran trío de arquitectos de Carlos III, que, comenzando con el convento de los Jerónimos, reformaron los alrededores madrileños del Paseo del Prado y diseñaron la creación de un eje científico en las propiedades reales del Buen Retiro, eje que se inició con el Jardín Botánico, que Carlos III trasladó, al poco de comenzar su reinado, desde el Soto de la Florida, donde lo había establecido en 1755 Fernando VI, a la denominada Huerta de Migas Calientes, lugar en el que permanece como una de las joyas madrileñas desde que abrió sus puertas en 1781.
Aunque Sabatini fue el principal responsable de aquella remodelación, el mayor ejecutor fue Villanueva (1739-1811), tanto del Jardín Botánico como del Observatorio Astronómico. La idea de que la capital tuviese, al igual que otras europeas, un observatorio partió del marino Jorge Juan, que se la sugirió a Carlos III, aunque este no tuvo a bien aprobarla hasta 1785, esto es, doce años después de la muerte de aquel. Pero las obras no se iniciaron hasta 1790, con Carlos IV. El lugar donde se instaló fue el cerrillo de San Blas, al lado del Jardín Botánico y de la plaza de Atocha. Por entonces, España ya contaba con un gran observatorio, en la isla de León, en Cádiz. Fundado en 1753, este observatorio pertenecía a la Marina y también fue propuesto por Jorge Juan, al regreso de la expedición franco-española —iniciada en 1735 y que se prolongó durante una década— al reino de Quito para medir el valor de un grado de meridiano en el ecuador terrestre.
Otra de las obras de Villanueva fue una que estaba destinada a Gabinete de Historia Natural. Entre 1785 y 1792 se construyó un magnífico edificio para él en el Prado viejo de San Jerónimo, junto al Jardín Botánico; sin embargo, este edificio nunca llegó a ser ocupado para el propósito con que fue imaginado, siendo finalmente completado y destinado, en 1819, a pinacoteca: el actual Museo del Prado. El arte venció a la ciencia.
Como vemos, Madrid fue muy favorecido —de ahí que se suela llamar a Carlos III, “el mejor alcalde de Madrid”—, pero el movimiento ilustrado no se limitó a la capital, también se crearon numerosas instituciones en otros lugares de España. Dejando al margen las que no pertenecen a la época de Carlos III, que fue cuando se intensificó este tipo de creaciones, mencionaré como ejemplos los Colegios de Cirugía de Barcelona (1760) y de San Carlos, en Madrid (1780), el Colegio de Artillería de Segovia (1762) y la primera de las Sociedades Económicas de Amigos del País, la Real Sociedad Bascongada de Amigos del País, sita en Vergara, cuyos estatutos se aprobaron en 1764, aunque el Consejo de Castilla sólo los validó en 1772. Durante algunos años fue uno de los centros científicos más brillantes de la nación.
Junto a desarrollos como los anteriores, otra actividad destacó en la Ilustración española: las expediciones científicas a América, que se centraron en varias líneas: la fijación de fronteras, en particular con Portugal; el conocimiento de las rutas marítimas, con la impresión de cartas náuticas; la mejora de las comunicaciones terrestres mediante una cartografía precisa; y obtener información que permitiera sostener una política más ajustada con la realidad de los territorios americanos. Recordemos que el Ejército y la Marina eran los soportes del dominio colonial hispano, que sufría el acoso de otras potencias, de modo que la mejor manera de mantener el imperio colonial americano pasaba por aumentar tanto la potencia militar, como el conocimiento de los límites y vías de comunicación. El periodo más activo en este apartado fue durante el reinado de Carlos III, cuando se realizaron alrededor de cuarenta expediciones.
En pocos lugares aparecen con tanta claridad las múltiples caras de estas expediciones como en la dirigida por el italiano Alejandro Malaspina, transcurrida por las aguas y tierras de América del Sur, Central y del Norte entre 1789 y 1794, y cuyos resultados resumió bien el escritor argentino Bonifacio del Carril: “En todos los lugares donde se detuvieron […] se ubicó astronómicamente el sitio. Se midieron y calcularon niveles. Se levantaron cartas geográficas. Se exploraron y reconocieron los alrededores. Se hicieron observaciones geológicas, botánicas y zoológicas; estudios etnográficos y lingüísticos. Se recogieron numerosas carpetas, que se fueron remitiendo a España o se conservaron en las corbetas para preparar el informe final, después del regreso”.
Fue aquella, efectivamente, una época hermosa.