La mirada foránea
Pintores, escritores, cineastas, músicos o filósofos de diversos países y continentes han enriquecido la complejidad de la fiesta. La pasión por los toros ya no tiene fronteras
Ante un panorama tan preocupante como es en la actualidad el de las corridas de toros en España, donde en parte de su territorio —Cataluña y San Sebastián— se ha optado últimamente por su abolición, a causa de intereses nacionalistas y otros motivos, entre los cuales aún pudiera perdurar un cierto complejo de inferioridad frente a la negativa opinión sobre la tauromaquia de buena parte de países extranjeros, no viene mal reparar en otras miradas que más allá de nuestras fronteras han lanzado algunos de sus más ilustres habitantes. Así, la muy citada declaración de Jean-Jacques Rousseau en sus Consideraciones sobre el gobierno de Polonia, cuando afirmaba que “No han contribuido poco las corridas de toros a mantener en la nación española un cierto vigor”. Frente a la amenaza que la propensión general de Europa a imitar los gustos y maneras franceses podría significar para la pérdida de identidad de los pueblos, el ginebrino reconoció que la relación de los españoles con el toro era un valor que potenciaba su diferenciación. Y en esta misma línea podría encuadrarse la opinión, mucho menos citada, de otro filósofo de la Ilustración, Immanuel Kant, que en su temprano ensayo Lo bello y lo sublime, elegía ese enfrentamiento entre el hombre y la fiera para caracterizar al pueblo español dentro de la categoría de lo sublime, ya que esa “extravagancia” desbordaba los límites de lo natural. Claro que ni Rousseau ni Kant habían pisado España ni visto en su vida corrida alguna, pero sus miradas nacidas de la reflexión no carecían de fundamento.Muy distinto fue el caso de los viajeros románticos, que dejaron vivo testimonio de la fascinación por el espectáculo taurino que traslucía, según ellos, como ningún otro la esencia de un pueblo. Tras las noticias difundidas principalmente por ingleses y franceses que habían luchado en la Guerra de la Independencia, España empezaba a ser descubierta y considerada como la más romántica de las naciones, y en los toros vieron esos idealistas la plasmación de su sueño: todo un mundo de sensualidad, belleza y primitivismo. Richard Ford destacaba en la tauromaquia la relación entre el amor y el heroísmo; Mérimée insistía en la voluptuosidad y la violencia, en el valor y la gracia; Dumas resaltaba el contraste entre la inteligencia, representada por el hombre, y la ferocidad, por el toro; Gautier exaltaba su entusiasmo hasta la glorificación del diestro; esos y muchos otros más, no tan conocidos literariamente, como lo fueran la pionera Laure Saint-Martin Permon, duquesa de Abrantes, o el joven Maximiliano de Habsburgo, futuro emperador de México, que dejó en sus memorias una entusiasta descripción de la primera corrida presenciada en Sevilla. Miradas muy complejas las de estos viajeros que, tras superar los límites del mero testimonio personal, escogieron, algunos de ellos, el mundo del toro, con toda su problemática social, para lanzarse a la creación de arquetipos novelescos que habrían de tener una gran repercusión entre los costumbristas y narradores españoles, a favor o en contra, y en otros seguidores como el músico Bizet con la ópera Carmen, o en las muestras pictóricas de temática taurina de Delacroix, Doré y Manet, por citar sólo algunos ejemplos. Los toros dejaban de ser un espectáculo bárbaro y cruel, propio de una nación retrasada, para convertirse en una fuente de inspiración artística o en una temática propuesta a la reflexión y la fantasía.
Frente a la amenaza que la propensión a imitar los gustos franceses podría significar para la pérdida de identidad de los pueblos, Rousseau reconoció que la relación de los españoles con el toro era un valor que potenciaba su diferenciaciónY en este sentido, nuevos enfoques venidos de fuera han contribuido a enriquecer durante el siglo XX la complejidad de una fiesta que, a la vez que revelaba inéditos significados, ampliaba su territorio geográfico con su consolidación en ciertas regiones meridionales de Francia o en algunos países de Hispanoamérica. Desde que la corrida “a la española” se implantó en Francia hacia mediados de la centuria decimonónica, no ha hecho más que crecer entre los aficionados de ambos lados de los Pirineos con ferias tan importantes como las de Nimes, Arlés o Bayona. Ese interés por los toros en el sur francés, vivido no como algo ajeno sino como mundo propio, ha influido sin duda en el resto del país vecino y ha tenido su reflejo en la creación artística y en el pensamiento. Baste evocar la figura de Henry de Montherlant que en su novela Les bestiaires de 1926, ambientada en Andalucía, profundiza en la relación entre la tauromaquia y la voluptuosidad basándose en sus experiencias personales. Ya unos años antes el político, viajero y ensayista, Maurice Barrès había insistido en ello, y lo seguirían haciendo Georges Bataille con sus radicales teorías eróticas, tan bien recibidas por algunos de sus discípulos como Michel Leiris, que le dedicó en 1939 las sugerentes páginas “De la literatura considerada como una tauromaquia”, abriendo así tantas perspectivas desarrolladas en los últimos tiempos.Pero no sólo de Francia y del campo literario provenían las nuevas miradas, también de otros países como Norteamérica. Waldo Frank publicó su España virgen en 1926, pero quien mejor encarnaría mundialmente la imagen del “aficionado” norteamericano no sería otro que Ernest Hemingway. Sus experiencias de los Sanfermines en los que participó culminarían en su novela The sun also rises (1926), popularizada como Fiesta, en la que su protagonista Pedro Romero era trasunto de Cayetano Ordóñez, padre de su futuro y definitivo héroe, Antonio Ordóñez, en el extenso reportaje El verano peligroso de décadas posteriores. También otro norteamericano muy españolizado, cuyas cenizas yacen en la finca de recreo del torero de Ronda, contribuyó como pocos a una visión universal de la fiesta: Orson Welles, aspirante a torero en su juventud. O Barnaby Conrad, de cuya novela Matador, basada en la trágica figura de Manolete, se vendieron tres millones de ejemplares en EE.UU.
Pintores, escritores, músicos, cineastas, historiadores, antropólogos y filósofos de diversos países y continentes han seguido enriqueciendo en las primeras décadas de nuestro siglo el mensaje implícito en el mundo de los toros desde sus peculiares puntos de vista. Hoy podemos afirmar que sus miradas no difieren de las nuestras. Esa polémica ya no tiene sentido. La creación y la reflexión se han hecho internacionales. La pasión por los toros ya no tiene fronteras. Como tampoco la tienen las tendencias abolicionistas que por uno u otro motivo quieren borrar de la faz de la tierra un hecho cultural de primera magnitud. Unos, en nombre de un animalismo pésimamente entendido, donde se pone en el mismo plano animales y hombres, quieren prohibir las corridas con argumentos que niegan los valores humanistas. Otros, por intereses políticos y motivos inconfesables, se empeñan en ello y ya lo han conseguido en algunos sitios. Pero, no lo olvidemos, el mayor enemigo de la fiesta no está fuera, sino dentro de ella misma. La banalización y el afán de lucro pueden acabar, si no lo están haciendo ya, con un espectáculo paradigmático de ética y estética, además de los desastres ecológicos que se derivarían, como la extinción de una de las especies más hermosas: el toro bravo, y la muy probable desaparición de las dehesas.
La mirada de fuera ha ayudado a mantener y a valorar la fiesta, como desde dentro han hecho tantos. Cuando estas dos miradas hoy al fin coinciden, no cerremos los ojos ante el peligro inminente: el mudo anonimato en un mundo globalizado.