La sábana que ondea
Indios y vaqueros, policías y ladrones, el descubrimiento de la Nueva Ola: los antiguos cines de verano alimentaron el imaginario sentimental de la infancia y la adolescencia
Aunque soy algo menor de edad que el cine, cuyo centenario se celebró hace un puñado de años, tuve ocasión en la infancia de conocer alguno de sus primitivos componentes: los acomodadores de entorchado y casaca, el desodorante pulverizado a mano desde la platea, los cartelones pintados con hiperrealismo en la fachada, y, en las filmotecas, cuando tenían medios, el piano tocado por un voluntarioso maestro de solfeo que realzaba, como antaño, las películas mudas. En la cinemateca de Londres, llamada National Film Theatre, improvisaba primorosamente en los primeros años 1970, con su pelo cardado inamovible pese a su digitación enardecida, la anciana pianista Miss Florence de Jongh, y recuerdo que Carlos Monsiváis, que no se perdía ninguna proyección del expresionismo alemán, aventuraba que Miss de Jongh había perfeccionado su arte acompañando en las primeras salas inglesas de exhibición los melodramas silentes, aún de poco suspense, del Hitchcock británico.Pero también de niño vi de cerca, menos grandiosamente, la sábana blanca del cine de verano, un fantasma que se aparecía en los pueblos alicantinos del interior donde los adultos combatían el calor con agua de cebada de los cafés de la plaza mayor y los pequeños chupábamos un polo de limón en las sesiones nocturnas. Por alguna razón misteriosa —siendo el séptimo arte la mezcla de lo gregario y lo arcano— las películas vistas durante tantos años al raso las he recordado siempre mucho mejor, en sus detalles y rostros, que las de los inmensos salones de lámparas lacrimosas en que se albergaba entonces el espectáculo.
Las películas vistas durante tantos años al raso las he recordado siempre mucho mejor, en sus detalles y rostros, que las de los inmensos salones de lámparas lacrimosas en que se albergaba entonces el espectáculoLos cines del verano pueblerino tenían la ventaja de su libertad de movimientos y algún inconveniente, del que sacábamos provecho. Eran desastrados pero enormes, y la verbena contigua, cuando llegaban las fiestas patronales, no interrumpía las proyecciones. Así que era normal ver una matanza de indios sioux mientras el vocalista hirsuto de la orquestina provincial atacaba al otro lado del muro un bolero, ahogando la partitura del western tal vez firmada por Dimitri Tiomkin, aunque ese nombre eslavo de Hollywood, autor de bandas sonoras tan magistrales como las de Duelo al sol o Solo ante el peligro, no nos dijese nada en aquel tiempo. Las verbenas hacían más permisivos a los padres, en especial a los que menos bailaban. Aburridos del pasodoble, más de uno cambiaba la pista de baile por el cinematógrafo, sobre todo si la película de esa noche era un thriller, que se llamaba sin más floritura una de policías y ladrones. En el cine de verano no imperaba la ley seca del gangsterismo neoyorkino, por lo que nuestros mayores añadían vino y quizá algo de más graduación a la botella de vidrio de La Casera. Era aceptable en sesiones tan laxas y amenas abandonar la trama detectivesca con cualquier excusa, darse un beso furtivo las parejitas audaces, fumar un cigarrillo, que antes le has quitado a tu madre, en los urinarios sucintos detrás del bar, echar un trago, si no fumabas y no besabas, de la botella del alcohol paterno.Se oía el runrún del proyector, no siempre enclaustrado en una cabina, y aunque el clima mediterráneo era benigno, a veces soplaba la brisa, lo que las señoras más acaloradas celebraban con un suspiro de alivio sin dejar de abanicarse. Si el viento iba a más, llegaba el momento preferido de los niños traviesos. La pantalla era de tela y, como las sábanas de nuestras camas, con algún remiendo zurcido; sujeta no por poleas sino de un modo manual, de cuerdas anudadas, la ventolera la hacía ondear, abultándola y surcándola de pliegues que la descompensaban, deformando el sonido. El cornetín marcial del Quinto de Caballería irrumpía aflautado en el horizonte, la voz de John Wayne se ahuecaba, como un disco rayado, la heroína quedaba más lastimera en sus ayes de lo que ya lo era por ejemplo Maria Schell, el malo, posiblemente Jack Palance, dejaba de dar miedo al amenazar, y así experimentábamos —antes de vislumbrar la crisis de los lenguajes representativos— un cine de vaqueros desestructurado y nebuloso.
Los cines del verano pueblerino tenían la ventaja de su libertad de movimientos y algún inconveniente. Eran desastrados pero enormes, y la verbena contigua, cuando llegaban las fiestas patronales, no interrumpía las proyeccionesEn mi capital costera también había dos cines de verano, emplazados en lugares antagónicos de la población. El más selecto, el Iris Park, estaba situado frente a la jefatura de policía, a poca distancia del Gobierno Civil. El más popular, junto a la Playa del Postiguet, no tenía nombre; solo recuerdo que simplemente decíamos “hoy hacen Los 5000 dedos del Doctor T. en el Cine de la Playa”. Los más despabilados de mi clase insinuaban que a poca distancia de donde nos sentábamos, entre el esqueleto de las sombrillas plegadas y el espolón de un balneario sin uso, hombres lascivos hacían cosas prohibidas, no quedaba del todo claro si entre ellos mismos o con señoritas de una mala vida superior a la nuestra.Los cines de verano de la ciudad no eran de sábana; las pantallas de lona tensada resistían hasta el levante que podía levantarse alguna noche, y la cabina del proyeccionista apenas hacía ruido. Curiosamente, ninguno de nosotros se preguntaba por el destino de aquellos dos cines en invierno, sin su lona ni sus filas torcidas de sillas de madera. Creo que en el lugar del Iris Park funcionaba un aparcamiento para el alto mando policial, y en el de la Playa quizá había manga ancha para los ligues indiscriminados.
Un día de agosto de 1961 fui en un pequeño grupo de amigos de bachillerato, pastoreados por respectivos hermanos y hermanas mayores, al Cine de la Playa. Noche tranquila, media entrada, menú acompañante de altramuces y chufas, mi fruto seco húmedo favorito. Un hermano mayor ya algo versado en el arte y ensayo nos había advertido de que la película programada se alejaba de lo acostumbrado. Y lo que vimos en la pantalla, en efecto, no era policiaco, ni fantástico, ni se difuminaba. Sobre la lona tensa playera, Antoine Doinel, un muchacho que quizá tendría un año menos o un año más que yo, iba a la escuela y no entraba a clase, se enfrentaba al maestro y a sus padres, fumaba a hurtadillas mirando fotos de chicas desnudas. Al final el joven rebelde se escapaba hacia el mar. Yo estaba ya junto al mar. Fue mi primera película adulta en cine de verano. Los cuatrocientos golpes de Truffaut. ¿La Nueva Ola? Ese concepto aún no lo teníamos interiorizado el pequeño grupo de colegiales burgueses saliendo con asombro, interrogativos, a la intemperie.
En Lyon, la casa de los hermanos Louis y Auguste Lumière es hoy un museo que cuenta el nacimiento del cine en 1895. En su día ese edificio construido por el padre, Antoine, era una vivienda señorial al lado de una fábrica, y la visita al museo reserva sorpresas. A pocos metros de la mansión sigue en pie el hangar a techo descubierto del que, ajenos a su trascendencia, salían al fin de una jornada los empleados de la fábrica de material fotográfico creada por Antoine Lumière: Salida de los obreros de la fábrica, el primer exterior de la primera película de la historia. Las numerosas mujeres y los hombres que trabajaban en esos incipientes métodos de reproducción miran al tomavistas con incredulidad. ¿Qué hacía aquella máquina que les enfocaba? ¿Iban a estar ellos, y no sus patronos, en las imágenes? Es una escena tan sencilla como conmovedora. No hay decorado, sino lugar natural. No hay actores, sino operarios. Hay artificio, claro, pero poca trampa. La dualidad del cine, por primera vez, con su milagro técnico y su carácter plebeyo.