La sombra intrusa
¿Son también las ventanas diferentes en verano? ¿El modo de observar cambia de objeto? Imágenes y palabras dialogan para recrear la “estación de entonces”
© MARÍA ALCANTARILLA
La luz del sol no sabe lo que hace, escribía Caeiro, y por eso no yerra y es común y buena. Las estaciones ignoran el lenguaje y, en nosotros, el ansia perpetua de otro tiempo —pasado o primavera— grita fuerte. La luz no nos engaña. El sol tampoco y, sin embargo, ¿quiénes llaman al verano verano? Me asomo a la ventana y un calor embrionario está cubriendo las aguas, como un verbo. La gente parece más liviana, ondea y deja de inquirir con el tono grave del invierno para, sencillamente, notar la canícula en sus plantas, en la arena; el deseo de arrojar, por la misma abertura por la que yo observo, los cientos de capas que hasta hoy cubrían las palabras. ¿Son también las ventanas diferentes en verano? ¿El modo de observar cambia de objeto? Una araña repta, ingrávida, por la esquina superior de la derecha y cruza, una y otra vez, las patas delanteras como si también ella intuyese el calor sobre su cuerpo. Todas las culturas inventan su propia Arcadia, pero esta arcadia está estrechamente conectada con el clima y la geografía de cada región. […] Los meses de verano son una declaración de inocencia. Berger lo tenía claro. Pero, ¿por qué?Ahí llega la infancia. Un espacio para holgar que podríamos tachar de inextinguible: la piel desnuda tiene más memoria porque acerca el tacto a las heridas, a la sal, a lo que hay dentro. Los días inmortales por los que todo transcurre a paso humano: hasta las olas. Bajo este asfalto hay conchas, huesos y silencio. Hay, en el verano, una suerte de olvido de uno mismo que acerca al niño que un día fuimos. Igual que cuando estrenas los patines y olvidas que ya ruedas y, entonces, todo parece más sencillo. Podríamos llamarla: la estación de entonces, para erigirla al fin como un eterno retorno a la alegría. A lo sensato —aunque parezca lo contrario— de la infancia mojándose los pies mientras el agua es agua y se columpia, como un pez, entre los dedos pequeños y arrugados.
Hasta el amor o las lecturas son más simples. Yo lo veo. Ellos también lo observan e inventan la manera de acercarse, de rozar apenas la otra parte de piel que comparece: las hojas, los dedos, húmedos de hojas y en las hojas hacen correr la tinta o el deseo de alumbrar una historia diferente, como con menos carga en la memoria.
Ciégate para siempre: también la eternidad está llena de ojos, dijo Celan. La vida prolongada, dicen todos, mientras la luz antigua de Caeiro y su verano me lastima las pupilas y me dejo caer en un invierno cuya luz es diferente y acuna mi ansiedad, como una madre. Porque llegan las noches en verano y no hay noches, no hay lámparas que vengan a encender otra manera de soñar mientras observo al mundo bajo un abrigo viejo y me pregunto cuál es el sentido del verano en el que ya fui niño y, tal vez, sabía quién era.
Guardamos el silencio de tal modo que, al leer las estaciones, apenas hay dos sillas para sentar al pasado y al futuro mirando a un horizonte hecho de a poco. Cada vez más lejos. ¿Por qué, entonces, no llamar al verano primavera o falso otoño? Alabo las mareas en invierno. El modo en que transitan, por la arena, gaviotas a sus anchas y es un mundo trazado para ellas. La tempestad callada, al borde de la orilla, que nos lee los pies y nos recuerda débiles y adultos y, en sus aguas, nos vemos reflejados como entonces: pequeños, inmortales. Alabo el frío manso con que la piel se quiebra y pide auxilio. El agua magullándonos de golpe como un sueño que llega a despertarnos en vigilia y, de repente, vemos. El moho en las esquinas y en los libros por abrir de quien espera. El invierno, como un todo que contempla, estacional, su carga injusta. A nada debemos darle un nombre, no sea que al hacerlo lo alteremos. Dejemos que eso exista. Que exista esta orilla, y la belleza, exigía la Woolf, y yo con ella. La luz del sol no sabe lo que hace y, ¿quién puede negarlo? Nombrar nos atenaza. Inventemos —dijo alguien— un lenguaje para sellar al mundo y dividirlo. Tal vez, para entender al mundo que alguien fue, y era verano y niño, y era libre. Pero yo aspiro a un invierno que congele a la palabra y la haga eterna. A una orilla sentada sobre sí que al fin distinga el porqué del horizonte.