La sonrisa de la muchacha
Comparado con el licencioso Alcibíades por su gran amigo el filósofo Étienne de La Boétie, Montaigne defendió desde su retiro la idea de un hedonismo impenitente
El mundo no es más que un perpetuo vaivén” (III, 2) y Montaigne (1533-1592) se mueve con él*. Hay varios Montaignes. Uno de ellos es el “severo señor de Montaña” del que habla Quevedo, porque, sí, es cierto, la severidad oscurece bastantes páginas del primer y segundo libro de los Ensayos. Hay unMontaigne tenso, sombrío, que nos exhorta y sobre todo se exhorta a sí mismo, en una suerte de ejercicio espiritual, a vivir con arreglo a la filosofía. Unas líneas del capítulo “La soledad” sugieren que nuestro gentilhombre, “aburrido y hastiado de la vida común”, ha resuelto a regañadientes entregarse a la filosofía, a la manera en que el enfermo desesperado recurre en último término a una medicina en la que nunca ha creído (I, 38).
Así pues, Montaigne acepta finalmente conformar su vida “a las reglas de la razón, ordenarla y ajustarla según premeditación y discurso” (I, 38). Sin duda, esto sucede hacia 1572, fecha en la que una inscripción latina data su decisión de abandonar una poco prometedora carrera en el parlamento de Burdeos para retirarse en el seno de las Musas. La inscripción presidía el gabinete de Montaigne, una sala adornada con varias pinturas paganas, entre ellas tres Venus desnudas, adjunta a una bien surtida biblioteca. Sobre la puerta que comunicaba ambos espacios, se encontraba la representación de un náufrago agradeciendo su salvación a Neptuno, probable símbolo del propósito de iniciar una vida nueva.
En “La soledad”, Montaigne, que parece obsesionado por la pérdida —en un tiempo, hay que recordarlo, en que pierde a varias hijas recién nacidas—, invoca entre otros el ejemplo de Estilpón, el adusto filósofo griego que, tras haber asistido a la desaparición de su familia, sus bienes y su ciudad, declara: “Nada ha perdido quien se tiene a sí mismo” (I, 38). Nos habla también de la necesidad de reservarse una suerte de “trastienda” donde vivir a solas y prepararse para afrontar la pérdida inevitable de los bienes exteriores (I, 38). El mismo espíritu austero, incluso ascético, domina el capítulo más largo y más enigmático de los Ensayos, la “Apología de Ramón Sibiuda” (II, 12), defensa más bien equívoca del libro de teología de un autor catalán que su padre le había encargado traducir. Pero aquí, en realidad, la filosofía no escapa al general vapuleo de todo lo humano. Montaigne reduce el hombre a la condición de simple animal y se apoya en el escepticismo para humillar la razón y la ciencia. ¿En nombre de la fe religiosa? Así parece. Pero, a la vez, constata que “somos cristianos por la misma razón que somos perigordinos o alemanes” y que la fe cristiana de la que todos se jactan es apenas una máscara que no responde sino a motivos humanos. Y, en un tiempo en que el odium theologicum acompaña, si no inspira, los peores crímenes —recuérdense las guerras entre católicos y protestantes—, anota que “no hay hostilidad tan excelente como la cristiana” (II, 12).
Pero hay otros Montaignes menos sombríos. El viejo gentilhombre no se arrepiente en absoluto de haber vivido una juventud muy proclive a la licencia y los placeres (III, 2). Étienne de La Boétie (1530-1563), su fraternal amigo, espíritu bastante más filosófico que él, escribió una larga sátira latina en la cual lo exhortaba a abandonar su hedonismo impenitente, su gusto por los placeres prohibidos. El austero autor de Discurso sobre la servidumbre voluntaria atribuye al joven Michel una posición de lo más desenvuelta a este respecto, algo así como: “Soy joven y rico, y la riqueza y la juventud sirven para esto. Y, además, fíjate en esa dulce muchacha que me sonríe: ¿no es una bella ocasión para pecar?”. Para La Boétie Montaigne es un nuevo Alcibíades, igualmente dotado para lo mejor y para lo peor. Y no puede ser casual que los Ensayos dejen constancia de la admiración de su autor por la “extraordinaria naturaleza” de este aristócrata ateniense, capaz de “transformarse tan fácilmente en formas tan diversas” (I, 25), y consideren la suya “la vida más rica” que pueda vivirse “entre los vivos” (II, 36).
El hecho, por lo demás, es que el retiro filosófico no trajo la calma a Montaigne. En el breve capítulo “La ociosidad”, el perigordino señala que el reposo transforma su espíritu en una suerte de caballo desbocado que engendra toda clase de monstruos y quimeras fantásticas (I, 8). Al inicio del capítulo “El amor de los padres a los hijos”, ya desde una cierta distancia temporal, refiere que la soledad del retiro le sumió en la melancolía. Y añade que ésta es “muy hostil a [su] temperamento” (en otro sitio, en su Diario de viaje, apunta secamente: “la melancolía, que es mi muerte…”). Fue la melancolía, continúa Montaigne, lo que lo llevó a escribir, y, a falta de otro tema, él que no era especialista en nada, empezó a componer un autorretrato. Este es al parecer el origen de la insólita idea de dedicar todo un libro a hablar de sí mismo. Montaigne no puede ocultar la satisfacción que le produce su original proyecto: el suyo es, dice, “el único libro del mundo de su clase” (II, 8).
Fue la melancolía, dice Montaigne, lo que lo llevó a escribir, y, a falta de otro tema, él que no era especialista en nada, empezó a componer un autorretrato. Este es al parecer el origen de la insólita idea de dedicar todo un libro a hablar de sí mismo Es casi inevitable pensar que hay un vínculo directo entre esta empresa literaria y la superación de su crisis melancólica (aunque Montaigne no llegue a establecerlo), y que, para decirlo con Freud, la literatura permitió a Montaigne dejar atrás sus fantasías mórbidas y “regresar a la realidad”. A este Montaigne reconciliado consigo mismo y con el mundo pueden aplicársele seguramente las palabras que él mismo dedica a Sócrates: “ […] Renuncia expresamente a su fuerza para deslizarse en la naturalidad y facilidad de[l] camino” de la virtud (I, 25). En efecto, en varios momentos de los Ensayos surgen denuncias del “exceso en la virtud”, por ejemplo, en “La moderación”, donde se lee: “La sabiduría humana se hace muy neciamente la ingeniosa cuando se aplica a rebajar el número y la dulzura de los placeres que nos pertenecen […]” (I, 29).Un capítulo no muy frecuentado de los Ensayos, “Que nuestro deseo aumenta con la dificultad” (II, 15), ofrece quizá la clave del giro gozoso que ilumina al último Montaigne: a la idea tradicional de que es imposible disfrutar de ningún bien si no estamos preparados para afrontar su pérdida, él le contrapone la concepción de que las dificultades y obstáculos son estímulos y aliados imprescindibles del placer y la vida. Para explicar esta paradoja, el autor de los Ensayos remite al fenómeno que la física antigua conocía con el nombre de antiperístasis, es decir, al hecho de que los contrarios se estimulan entre sí, “como el fuego se aviva con la presencia del frío” (II, 15). Casi al final de la “Apología” Montaigne había escrito: “No tenemos comunicación alguna con el ser” (II, 12), según Claude Lévi-Strauss acaso la fórmula filosófica más subversiva que jamás se ha pronunciado. Pero nótese bien el cariz positivo de la afirmación que aparece en el tercer libro de los Ensayos, a propósito de los inconvenientes de la grandeza: “Su ser y su bien [del hombre] están en la indigencia” (III, 7). La humanidad necesita de límites y resistencias. Fundándose en esta premisa, Montaigne puede decir: “Por mi parte, pues, amo la vida y la cultivo tal como Dios ha tenido a bien otorgárnosla” (III, 13). Y ya en las líneas que cierran su libro: “Eres dios en la medida que te reconoces hombre. Es una perfección absoluta, y como divina, saber gozar lealmente del propio ser” (III, 13).
* Las referencias a los Ensayos corresponden a la edición de Marie de Gournay (libro y capítulo).