Las cosas por su nombre
La prensa desempeñó un papel esencial en la Transición. Sus ideas y objetivos fueron asumidos por los periodistas de la época, que ejercían la profesión en un ambiente hostil
Me convertí a la Transición democrática el 23 de febrero de 1981. Hasta entonces había sido muy crítica con el Gobierno de Suárez, con la lentitud de los cambios, con el momento político que estábamos viviendo. El resplandor que me hizo caer del caballo como a Pablo de Tarso fue, precisamente, la intentona golpista de Tejero. Yo estaba tirada en el suelo, bajo la vigilancia del guardia civil que me apuntaba con el dedo en el gatillo de su metralleta y, en ese instante, vi la luz. Me entró un escalofrío al darme cuenta de que estuvimos a punto de perder las libertades conseguidas y regresar a un pasado indeseable que habíamos dejado atrás hacía muy poco tiempo. La democracia, aunque fuera escasa y estuviera vigilada por los poderes fácticos, tenía demasiadas ventajas frente a la sinrazón de aquellos integristas que pretendían regresar a las tinieblas. Describo mi transformación democrática porque fue similar a la que vivieron muchos compañeros desde la primera línea informativa. La mayoría de los escépticos de primera hora se hicieron conversos y su proceso de adaptación democrática, incluso de exaltación, se reflejó en sus respectivos medios.Antes de entrar en detalles, es preciso establecer el tiempo, también para la prensa, en el que se inicia la Transición democrática. Muchos historiadores consideran que comienza tras el atentado de ETA contra el presidente Carrero Blanco, diciembre de 1973, cuando el franquismo se queda desconcertado porque sus previsiones de futuro se han roto. Otros se remontan a una época anterior. Pero el momento pleno llega cuando el Rey destituye a Carlos Arias Navarro y es nombrado presidente Adolfo Suárez y, sobre todo, con la convocatoria de elecciones libres en 1977 y la aprobación de la Constitución de 1978. Otros alargan el período hasta el juicio a los militares golpistas del 23F.
La democracia, aunque fuera escasa y estuviera vigilada por los poderes fácticos, tenía demasiadas ventajas frente a la sinrazón de aquellos integristas que pretendían regresar a las tinieblasLa prensa desempeñó un papel esencial en la Transición. Al principio, solo la prensa escrita, pues los medios audiovisuales, desde el punto de vista informativo, aparecerían mucho después. Sus ideas y objetivos se reflejaban en los diarios y semanarios de la época donde se mencionaban con insistencia los términos partidos políticos, elecciones libres, sistema parlamentario, libertad de expresión, libertad sindical, respeto a los derechos humanos, amnistía, reconciliación. Los periodistas españoles ejercían la profesión en un ambiente hostil. Durante el tardofranquismo, la mayoría se había especializado en conflictos internacionales para eludir la conflictiva situación interna. Aun así, había que leer sus crónicas entre líneas, de manera críptica, para esquivar la aviesa mirada de los censores. Cualquier indicio de crítica encubierta al régimen franquista tenía como consecuencia una sanción. El mejor ejemplo es el editorial del diario Madrid, escrito por Rafael Calvo Serer y titulado “Retirarse a tiempo: no al general De Gaulle”, cuyo autor se preguntaba: “¿Podrá seguir adelante el anciano general cuando ya no es capaz de escuchar ni de rectificar? […] Ha gobernado prescindiendo de la opinión y consejo de casi todos los políticos o incluso en contra de ella. Ha menospreciado a los partidos, los Sindicatos y la Prensa. Por último, se ha encontrado ya anciano y queriendo mantenerse en el Gobierno con una crisis que puede acabar con él sin haber abordado a tiempo ni la organización del partido que pueda continuar su obra ni la preparación adecuada del posible sucesor”. No había duda de que se refería al general De Gaulle, al que nombraba en el artículo, pero los censores tenían una mente paranoica y consideraron que aludía de manera implícita al Caudillo de España, así que decidieron suspender la publicación de aquel diario que quiso erigirse en una voz independiente y reformista del régimen. Primero fue cerrado cuatro meses (de mayo a septiembre de 1968), y tres años más tarde (noviembre de 1971) las autoridades franquistas decretaron su cierre por presuntas irregularidades administrativas, aunque en realidad sólo era una argucia legalista para decretar la posterior clausura definitiva. Y eso que ya existía una ley de Prensa, conocida como ley Fraga, que supuso un pequeño avance respecto a la censura anterior. La nueva ley tenía un fondo autoritario y franquista, pero aparecía camuflado por expresiones más adecuadas a las necesidades de aquel momento en el que se estaba produciendo cierta apertura económica.A raíz de la muerte de Franco, con las promesas de futuras libertades, aparecieron nuevas publicaciones, pero durante el mandato de Arias Navarro se desató una oleada de brutales represalias contra la prensa. La extrema derecha consideró que el Gobierno tenía un comportamiento demasiado tolerante respecto a la aplicación de la todavía vigente ley de Prensa y, aunque no era cierto (como demuestran las amenazas contra las veteranas revistas Triunfo, Cuadernos para el Diálogo, otras más recientes como Cambio 16, Doblón y el diario El País), el “búnker” franquista decidió tomarse la justicia por su mano.
En aquellos días trabajaba yo en Doblón y una de las acciones más violentas de la extrema derecha fue precisamente contra el director del semanario, José Antonio Martínez Soler. A raíz de una información sobre la Guardia Civil, firmada con un seudónimo, varios individuos armados, cubiertos con pasamontañas, secuestraron a Martínez Soler a la salida de su casa, lo trasladaron en coche hasta un lugar recóndito de la sierra de Guadarrama, lo torturaron y lo sometieron a un simulacro de fusilamiento, para que revelara sus fuentes de información. El comando quería saber los nombres de los guardias civiles que habían sido sus confidentes. No lo lograron. Lo dejaron en libertad a condición de que mantuviera silencio, porque si contaba algo de lo sucedido matarían a su mujer. La noticia del secuestro tuvo gran repercusión en la prensa internacional. La mayoría de los colegas españoles se solidarizaron con él y enviaron una carta de protesta al presidente Arias Navarro, al vicepresidente para Asuntos de Interior, Fraga Iribarne, y al ministro de Información y Turismo, Martín Gamero, exigiendo la detención de los torturadores. Insisto en señalar que fueron la mayoría, pero no todos, porque Televisión Española informó de una manera tendenciosa, dando a entender que el periodista había sido secuestrado y torturado por ETA. Podría contar muchos casos más, a los que dediqué gran parte del libro Nadie pudo con ellos, donde también destaqué el apoyo incondicional que periodistas y ciudadanos tuvimos de la prensa extranjera. Muchos corresponsales como, entre otros, Linda Herman, José Antonio Novais, Harry Debelius o Walter Haubrich se merecen un monumento, porque gracias a sus crónicas, con gran influencia en los líderes políticos internacionales, lograron acelerar el proceso de transición. El trabajo de los corresponsales sirvió para agitar o conmover, según las necesidades del momento, a la opinión pública mundial.
La prensa empezó a respirar aires de libertad cuando fue aprobada la Constitución de 1978, cuyo artículo 20 reconoció, por primera vez en cuarenta años, el derecho “a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier medio de reproducción”, así como “a comunicar o recibir información veraz por cualquier medio de difusión”. A partir de ese momento, tuvimos que aprender a escribir de otra manera, con más claridad y compromiso que en los años previos, cuando era tan arriesgado llamar a las cosas por su nombre. Para lograr la plena libertad de expresión, muchos compañeros se quedaron en el camino. Deberíamos agradecérselo eternamente.