Las emociones de la doble vida
Dentro de la literatura de espías, reinventada por el británico, John Le Carré se inserta en una tradición honorable: la línea que busca lo fantástico en la imitación de la realidad
Una vez David Cornwell, alias John Le Carré, vio cómo un individuo con pinta de acabado contaba monedas antes de atreverse a pedir un whisky en un aeropuerto: ese hombre le serviría de modelo para crear en 1963 a Alec Leamas, el protagonista de El espía que surgió del frío, su tercera novela, un fenómeno de masas, treinta y cinco semanas seguidas número uno en la lista de libros más vendidos del New York Times. Cornwell, de repente escritor millonario, abandonó su trabajo en los servicios secretos británicos. Martin Ritt dirigiría en 1965 la adaptación cinematográfica de El espía…, con Richard Burton y Claire Bloom como estrellas de una angustiosa película en blanco y negro. La sombra del espía surgido del frío había nublado de pronto al fabuloso James Bond.Alec Leamas no es un superhéroe como Bond. A su amante, antes de llevarla al desastre, le confesaba que los espías son gente sórdida y con mala pinta, borrachos, tristes funcionarios que juegan a indios y cowboys para iluminar un poco sus vidas. Además de incompetentes, serían cínicos, sin convicciones en el fondo, es decir, propensos a la traición. No hay buenos y malos. No hay diferencia entre espías de campos opuestos: como en una pelea en el fango, todos los contendientes salen sucios. Cuando la Inteligencia británica apareció en las historias de Le Carré practicando las mismas perversiones que el enemigo, el hasta entonces funcionario de los servicios secretos David Cornwell provocó la irritación de algunos de sus compañeros de trabajo. No faltó, incluso, quien sugirió posibles connivencias con el bando soviético.
Desertores literarios
A Kim Philby, legendario agente británico que en 1963, el año de El espía que surgió del frío, admitió su condición de infiltrado al servicio de la URSS, le gustaban las novelas de Le Carré. Se lo dijo a su amigo Graham Greene en 1982. Desde Moscú le escribió que las tramas de John Le Carré le resultaban más complicadas que las que él conocía por su rica experiencia en los servicios secretos, pero que eran una buena lectura después del absurdo sinsentido de James Bond. Y Philby era consciente del rechazo que le merecía a Le Carré, para quien solo era un adicto a la traición y a las emociones de la doble vida. ¿Qué opinaba Graham Greene de El espía que surgió del frío? La definió como “la mejor historia de espionaje que he leído nunca”. Greene pertenecía a la hermandad de lo que Le Carré llama “desertores literarios”, esos escritores que alguna vez fueron agentes secretos.
Alec Leamas no es un superhéroe como Bond. A su amante, antes de llevarla al desastre, le confesaba que los espías son gente sórdida y con mala pinta, borrachos, tristes funcionarios que juegan a indios y ‘cowboys’ para iluminar un poco sus vidasDavid Cornwell nació en 1931; su alias artístico, John Le Carré, en 1961, cuando publicó Llamada para el muerto, un combinado de espías y novela criminal. Desde sus tiempos de estudiante preuniversitario en Berna, en 1949, colaboró con los servicios de Inteligencia de su país, asistiendo a reuniones de grupos de izquierda, e informando sobre posibles participantes británicos, checos y húngaros. Crecía el miedo al monstruo soviético. Empezaba la Guerra Fría. Durante su servicio militar en Austria el joven Cornwell interrogó a los refugiados que cruzaban ilegalmente la frontera para huir del territorio bajo hegemonía rusa. En Oxford siguió disfrutando de lo que le criticaba a Philby: las emociones de la doble vida. Frecuentó el club comunista de la universidad. Hizo amigos entre sus condiscípulos izquierdistas. Informaba al MI5, los servicios de contraespionaje interior. “Hice cosas moralmente repugnantes, pero necesarias”, declararía más tarde. Pidió el traslado al MI6, la Inteligencia en el exterior, y se vio en la embajada de Bonn, disfrazado de diplomático.
Vender el alma
Un crítico resumió en una frase el significado de la irrupción literaria de John Le Carré: establecía un nuevo parámetro con el que juzgar a las novelas de espionaje. Transformaba de raíz el género y el modelo de los héroes de ficción. Ni el maestro de espías George Smiley ni el trágico Alec Leamas, a quien un Smiley impasible vio perderse en Berlín al pie del Muro, disfrutaron de los dones físicos, sexuales, materiales y tecnológicos de semidioses como James Bond y su multitud de imitaciones. Smiley era anodino, impersonal, “parecido a una rana”. Así se le describía en su primera aparición, en Llamada para el muerto: “Cara carnosa, con gafas, crispada y enérgicamente abstraída al sumergirse en la lectura de los poetas menores alemanes”. Si la relación de 007 con los libros se reduce fundamentalmente a que guarda su pistola Walther PPK en el volumen La Biblia concebida para ser leída como literatura, Smiley siente devoción, compartida con Le Carré, por la poesía alemana del siglo XVII. Si Bond es irresistible para las mujeres, a Smiley lo dejó su mujer a los dos años de la boda “por un cubano campeón automovilístico”.
John Le Carré y su criatura George Smiley no solo coinciden en sus gustos literarios. Tienen una idea parecida del espionaje profesional. ¿Qué es un funcionario de los servicios secretos? Alguien que, “evitando cualquier reacción espontánea”, debe eludir “las tentaciones de la amistad y la lealtad”, como explicaba Smiley en una de sus charlas a los nuevos agentes. “Los previno contra la muerte de su naturaleza íntima como resultado de manipular a sus semejantes y eliminar sus sentimientos naturales”, escribió Le Carré en El peregrino secreto (1990). Y seguía hablando Smiley: “No se les ocurra pensar que van a salir incólumes de los métodos que utilicen. El fin puede justificar los medios; de no darlo por supuesto, imagino que no estarían aquí. Pero hay que pagar un precio, y el precio acaba siendo uno mismo”. A eso se le llama “vender el alma”.
Cazador de infiltrados
Dentro de la literatura de espías Le Carré se inserta en una tradición honorable: la línea que busca lo fantástico en la imitación de la realidad. Pienso en Somerset Maugham, Eric Ambler y Graham Greene. Las afinidades entre Greene y Le Carré son visibles en sus obras. Le Carré partió de una sátira magistral de Greene, Nuestro hombre en La Habana (1958), para inventar a Harry Pendel, el héroe embustero de El sastre de Panamá (1996). En 1978 Graham Greene publicó una novela muy triste, El factor humano, sobre la mecánica de los servicios secretos y la intimidad de un infiltrado, de un traidor. A los altos funcionarios de la Inteligencia británica “no solo los retrataba como idiotas, sino también como asesinos”, comenta con ironía John Le Carré en Volar en círculos, una selección de recuerdos sobre distintos momentos de su vida que aclaran el sentido y la dirección de su trabajo literario.
Cuando la Inteligencia británica apareció en las historias de Le Carré practicando las mismas perversiones que el enemigo, el hasta entonces funcionario de los servicios secretos provocó la irritación de algunos de sus compañeros de trabajo Cuando Greene indagaba en la conciencia de un traidor, dirigía hacia el interior de un individuo la mirada que Le Carré había puesto en la lógica de la infiltración y el juego de los agentes dobles: sin El topo (Tinker, Tailor, Soldier, Spy, 1974) es difícil pensar en El factor humano. La época en la que David Cornwell sirvió en el MI5 y el MI6 fue propicia a las sospechas, la deslealtad y la deserción. Escribiendo El topo, “la turbia lámpara de Kim Philby iluminó mi camino”, explica Cornwell-Le Carré en Volar en círculos. Pero él mismo había desempeñado labores parecidas a las de Smiley, detector de infiltrados, interrogador de sospechosos como el cazador de replicantes de la película Blade Runner. Estaba dotado para, en Un espía perfecto (1986), seguir la vía abierta por El factor humano hacia la vida interior de un agente doble, Magnus Pym. Lo raro es que el agente doble asumía rasgos del propio Cornwell, alias Le Carré, hijo como Pym de “un millonario indigente”, un estafador profesional, protagonista de algunas de las mejores páginas de Volar en círculos. Philip Roth calificó Un espía perfecto como la mejor novela inglesa posterior a la Segunda Guerra Mundial.
Pasión de la época
Entonces acabó la Guerra Fría entre la OTAN y el Pacto de Varsovia, y hubo quien dijo que el derrotado era John Le Carré, que había perdido su guerra y se había quedado sin mundo para sus novelas. El KGB y la Unión Soviética, los enemigos de George Smiley y compañía, desaparecieron. ¿Representaba el fin de la Guerra Fría el final de todas las guerras, del espionaje y de la traición? Una vez el diario The Guardian consideró a Le Carré un cronista de su época. El propio escritor declara haber sentido siempre pasión por el momento histórico en el que vive, y Tom Wolfe ha celebrado su capacidad para captar el espíritu de los tiempos. David Cornwell se dedicó a escribir novelas de espías porque el espionaje era el género literario idóneo para los años del enfrentamiento ruso-americano. Si en una primera etapa utilizó como material narrativo algo de sus experiencias como funcionario de los servicios secretos, el núcleo de sus novelas superó siempre lo personal para convertir en fábula la actualidad, la geopolítica, ese gran mundo que, sin embargo, cabe en un periódico, en una mesa de despacho o en la pantalla de un ordenador que puede ser un teléfono móvil.
John Le Carré y su criatura George Smiley tienen una idea parecida del funcionario de los servicios secretos: un espía es alguien que, “evitando cualquier reacción espontánea”, debe eludir “las tentaciones de la amistad y la lealtad”Acabada la Guerra Fría, John Le Carré siguió escribiendo novelas periodísticas. Antes de la liquidación de la URSS ya había ampliado sus escenarios a Líbano, Palestina e Israel, el Extremo Oriente. El curso de los años fue cambiando los titulares de las primeras páginas y los telediarios, y nuevos campos de batalla surgieron en África, Centroamérica, Europa Oriental y Asia. A la imaginación la actualidad no le regateaba combustible para nuevas novelas: las narraciones de intriga y aventuras se han alimentado siempre de las noticias sensacionales de los periódicos hasta el punto de que a veces es difícil discernir cuándo la ficción prolonga la información, y cuándo sucede al revés. Lo peculiar en John Le Carré es su voluntad narrativa de que el mundo real reemplace en lo posible al imaginario y depure cualquier fantasía producto de la propaganda difundida como verdad periodística.En Volando en círculos cuenta algunos de sus trabajos y viajes para documentarse exhaustiva y, alguna vez, peligrosamente sobre los conflictos que trata en sus novelas. “Me juré que nunca ambientaría una escena en un lugar que no hubiera visitado antes […]. Los países también son personajes”. Le Carré recuerda una advertencia de Graham Greene: si quieres hablar del dolor humano, tienes el deber de compartirlo. ¿Por qué admira a Greene? Porque busca valores morales en historias de aventuras.
El indignado
John Le Carré ha fabulado sobre las mafias rusas, el comercio de armas y el lavado de dinero, la compraventa de influencias, los crímenes de las compañías farmacéuticas en Kenia, la manipulación de activistas radicales para justificar y alimentar la Guerra contra el Terror. En 2004, en una entrevista para el New York Times, resumió su visión de lo que significa escribir novelas: “Las mentiras que han difundido son tantas y tan persistentes que la ficción quizá sea el único modo de decir la verdad”. Los espías profesionales y funcionariales de su primera época cedieron el protagonismo a diplomáticos, periodistas, intérpretes, escritores, inocentes enredados a pesar suyo en intrigas criminales como sucedía en las historias de Eric Ambler o en las películas de Alfred Hitchcock.
En su novela más reciente, Una verdad delicada (2013), la trama se centraba en Gibraltar, donde supuestamente se oculta un peligroso extremista islámico. Le Carré se asomaba a un universo en expansión: el de las empresas privadas con contratos militares con el Estado. Cuando el espionaje y la guerra se transforman en inversión y negocio, Le Carré vislumbra el paulatino deslizamiento del capitalismo hacia el fascismo, según la definición que daba del fascismo su creador, Mussolini, a quien se remite: “En el fascismo no se puede distinguir el poder de las empresas del poder del Estado”. Tienen razón los que creen que la pura indignación moral, la contundencia militante del último John Le Carré ha desplazado las ambivalencias y matices morales que enriquecían a Smiley, a su gente y a sus enemigos.