Las novelas de los lugares
Desde los tiempos más remotos, los viajes reales o ficticios han estimulado la imaginación humana, dejando innumerables testimonios que abarcan el relato mítico, la crónica o el itinerario sentimental
Desde que nuestra especie apareció en el planeta, su supervivencia estuvo marcada por el desplazamiento físico. A partir del sur de África fuimos poblando todos los lugares de la Tierra, y nadie puede imaginar sin asombro cómo nuestros ascendientes consiguieron colonizar las islas de la Polinesia, por ejemplo. Así, no es raro que el viaje se encuentre entre los arquetipos de nuestro imaginario: el Vellocino de Oro que buscaron en la Cólquida Jasón y el resto de los héroes que tripulaban el Argo puede tener muchos significados simbólicos, pero la aventura se desarrolla por medio de un azaroso viaje, como el retorno a casa del astuto Odiseo no podría tener los innumerables registros que ofrece si no se llevase a cabo en una peripecia viajera.El gusto por los viajes ficticios nunca ha dejado de estimular nuestra imaginación: Simbad hereda a Odiseo, y tanto Luciano de Samósata como François Rabelais inventan viajes con los que se burlan de las exageraciones de viajeros reales, sin que en lo específicamente literario el viaje haya dejado de ser un elemento básico en determinadas tramas: en los libros de caballerías, en el recorrido de Dante por los escenarios del Más Allá, en el teatro del Siglo de Oro, en el Quijote, hasta llegar a Jonathan Swift y a Daniel Defoe —del Gulliver al Robinson— o a Aleksandr Pushkin, cuya novela La hija del capitán relata un curioso viaje en el que se hace homenaje al Quijote a través de los personajes protagonistas, o al conde Jan Potocki, que encontró en España un estupendo escenario para su fascinante imaginación, o a Julio Verne, cuyas ficciones viajeras, además de atravesar los mares, las selvas y los desiertos en la superficie y en las profundidades, recorren también el espacio, o a Robert Louis Stevenson, inventor de inmortales viajes aventureros, o a Mark Twain, que llevó a sus personajes en balsa en el Misisipi y en globo a través del océano, el Sahara y Egipto, o a Rudyard Kipling, imaginando el viaje de Kim y el lama en busca del “Río de la Flecha”, o a Joseph Conrad, que llegó incluso a penetrar en el corazón de las tinieblas…
Sin embargo, más acá de lo mítico o de lo imaginario, los viajes reales han motivado estupendas crónicas desde hace muchos siglos, o milenios: en esto, los cartagineses fueron precursores, y dos viajes desde Gades, uno a Arabia y otro a la actual Gran Bretaña, originaron los “periplos” de Hannón y de Himilcón, respectivamente, de los que apenas quedan testimonios escritos. En el siglo V, la monja Egeria viajó desde lo que ahora es el Bierzo leonés a Jerusalén y dejó constancia material de su experiencia. Más adelante, hay viajes memorables de los que sus protagonistas nos han dejado un testimonio certero, como los de Marco Polo a Sri Lanka, India y Japón —El libro del Millón— o la Embajada a Tamorlán de Ruy González de Clavijo, que nos describe Samarcanda y Constantinopla.
El descubrimiento de América y todo lo que este hecho trajo consigo hizo que el relato viajero formase parte de los testimonios habituales de sus protagonistas. Empezando por Colón, cuyas anotaciones fueron recogidas más tarde por fray Bartolomé de las Casas, la aventura americana generó, a través de muchos cronistas, innumerables relatos que describen el recorrido de nuevas tierras: como ejemplo, recordaré los Naufragios de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, asombrosa crónica de una década de viajes a lo largo de extraños parajes entre gentes peculiares, o el Primer viaje alrededor del Globo, de Antonio Pigafetta, el jovencísimo aventurero que se enroló en la expedición Magallanes-Elcano exclusivamente para dar testimonio de lo que iba a ver y a vivir, como sin duda haría un intrépido reportero de la actualidad, o los viajes de Álvaro de Mendaña por el Pacífico en busca de los tesoros de Salomón… Y es que la pasión por contar lo que se iba descubriendo a lo largo del desplazamiento permanecía llena de vigor, y no en vano el gran cronista que fue Pedro Cieza de León decía que “mientras los demás descansaban, yo cansaba escribiendo” lo que veía en el fascinante Incario que él conoció. Y es que el relato viajero, como la ficción, está en el ser humano desde los orígenes.
La perspectiva moderna del relato viajero, su condición de género, acaso nazca con Laurence Sterne y su Viaje sentimental por Francia e Italia, tan ligado a Tristram Shandy. A partir de entonces, el Romanticismo generará muchos viajes cuyo objetivo es, precisamente, que la mirada del viajero vaya dando sentido a la narración, lo que conformará varios espacios exóticos y los cargará de singular sentido. El Mediterráneo será objeto del interés de muchos escritores: Pierre Loti hablará de Marruecos y Egipto —aunque también de Persia, la India, Indochina, China y Japón, por lo menos— y Guy de Maupassant profundizará en Sicilia y en el mundo árabe. Por su parte, Stevenson testificará su recorrido en asno de las francesas montañas Cevennes. El mejoramiento en los transportes permitirá que los largos recorridos sean menos azarosos (La vuelta al mundo de un novelista, Vicente Blasco Ibáñez), pero también las comarcas de nuestro propio país serán objetivo de la curiosidad viajera, como demostraron las gentes del 98 y en especial Azorín, Miguel de Unamuno o Pío Baroja.
En el mundo contemporáneo, el viajero literato irá cargado con un bagaje observador en el que se mezclan lo antropológico, lo sociológico y lo histórico, sin desdeñar lo sentimental. Los españoles no podemos olvidar los estupendos viajes de John Dos Passos por nuestras tierras, tanto en entreguerras como en la Guerra Civil, y tras la guerra surge un nuevo interés por reconocer ciertos espacios, como demostraron Cela con su Viaje a la Alcarria y otros textos del género, Juan Goytisolo con su viaje a los Campos de Níjar, Ramón Carnicer al describirnos Donde Las Hurdes se llaman Cabrera o Gerald Brenan tras instalarse Al sur de Granada. Y la curiosidad fue despertando nuevos espacios de interés o lugares tradicionales vistos desde una mirada renovada: la Patagonia o Australia sirvieron de referencia a estupendos libros de Bruce Chatwin —en la segunda descubrió que las canciones podían servir de mapas— y Paul Theroux, en El gran bazar del ferrocarril, nos relata la ida y la vuelta de Gran Bretaña a Japón. La curiosidad viajera del escritor no ha decrecido en tiempos más cercanos, como lo demuestran el Danubio o el Camino de Santiago, mezclados con las ficciones de Claudio Magris y Cees Nooteboom respectivamente, como diversas zonas africanas y centroamericanas han llamado la atención de Javier Reverte.
En lo que es mi experiencia personal, hace ya muchos años que realicé, mano a mano con Juan Pedro Aparicio —que, con la descripción del viaje entre León y Bilbao en un viejo tren hullero acabó dando nombre a una ruta ferroviaria del norte español que se denomina Transcantábrico— un recorrido a lo largo del río Esla, el Ástura prerromano, desde sus numerosas fuentes hasta su desembocadura en el río Duero. Aquel libro, que se denominó Los caminos del Esla, me hizo descubrir la sustancia del género: los libros de viajes son las novelas de los lugares, donde tanto los espacios físicos, con sus mudanzas geográficas y climatológicas, como las bestias y los seres humanos, tienen la misma importancia dramática, donde va dictando la trama el propio decurso de la acción, y donde memoria e historia forman un complejo trasfondo que gravita sobre todo para crear una atmósfera secreta.