Letras proletarias
Tras la Revolución la literatura rusa dejó atrás los experimentos vanguardistas en favor de una retórica propagandística dirigida a divulgar las supuestas conquistas del pueblo
Resumiendo lo acontecido en el primer año de la Revolución rusa, Victor Serge compuso un tomo de casi ochocientas páginas en el que, con urgencia pero también con exactitud partidista, hacía cumplido repaso de acontecimientos, personajes, tragedias y justificaciones. Su propósito, ya explícito en la primera página del libro, era poner de relieve ante los ojos de los proletarios las enseñanzas de una de las épocas más decisivas de la lucha de clases, por lo que debía adoptar el punto de vista del proletariado revolucionario. Este ardid presentaba la ventaja de hacer ver a quienes no fueran comunistas cómo actuaban y pensaban aquellos que hicieron la Revolución. Al propio Serge le dio tiempo de comprobar lo poco que al proletariado le gustaban las críticas internas cuando se atrevió a hacérselas a Stalin. Pero el libro de Serge es interesante porque, además de la eficacia de su repaso a un año entero —y no solo a los diez famosos días de John Reed— que conmovió al mundo, en su texto no hay más presencia de las artes y la poesía que las que aportan los mítines de Lenin y Trotski. Hacia el final del libro dedica tres páginas a la situación de la literatura en el año I de la Revolución y se da cuenta de algo que lo deja pasmado: los prosistas son todos antirrevolucionarios, los poetas se han pasado todos al lado de la Revolución, incluso quienes, como Blok, utilizaban el cristianismo como dique de contención de los anhelos bolcheviques. Blok había compuesto su poema Los doce que la Revolución tomó como una especie de himno: y no se equivocaban, ahí los apóstoles eran soldados del Ejército Rojo y el Mesías era la propia Revolución, el tiempo nuevo, el hombre nuevo, la sociedad distinta que iban a crear. Victor Serge entiende entonces que la Revolución es un acontecimiento eminentemente poético. Con el paso del tiempo, la poesía tendría que ir dejando paso a la auténtica vertebradora de la nueva Rusia: la propaganda. Los ensayos de Trotski planteaban la necesidad de una nueva estética que corrigiera las alegrías que los jóvenes futuristas como Maiakovski, Burliuk o Kamenski habían derrochado en los años finales del zarismoEn esa primera hora, Gorki, que con el tiempo iba a convertirse en el hombre de letras más influyente y poderoso de la era Stalin, aparece sin embargo como un vocero de los enemigos de la Revolución: había escrito andanadas contra su viejo amigo Lenin y, sobre todo, contra Trotski, cuyos ensayos planteaban la necesidad de una nueva estética que corrigiera las alegrías que los jóvenes futuristas como Maiakovski, Burliuk o Kamenski habían derrochado en los años finales del zarismo. La poesía cambió sus galas metafóricas y eléctricas, su derroche de fuegos artificiales y carcajadas, por un periodismo a la orden del poder del pueblo. El caso de Maiakovski es sintomático: quiso extenuar el cubofuturismo para hacerlo caber en una estética obrera sin que hubiera contradicción. Sus ansias de quemar el pasado para construir el futuro eran irrelevantes para un Trotski que le dijo: “Tiene poco sentido para el pueblo que destruyamos a Pushkin, porque el pueblo no sabe quién es Pushkin, el mero hecho de querer destruirlo es un nuevo vestigio burgués”.No es verdad, naturalmente, que los poetas fueran todos partidarios de la Revolución: muchos de ellos estaban con la Constituyente del 18, les parecía que la reforma parlamentaria ya era una manera de acabar con el zarismo y que solo desde la reforma se podría evitar sustituir un horror con más horror. Entre ellos estaban Esenin, Mandelstam, Ajmátova —cuyo exmarido Gumiliov sería uno de los primeros en caer por actividades contrarrevolucionarias. Y en cuanto a los prosistas, los que en una década se revelarían como los nuevos maestros de la prosa —Vladimir Nabokov sobre todo, Nina Berberova, Irène Némirovsky, que acudió al francés para salvarse, Gaito Gazdánov— marcharon al exilio. En la Unión Soviética se impusieron, después de un férreo combate estético en el que salieron perdiendo los vanguardistas, los dictados de la prosa social, de la propaganda más chabacana en muchos casos. El maestro, a la muerte de Lenin, tras el derrocamiento de Trotski, fue Gorki, un autor que en su juventud fue ambicioso y tenaz, que luego ayudó a todo aquel joven al que le encontrara algo de talento —como Isaak Bábel, cuya extraordinaria Caballería roja padeció la censura porque el general protagonista consideraba que el escritor no había puesto suficiente efusión en el canto bélico de sus jinetes— y que por fin, al regresar del exilio, impuso un tono que era mera imitación de sus propias obras con una importantísima diferencia: sus obras funcionaban porque eran obras de denuncia, pero ahora no se podía denunciar nada, ahora había que cantar, exaltar al hombre nuevo, las conquistas soviéticas, obviar el hambre, los campos de concentración y los asesinatos políticos. Y así resultaba difícil producir otra cosa que propaganda retórica. En España tuvimos noticias prontas de toda esa literatura porque abundaron las editoriales prosoviéticas, de donde sea aún fácil acceder a tempranas traducciones de obras como Cemento de Gladkov, El desfalco de Kataev, El torrente de hierro de Serafimóvich: todas ellas más cerca del reportaje que de la novela. Hay que mencionar las obras de Ilya Ehrenburg entre las mejores de las producidas en la Rusia de los años veinte, sobre todo esa maravilla titulada Julio Jurenito. También se publicó en edición reducida la importante El Don apacible de Shólojov. Pero quizá la mejor de las novelas rusas publicadas en Rusia en los años veinte sea la satírica Las doce sillas de la pareja compuesta por los escritores Ilf y Petrov. He dicho publicadas y no escritas, porque la mejor de las novelas rusas de esa época tuvo que padecer un calvario que hace milagroso el hecho de que hoy podamos leerla: me refiero naturalmente a El maestro y Margarita de Bulgákov, uno de esos autores que debieron padecer humillaciones de todo tipo —llegó a barrer el teatro donde se representaron sus obras— y que se las arregló para esconder el manuscrito de su obra maestra —que era reescritura de una primera versión de la que tuvo que deshacerse. Brilla en esa obra un humor que, obviamente, jamás hubieran permitido los jerifaltes de Stalin (no se olvide que a Mandelstam se le condenó no por ninguno de sus grandes poemas, sino por un poemilla satírico sobre Stalin que corrió de mano en mano buscándole la ruina, dada la abundancia de chivatos entre los literatos soviéticos).
Solo cuando los narradores echaban atrás la mirada para dibujar el panorama anterior a la Revolución, parecen conseguir algún arpegio de calidad en la vía de la denuncia: luego se conforman con hacer lo que el amo les pide que haganUn tomo como el publicado en España en la editorial Zeus, titulado Veinte cuentistas de la Nueva Rusia, puede dar idea del tono monocorde que había impuesto la Revolución a sus prosistas. Solo cuando los narradores echaban atrás la mirada para dibujar el panorama anterior a la Revolución, parecen conseguir algún arpegio de calidad en la vía de la denuncia: luego se conforman con hacer lo que el amo les pide que hagan, cantar una realidad absolutamente ficticia, tapar las atrocidades, no decir una palabra de los propios compañeros que van a ir cayendo a lo largo de los años treinta en la purga estalinista. Muchos de los que cayeron fueron en su hora propagandistas convencidos de la nueva era. Y no consiguieron dejar de ser víctimas del propio monstruo al que alimentaron. No se salvó Pilniak, no se salvó Babel, por supuesto que no se salvó Maiakovski, que en cuanto perdió el favor del poder y empezó a ser abucheado como en los primeros años de la Revolución abucheaban a Ajmátova, decidió quitarse de enmedio pegándose un tiro en el corazón. Pocos años antes de su suicidio, Maiakovski, aún montado en el caballo insomne de su propia ambición, aún con categoría de poeta nacional de la Revolución, había escrito un poema contra su amigo Esenin, que se había suicidado en París: morir es fácil, lo difícil es vivir, le decía en ese poema. Se ve que a él también le había llegado la hora de ver en sus poemas comprometidos con la Revolución, poco más que palabrería. Aun así, cuando el exiliado Nabokov imparte un curso en los Estados Unidos sobre literatura rusa, donde alinea a las grandes figuras de esa lengua, no se olvida de los años de la Revolución y afirma tácito: salvo algunas composiciones de Maiakovski, la Revolución rusa no produjo literariamente en Rusia nada relevante.