Los libros, la vida, la literatura
El buen humor, la autoironía y la erudición festiva caracterizan los relatos, los ensayos o las confesiones de los bibliófilos que no se limitan a alardear de sus conquistas
La aparición casi simultánea de La novela del buscador de libros (Fundación José Manuel Lara) de Juan Bonilla y El Rastro (Destino) de Andrés Trapiello, dos autores que llevan muchos años recorriendo librerías, mercados y almonedas y han volcado en sus respectivos recuentos —que lo son en tanto que dan fe de una dedicación a la que se han entregado por espacio de décadas— parte de su experiencia como veteranos perseguidores de piezas valiosas, invita a reflexionar sobre el novelesco y fascinante mundo de los libros viejos de la mano de otros buscadores que han compartido, como ellos mismos, las razones de su querencia —una vez asentada, la inclinación tiene algo de deseo irreprimible— y el rumbo o la evolución de sus predilecciones particulares. La de Trapiello por el Rastro es ya legendaria y su libro, un gran libro, la ha fijado para siempre. Bonilla recorre muchos otros escenarios pero viene a decir lo mismo: que en cualquier lugar espera, a quienes saben mirar, el soñado o imprevisto cofre del tesoro.Pese a su sencilla etimología, el término bibliófilo remite en el uso habitual a una clase de amantes del libro que asociamos a los coleccionistas caprichosos y un tanto antipáticos, señores —casi todos son o solían ser hombres, aunque Nieves Baranda ha seguido la pista a las representantes de un linaje soterrado— más aficionados a los ejemplares raros y las encuadernaciones lujosas, perfectamente alineadas en estantes inaccesibles, que a la lectura propiamente dicha. Los libros, desde luego, son objetos, y como tales susceptibles de coleccionismo, pero hay colecciones y colecciones y ante algunas bibliotecas parece que estuviéramos —aunque nunca hayamos estado— frente al escaparate de una joyería. En esto de los libros también hay clases y quienes hemos mercadeado al otro lado de la manta diferenciamos bien a los que se las dan de exquisitos —y tal vez lo sean, y no hacen daño a nadie— de los que sienten una pasión genuina. Más o menos fetichistas, estos últimos son siempre lectores voraces.
El gusto por encadenar anécdotas personales o referidas a predecesores y correligionarios, rivales o aliados en la busca, distingue las obras de los bibliófilos. O de quienes padecen —la distinción no está nada clara— el ‘mal’ de la bibliomaníaLibros sobre libros hay muchos y entre ellos se cuentan, por ejemplo, los catálogos que describen los ejemplares de una biblioteca, las ficciones —los relatos ya clásicos de Asselineau o Nodier abrieron una veta muy fecunda— donde los libros ocupan un lugar relevante, los estudios sobre la imprenta o el arte de la tipografía o las memorias, a veces luminosas y otras decepcionantes, de libreros o editores. La bibliografía es oceánica, de modo que nos ceñiremos a unos pocos títulos más o menos recientes y disponibles, aunque todos, al menos en potencia, pueden estarlo en el otro circuito donde encuentran su hábitat natural, que no es el de las mesas de novedades sino el de las distinguidas librerías anticuarias, las más modestas de lance o los humildes mercadillos donde conviven, en condiciones a veces miserables, con las cosas más extrañas.Una muy buena aproximación, documentada, amena e instructiva, la encontramos en La pasión por los libros (Espasa) de Francisco Mendoza Díaz-Maroto, que al contrario que otros reconocidos bibliófilos, muy celosos de sus conocimientos y dedicados a escribir, cuando lo hacen, de temas específicos, tuvo la generosidad de componer esta panorámica general que adopta la forma del ensayo para tratar, con rigor de connoisseur y encomiable afán didáctico, del coleccionismo, las modalidades de la bibliofilia, la tipología de los libros, los oficios asociados o la historia de unos y otros, con multitud de ejemplos que ilustran sobre los mil aspectos relativos a una devoción secular, objeto de estudio en sí misma. Mendoza cita obras fundamentales de reputados bibliófilos —Palau, Vindel, Miquel y Planas, Rodríguez Moñino, Sánchez Mariana, Martín Abad, Hipólito Escolar, Víctor Infantes— y aportaciones sobre materias muy precisas, abordadas por los investigadores en ediciones restringidas —de ahí también el valor de su acercamiento— que rara vez traspasan el selecto ámbito de la cofradía.
Hay obras más técnicas, o dirigidas principalmente a profesionales o estudiosos, sobre disciplinas como la biblioteconomía, la historia de la edición o el comercio del libro antiguo, pero entre las que además de informar transmiten un fervor contagioso merecen citarse las del bibliófilo aragonés José Luis Melero, autor de unas estupendas memorias, Leer para contarlo, que junto a los artículos recopilados en La vida de los libros, Escritores y escrituras y El tenedor de libros, a los que se ha sumado hace poco El lector incorregible (todos ellos en Xordica) conforman una serie de obligada visita. La obra en marcha de Melero —a la que pertenece también su discurso de ingreso en la Real Academia de Nobles y Bellas Artes de San Luis de Zaragoza, “Una aproximación a la bibliofilia: los libros, la vida, la literatura”— es un perfecto ejemplo del hedonismo al que se refería Borges, que desmiente la acostumbrada imagen del amante de los libros como un ser mortecino, derrotado, desertor de una realidad a la que ha dado la espalda.
Entre las obras recientes consagradas al vicio, debe asimismo citarse Enfermos del libro de Miguel Albero, un “Breviario personal de bibliopatías propias y ajenas” que destaca por su escritura desinhibida y por su buen humor, cualidad, por cierto, esta última, que como la autoironía parece consustancial a los buscadores que no se limitan a alardear de sus conquistas. El libro de Albero, que trata con admirable desenfado de desviaciones como la bibliocleptomanía, la bibliofagia, la bibliofobia o la biblioclastia, pero también de la propia bibliofilia o de la obsesión por las primeras ediciones, abrió una línea de la Universidad Hispalense, en colaboración con la Asociación de Amigos del Libro Antiguo de Sevilla, donde han aparecido otros títulos excelentes como Un mundo de libros de Yolanda Morató (ed.), De rastros y encantes de José Carlos Cataño, Catálogo de libros excesivos, raros o peligrosos de Bonilla o Somos libros, seámoslo siempre de Fernando Iwasaki. En la misma línea se inscribe La calle de los libros, un hermoso fotolibro, coordinado por el jerezano, donde versos e imágenes se alían para crear la impresión —sin nombres ni fechas ni localizaciones— de una historia interminable.
Lo que en última instancia revela el interés por los libros viejos es la curiosidad por un pasado que no siempre está de actualidad, pero puede concernirnos, a poco que se sumerja uno en sus aguas, en mayor medida de lo que pensamosDe historias, precisamente, están llenos los libros que hablan de libros, relacionadas con los autores o editores y en el caso de los ejemplares concretos con los sucesivos vendedores o propietarios, con los libreros, los bibliotecarios o los receptores de las dedicatorias, que singularizan los volúmenes hasta extremos incomprensibles para los no iniciados. La erudición festiva, el gusto por encadenar anécdotas personales o referidas a predecesores y correligionarios, rivales o aliados en la busca, es de hecho otro de los rasgos que distinguen los ensayos, los relatos y las confesiones de los bibliófilos. O de quienes padecen —la diferencia no está nada clara— el mal de la bibliomanía. La aristocracia del coleccionismo se refiere a los poseedores de incunables, en lo más alto de la escala, y a partir de ahí, por lo general más preciadas cuanto más antiguas, de las obras impresas hasta los umbrales del Novecientos, pero en las últimas décadas han aparecido muchos entusiastas de las ediciones del ya viejo siglo XX, sobre todo las publicadas a lo largo de la llamada Edad de Plata. Libros que hasta los años setenta, como cuentan los libreros, podían adquirirse con relativa facilidad y a un módico precio, se han revalorizado de un modo exponencial que en la era de internet, cuando cualquiera puede salir de dudas en segundos, ya no tiene misterios.A cambio, los lectores en castellano podemos acceder, a través de la red o gracias a las traducciones de obras como Los enemigos de los libros (Fórcola) de William Blades o El bibliótafo (Periférica) de Leon H. Vincent, por poner dos gozosos ejemplos entre tantos, a títulos de culto en otras tradiciones literarias que aportan perfiles no distintos de los conocidos por la propia, en la que debe incluirse —hoy representada por autores como Fernando Báez o el bilingüe Alberto Manguel— también la hispanoamericana. Tienen las cosas viejas, como dice Trapiello, y los libros no son una excepción, una dignidad que no hallamos en las nuevas. Lo que en última instancia revela el interés por los libros viejos es la curiosidad por un pasado que no siempre está de actualidad, pero puede concernirnos, a poco que se sumerja uno en sus aguas, en mayor medida de lo que pensamos. Hay, sí, que saber mirar, pero también que el secreto de encontrar, de acuerdo con el primer mandamiento de Bonilla, reside en no ir buscando nada.