Metamorfosis
Seguirán escribiéndose cuentos virtuosos de sabor clásico, pero un grupo cada vez mayor de autores está tomando el relevo de los grandes precursores e intenta otra cosa: el salto sin red
Durante la gestación de la película Banda aparte, el director de cine Jean-Luc Godard y su equipo tenían la siguiente divisa: “Si no se hace, hagámoslo”. Era su estímulo para quebrantar las normas y ensayar enfoques nuevos. Algo así parece estar sucediendo en el terreno del cuento, donde, al igual que en las demás artes, soplan vientos de renovación y dinamismo. Durante los últimos años, cualquier lector atento de relato breve, si tiene la mente un poco alerta, ha podido sentir ante ciertos títulos el cosquilleo de hallarse frente a una serie de propuestas que implican una revisión conceptual de los códigos santificados por la tradición, desde que Poe cortara la cinta inaugural.La literatura, por supuesto, no es algo monolítico. Evoluciona. Se transforma. Se expande. Nacen nuevas maneras de contar, nuevas miradas, y desaparecen otras. En ese flujo dialéctico, la narrativa breve actual está experimentando una creatividad constante, durante la cual algunos de sus elementos constitutivos, que muchos consideraban inamovibles hasta hace poco, han sido sometidos a prueba o directamente suprimidos del corazón del relato.
A la larga, el Santo Grial de la perfección del cuento ha resultado ser perjudicial para el género, al enclaustrarlo en moldes demasiado restrictivos. Lo que está en tela de juicio, en mi opinión, es el cuento literario como un objeto de orfebrería perfecto, de apacible realismo académico, con su unidad de sentido, su planteamiento-nudo-y-desenlace, su conflicto obvio, la mutación psicológica de su protagonista abocado a la epifanía, en el que “no sobra ni falta nada” e incluso reserva —¡tachán!— una sorpresa final.
Durante los últimos años, cualquier lector atento de relato breve ha podido sentir ante ciertos títulos el cosquilleo de hallarse frente a una serie de propuestas que implican una revisión conceptual de los códigos santificados por la tradiciónUna realidad nueva requiere un nombre nuevo. No cualquier nombre. Precisa de un término rotundo. Cuando pretendes intervenir en el debate público, no vale actuar con timidez; no queda más remedio que arriesgarte y ser audaz, pese a las críticas. “Si no se hace, hagámoslo”. Por eso, después de pensarlo un tiempo, me decanté por el término postcuento para designar este fenómeno, y así lo esbocé en una columna publicada en El Cultural de El Mundo (23/10/2015),1 que más tarde fue ampliada en un reportaje firmado por Blanca Berasátegui para el mismo medio, titulado “Contra las dictaduras del cuento” (27/11/2015).2De eso se trata, básicamente: de ampliar los límites del género, forzar su plasticidad y ver hasta dónde podemos llegar. Puesto que ya circulan etiquetas como pospoesía, posrock, poshumor, afterpop, etc., de reconocida fertilidad discursiva para alumbrar nuevos fenómenos culturales, me interesó probar qué efectos producía si lo trasladábamos al terreno concreto del cuento literario. Y sí, yo creo que es útil para cartografiar este fenómeno reciente, que por lo que puedo constatar a mi alrededor, está en plena fase de ebullición y va a más. Estoy convencido de que nos dirigimos hacia un modelo de cuento mucho más desabrochado y libre de prejuicios, que no tiene vuelta atrás. Ya veremos qué ocurre. El tiempo me dará o quitará la razón.
La pregunta implícita es: ¿hasta dónde podemos eliminar determinados elementos diegéticos y todavía seguir hablando de cuento? ¿Cuál es el límite? Nada impide imaginar un relato en el que, en lugar de tener un conflicto espeso y definido, tengamos otro gaseoso, apenas humo, hasta el punto de que sea difícil localizarlo. Qué ocurre si además adelgazamos la psicología del personaje hasta reducirlo a una brizna. Si vamos desmontando capas y restando yeso a todo ese andamiaje, al final terminaremos topando con algo distinto, otro tipo de dibujo inesperado. ¿Hasta dónde podemos ensanchar el agujero? ¿Cuál es esa pieza al parecer esencial que, si la quitamos, se desmorona toda la arquitectura? Es una pregunta que me fascina y para la que no tengo una respuesta clara. Ahí existe un debate que me parece muy rico.
Lo que está en tela de juicio es el cuento como un objeto de orfebrería perfecto, de apacible realismo académico, con su unidad de sentido, su planteamiento-nudo-y-desenlace, su conflicto obvio, la mutación psicológica de su protagonista abocado a la epifanía Las formas artísticas, por lo tanto, evolucionan y mutan. Incorporan nuevos matices. Estallan sus costuras. La fiesta sigue. Y no se puede hacer nada para impedirlo. Por supuesto que seguirán escribiéndose cuentos virtuosos y pasteurizados de sabor clásico —y muchos serán grandes cuentos y paladearemos su textura, qué duda cabe—. Pero eso no invalida que un grupo cada vez mayor de escritores esté tomando el relevo de los grandes precursores, Bruno Schulz, Clarice Lispector, Felisberto Hernández, Ana Blandiana… e intenten otra cosa: el salto sin red.Me llama la atención la coincidencia en la mesa de novedades en estos tres últimos años de una serie de creadores díscolos. Esto no puede ser casual y apunta hacia un nuevo paradigma en la escritura de cuentos, que convendría estudiar a fondo por alguien más idóneo que yo. Sin ánimo de resultar exhaustivo, y resignándome a que haya lagunas por razones de espacio, encuentro semillas de novedad (cito sin orden) en la escritura bellamente digresiva de Solitario empeño de Cristian Crusat; la voz interior relampagueante de fiebre y neurosis de los Hombres felices de Felipe R. Navarro; la música sonámbula y conmovedora de La acústica de los iglús de Almudena Sánchez; los chispeantes monólogos entreverados de poesía y humor del Manual de jardinería (para gente sin jardín) de Daniel Monedero; el nomadismo crepuscular de Agua dura de Sergi Bellver; la estructura ósea de centauro, mitad cuento mitad novela, de La muerte juega a los dados de Clara Obligado; la estética de la interrupción de los Ocho cuentos y medio de Javier Morales; el mundo de parejas rotas y perros lastimados en Me pillas en mal momento de Kike Parra; la relectura fragmentada de las vanguardias en Guardar las formas de Alberto Olmos; el cóctel de dinamita fantástica y social de El estado de las cosas de Alejandro Morellón; la revisión irónica de los mitos borgianos de Los que duermen de Juan Gómez Bárcena; la radiografía sutil del presente en Nuestra historia de Pedro Ugarte; la revitalización del irracionalismo onírico de La máquina enfurecida de Eduardo Cano; el repertorio de pérdidas de La lengua de los ahogados de Fernando Clemot; la puesta al día de la libido y el vacío existencial de occidente en Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino de Diego Sánchez Aguilar; la feliz recuperación, en fin, del sabio desenfreno en La vuelta al día de un cuentista de cabecera como el cronopio Hipólito G. Navarro.
Son libros raros, ambiciosos, quizá hasta inhóspitos, que anuncian que algo se mueve y que otra sensibilidad está eclosionando. Otro cuento. Otro canon. Más desinhibido y menos encorsetado, aunque sin perder su rigor. Un postcuento exigente que nos anima a leer de otro modo y pone en entredicho la inercia de un sector de la crítica y la enseñanza, reacias a revisar su esquema-de-toda-la-vida. Por supuesto, todos los autores que acabo de citar son distintos e incomparables, cada uno siente su propia respiración y oxigena a su manera, pero sí creo que en todos es posible atisbar la huella semántica de una emoción, un latido o impaciencia ante los dogmas demasiado restrictivos del relato ortodoxo, así como una apuesta por la hibridación de géneros (fábula, poesía, ensayo), dispuestos a desobedecer (e incluso a torpedear, a veces) el principio de autoridad, con el propósito de asumir riesgos y encontrar nueva savia para el cuento. Bienvenidos sean. Si no se hace, hagámoslo.