México eterno
En venganza contra la violencia institucional, contra una revolución sangrienta y fracasada, contra la injusticia y el atraso inmemoriales, Rulfo deja la tremenda metáfora del vacío inmutable
A los cien años del nacimiento de Juan Rulfo, El Llano en llamas (1953) y Pedro Páramo (1955) han entrado ya en el canon de las literaturas hispánicas. A pesar de las desfavorables críticas iniciales a Pedro Páramo, Juan Rulfo está considerado uno de los iniciadores de la “nueva novela latinoamericana” y generador de un estilo que caracterizaría a los escritores de la generación más joven del llamado boom. Desde el estudio de Hugo Rodríguez Alcalá, la obra de Rulfo ha sido reconocida como una de las más representativas del cambio que se produce en la narrativa latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX. La crítica ha coincidido en situarlo en un extremo de la tradición contemporánea de la novela mexicana que se inicia con la narrativa de la Revolución, y que más tarde sería renovada por los escritores que comienzan a publicar en la década de los cincuenta como Agustín Yáñez, Juan José Arreola o el propio Rulfo. Lo que Rulfo aporta al estilo “cronístico” de estos narradores es una renovación técnica, caracterizada por la utilización de un narrador en primera persona, la fragmentación, la forma dialogada, la creación de un marco de oralidad y el uso del monólogo interior.Las palabras de Luis Harss cuando afirmaba que “Rulfo, más que un renovador, era el más sutil de los tradicionalistas”, arrojan una luz distinta sobre su obra. Porque, en principio, los temas que trata no son originales, la novedad se encuentra en el modo de enfocarlos y en la profundidad de la mirada. La genialidad de Rulfo, lector de Joyce y de Faulkner entre otros, consiste en que su escritura refleja con mayor exactitud la realidad del México rural, una realidad detenida en el tiempo.
Por el contrario, la crítica de los años sesenta y setenta intentó demostrar que no existía un lazo significativo entre la obra rulfiana y la tradición narrativa mexicana del siglo XX, o más bien, que los posibles lazos se rompían al introducir Rulfo elementos radicalmente renovadores de esa tradición. No obstante, hoy día no puede negarse el carácter determinante que el tremendo acontecimiento que representó la Revolución, así como sus secuelas, sobre todo la contrarrevolución “cristera” (1926-1929), tuvo en la formación de Juan Rulfo y en la elaboración y desarrollo de su obra literaria. El mismo Rulfo lo reconocía: “A mi padre lo mataron una vez cuando huía, y a mi tío lo asesinaron, y al abuelo lo colgaron de los dedos gordos; todos morían a los treinta y tres años”. No es de extrañar que esta presencia continua, como espesor temático constante, de la Revolución, se exprese igualmente en la serie de subtemas que han caracterizado tradicionalmente su narrativa: la violencia, la insensibilidad moral, el incesto, la religiosidad mal entendida, el fracaso, el remordimiento. La presencia obsesiva de algunos hechos e imágenes de ese pasado revolucionario conforma la atmósfera de las obras de Rulfo: la diáspora jalisciense de los campesinos hacia las ciudades y el fracaso del reparto de la tierra en la reforma agraria contribuyen a la elaboración de esa imagen desolada de sus escenarios.
Rulfo aporta al estilo “cronístico” una renovación técnica, caracterizada por la utilización de un narrador en primera persona, la fragmentación, la forma dialogada, la creación de un marco de oralidad y el uso del monólogo interiorPero ¿cuál es, cómo es, la imagen literaria que compone la obra de Rulfo? Es cierto que a la hora de hablar de Pedro Páramo o de los cuentos de El Llano en llamas no podemos hablar de una narrativa revolucionaria realista, pero tampoco podríamos caracterizarla como narrativa fantástica. Rulfo sustituye la épica de los relatos clásicos de la Revolución por uno de sus espesores centrales: “el horror”. El horror, la desolación, la sordidez, la crueldad, la predestinación, parecen presidir y rellenar los escenarios rulfianos. Por otra parte, los espacios narrativos que Rulfo elabora están fuera del tiempo. La novela Pedro Páramo no se sostiene en la sucesión de hechos encadenados y en la “presencia” de los personajes. La noción tradicional de tiempo histórico es sustituida por una concepción mítica de la existencia que hunde sus raíces en la propia cultura mexicana, en su historia y en su mitología.No hay discurso histórico en Pedro Páramo, y por lo tanto no hay estructura en el sentido tradicional. Sin embargo, el relato sí tiene una cuidadosa estructuración, fragmentaria, a modo de puzle, cuyo objetivo fundamental es elaborar una imagen del “vacío” que actúa igualmente como una atmósfera inquietante, y es también “el vacío que provoca la búsqueda del padre”. Así, la ausencia de espacio, el vacío de significado, se rellena de contenido mítico. Pedro Páramo, que es un muerto, adquiere espesor simbólico, porque él fue el “patrón”, el “caudillo”, el padre de padres, el violador, el mito. Se ha hablado mucho de la importancia del mito grecolatino en la obra de Rulfo, pero muy poco de los mitos autóctonos, no de los mitos indígenas o precolombinos, sino de los que ha generado la propia cultura mestiza del pueblo mexicano a lo largo de más de cuatro siglos.
Juan Preciado viene a Comala, “el lugar sobre las brasas”, el Infierno, en busca de su padre, Pedro Páramo, que es un muerto aunque él no lo sabe, para ejecutar una venganza prometida a su madre en el lecho de muerte. El mito de la ausencia del padre se rellena de unas connotaciones especiales: las del “macho”, que es también señor y patrón, que abandona a la hembra con sus crías y corre a buscar otros emparejamientos, un mito típicamente mexicano que ha producido espesores culturales muy importantes en la configuración del “supuesto” carácter del mexicano medio, como, por ejemplo, el complejo de “hijo de la chingada” o el tradicional culto a los muertos.
Los cuentos de El Llano en llamas también están llenos de huérfanos reales, afectivos o simbólicos. Rulfo tematiza una de las consecuencias de los desastres provocados por el período revolucionario: la relación padre/hijo, en la medida en que, según Ruffinelli, “la Revolución destruyó miles de vidas, dejó centenares de huérfanos, y a su vez la estructura feudal del latifundio multiplicó la población con hijos ilegítimos. El caciquismo, la vida nómada y el despoblamiento del campo dieron relieve a un tema poderoso: la ausencia del padre”. Pedro Páramo es el arquetipo de todos los padres mexicanos que abandonan a sus hijos, que violan a sus mujeres, que asesinan a sus enemigos, que, en definitiva, son los caciques, los detentadores del poder.
Antonio Sacoto afirmaba que “el valor artístico creativo de Rulfo consiste en haber aunado vetas sicológicas del mexicano, ancestros de raigambre hispánica e indígena, características típicas del cacique, confundiéndolos, mezclándolos y, sin embargo, presentando unos personajes redondos que nos convencen”. Muchos críticos han abundado en la idea de que la obra de Rulfo está presidida por la idea de un rencor vivo, y es cierto que existe una especie de energía, tanto en los cuentos como en la novela, que parece estar originada por ese sentimiento, pero yo sería partidario de ir un poco más allá: la idea central que mueve la obra rulfiana sería entonces la de una venganza que finalmente él ejecuta a través de la literatura, al construir esa enorme metáfora del vacío estático mexicano. Del mismo modo que los “rancheros” y los “pelados” buscaban los documentos coloniales en los que los españoles les daban fe de la propiedad de sus tierras, Rulfo deja en venganza contra la violencia institucional de su tierra, contra esa violencia que acabó con su padre y lo convirtió, de otra manera, en otro “hijo de la chingada”, contra una revolución sangrienta y fracasada, contra la injusticia y el atraso inmemoriales, esa tremenda metáfora del eterno vacío inmutable. El mismo Rulfo resume todo el sentido de su obra literaria en una sola frase: “En México estamos estabilizados en un punto muerto”.